Billar a las Nueve y Media. Por Heinrich Böll


1

Aquella mañana, por primera vez, Fähmel estuvo descortés con ella, casi grosero. La telefoneó a eso de las once y media, y ya el timbre de su voz le hizo presentir algo desagradable; no estaba acostumbrada a aquellas modulaciones, y precisamente porque sus palabras se mantenían perfectamente correctas, la asustó el tono de la voz: toda su cortesía quedaba reducida a fórmulas, como si, en lugar de agua, le hubiese ofrecido H2O.

—Por favor —dijo—, ¿quiere buscar en su escritorio la tarjeta encarnada que le di hace cuatro años? Con la mano derecha, Leonore tiró del cajón de su escritorio, empujó a un lado una tableta de chocolate, el paño de lana y el limpiametales, y sacó la tarjeta encarnada. —Por favor, lea en voz alta lo que dice la tarjeta—. Y ella leyó con voz temblorosa: «Estoy en todo momento a disposición de mi madre, mi padre, mi hija, mi hijo y el señor Schrella; no estoy para nadie más».

—¿Quiere repetir la última frase, por favor? —y ella repitió—: No estoy para nadie más—. Y además, ¿cómo sabía usted que el número de teléfono que le di era el del hotel Prinz Heinrich? —Leonore no contestó—. Perdone, pero insisto en que se atenga usted a mis indicaciones aunque se las diera hace cuatro años..., por favor.

Ella no contestó.

—Fue una tontería... —¿Se había olvidado de añadir esta vez «por favor»?

Leonore oyó murmullos, luego una voz que gritaba «taxi, taxi», el silbido del guardia de la circulación, dejó el auricular, puso la tarjeta en el centro del escritorio y se sintió casi aliviada; aquella rudeza, la primera en el transcurso de cuatro años, resultaba algo así como un gesto cariñoso.

Cuando no podía fijar la atención o estaba cansada del ritmo extremadamente preciso de su trabajo, salía fuera a limpiar la placa de latón: «Dr. Robert Fähmel, Oficina de cálculos estáticos, cerrado por las tardes». Los vapores del ferrocarril, los gases de escape, el polvo de la calle, le daban cada día ocasión de sacar el paño de lana y el limpiametales del cajón, y a Leonore la encantaba prolongar aquellos minutos de limpieza hasta un cuarto de hora o incluso media hora. Al otro lado de Modestgasse, en el número 8, detrás de las ventanas polvorientas, podía ver las prensas que, incansables, imprimían cosas edificantes sobre papel blanco; las sentía trepidar y creía hallarse transportada a bordo de un buque que navegaba o que está a punto de zarpar. Camiones, aprendices, monjas; vida en la calle, cajas en la puerta de la tienda de verduras: naranjas, tomates, coles. Y en la casa contigua, ante la tienda de Gretz, dos aprendices colgaban, en aquel momento, un jabalí: la sangre oscura goteaba sobre el asfalto. Leonore amaba el bullicio y la suciedad de la calle. Un sentimiento de rebeldía le subía, por momentos, a la cabeza y la hacía pensar en abandonar el empleo; trabajar en cualquier tienda sucia, confinada en un patio interior, donde se vendieran cables eléctricos, especias o cebollas, donde un dueño desaseado, con los tirantes de los pantalones colgando, preocupado por los vencimientos, se permitiría franquezas que, por lo menos, se podrían rehusar; donde habría que sostener una batalla, obtener una hora de permiso para ir al dentista, donde se haría una colecta para el regalo de boda de una compañera, para comprar un cuadrito de bendición del hogar o un libro sobre el amor; donde las bromas groseras de los compañeros le recordarían a una que había permanecido intachable. Vida, y no ese orden inmaculado, ese jefe, impecablemente vestido e impecablemente correcto, pero que a ella le infundía miedo; Leonore sospechaba desprecio detrás de aquella cortesía de la que participaban todos cuantos tenían tratos con él. Pero ¿con quién tenía tratos, además de con ella? Hasta donde podía recordar, jamás le había visto hablar con nadie, salvo con su padre, su hijo y su hija. Jamás había visto a su madre, que vivía en otro sitio; en un sanatorio para enfermos mentales; y ese señor Schrella, que figuraba también en la tarjeta encarnada, jamás había preguntado por él. Fähmel no tenía hora de visita: a los clientes que llamaban por teléfono, ella estaba encargada de rogarles que se le dirigieran por carta.

Si descubría algún error en su trabajo, se limitaba a hacer un ademán como si tirara algo a la papelera y decía: «Bueno, vuélvalo a hacer, por favor». Eso no ocurría a menudo, porque los escasos errores que se le escapaban, los descubría ella misma. En todo caso, él no se olvidaba nunca de decir «por favor». Cuando Leonore le pedía una hora, un día, se lo concedía; cuando murió su madre, le dijo: «Cerraremos la oficina durante cuatro días... si le conviene una semana, dígalo, por favor». Pero Leonore no quiso una semana, ni siquiera cuatro días; sólo tres, e incluso éstos se le hicieron demasiado largos en el piso vacío. Al entierro y a los funerales compareció él, naturalmente, vestido de negro; asistieron también su padre, su hijo y su hija, todos con enormes coronas que colocaron personalmente sobre la tumba; escucharon el responso, y el padre, que la apreciaba, le dijo en voz baja: «Nosotros los Fähmel sabemos lo que es la muerte, estamos familiarizados con ella, hija mía».

Se mostraba tan comprensivo para todas sus peticiones que, a medida que pasaban los años, cada día se le hacía más difícil pedirle un favor. Fähmel había ido reduciendo las horas de trabajo; el primer año, Leonore trabajaba de las ocho a las cuatro; pero desde hacía dos años, su trabajo estaba racionalizado de tal manera que lo podía hacer perfectamente de ocho a una e incluso le quedaba tiempo para aburrirse y para prolongar hasta media hora los minutos de limpieza. Ya no se veía ni siquiera la más leve nubecita en la placa de latón. Leonore suspiró, enroscó el tapón de la botella de limpiametales y dobló el paño; las máquinas de imprimir seguían martilleando, imprimiendo incansablemente cosas edificantes sobre papel blanco; el jabalí seguía sangrando. Aprendices, camiones, monjas: vida en la calle.

Encima del escritorio, la tarjeta encarnada; impecable caligrafía de arquitecto: «...para nadie más». El número de teléfono, que ella, con gran esfuerzo, en sus ratos de ocio, ruborizándose de su curiosidad, había identificado: Hotel Prinz Heinrich. Este nombre había alimentado de nuevo sus sospechas: ¿qué hacía por la mañana, entre las nueve y media y las once, en el hotel Prinz Heinrich? Voz helada en el teléfono: «Fue una tontería». ¿Segura que no había añadido «por favor»? Esta infracción a las normas de estilo la llenó de esperanza, la consoló de aquel trabajo que hubiera podido realizar igualmente un autómata.

Dos modelos de carta que no habían sido alterados en cuatro años, que Leonore había encontrado ya en las copias de su predecesora; una para los clientes que hacían algún encargo: «Les agradecemos su confianza, a la que procuraremos corresponder con la más rápida y correcta ejecución de su encargo. Atentamente le saluda»; la segunda era la que tenía que escribir cuando enviaba las bases estáticas a los clientes: «Acompañamos los estudios estáticos encargados por usted para el proyecto de la casa X. Le rogamos gire a nuestra cuenta los honorarios, que ascienden a Y. Atentamente le saluda». Claro que le estaban reservadas ciertas variaciones; debía sustituir X por: Casa para un editor al pie del bosque, casa para un profesor a la orilla del río, puente del tranvía de la calle Holleben. Debía sustituir Y por los honorarios, que podía calcular perfectamente sola por medio de una simple tabla.

Había además la correspondencia con sus tres colaboradores: Kanders, Schrit y Hochbret, a los que tenía que enviar los encargos sucesivamente por orden de antigüedad. «A fin de que —había dicho Fähmel— la justicia siga su curso automático, y la suerte tenga unas posibilidades equivalentes». Cuando le devolvían los estudios, tenía que remitir lo que había calculado Kanders a Schrit; lo que había calculado Hochbret, a Kanders; lo que había calculado Schrit a Hochbret, para que lo revisaran. Tenía que llevar el archivo, el libro de cuentas, tenía que sacar fotocopias de los dibujos y, de cada proyecto, una doble fotocopia en tamaño postal para su archivo particular; pero lo que más trabajo le daba era el franqueo de las cartas: pasar cada vez el reverso de un presidente Heuss, verde, rojo, azul, por encima de la esponjita, y colocar cuidadosamente el sello en el ángulo derecho superior del sobre amarillo; consideraba como una variación el poder pegar alguna vez un Heuss castaño, violeta o amarillo.

Fähmel tenía por principio no pasar más de una hora al día en la oficina; escribía su nombre debajo del «Le saluda atentamente» y debajo de las cifras de honorarios. Si llegaban más encargos de los que hubiera podido liquidar en una hora, rehusaba aceptarlos. Para estos casos tenía unas tarjetas ciclostiladas con el siguiente texto: «Por exceso de trabajo, nos vemos obligados a rehusar su muy estimado encargo. Firmado F.».

Ni una sola vez, cuando, por la mañana entre las ocho y media y las nueve y media, estaba sentada frente a él, le había visto realizar ningún acto humano íntimo; comer o beber; jamás le había visto acatarrado, y la ruborizaba sólo pensar en cosas más íntimas que éstas; el hecho de que fumara no compensaba la ausencia de las demás manifestaciones : el cigarrillo blanquísimo era demasiado inmaculado: sólo la ceniza, las colillas en el cenicero la consolaban; esos eran por lo menos residuos, demostraciones de que se había consumido algo. Leonore había trabajado con jefes poderosos, hombres cuyas mesas de trabajo parecían puentes de mando, cuya fisonomía infundía pavor, pero incluso aquellos hombres poderosos habían bebido alguna vez una taza de té, un café, habían comido un bocadillo, y la visión de los poderosos en trance de comer y de beber siempre la había excitado: caían migas de pan, sobraban pieles de embutido y bordes grasientos de jamón; tenían que lavarse las manos, sacar el pañuelo. Una chispa de solidaridad aparecía en frentes de granito, que mandaban ejércitos enteros, se limpiaban bocas de rostros que, con el tiempo, serían vaciados en bronce, y más tarde, sobre pedestales, atestiguarían su grandeza a futuras generaciones. Fähmel, en cambio, cuando, a las ocho y media, salía del cuerpo del edificio posterior de la casa, no llevaba restos de desayuno y no estaba —como hubiera convenido a un jefe— ni nervioso ni concentrado en sí mismo: su firma, aunque tuviera que escribir su nombre cuarenta veces debajo del «Le saluda atentamente», se conservaba clara y hermosa; Fähmel fumaba, firmaba, raras veces miraba algún dibujo, tomaba el abrigo y el sombrero a las nueve y media en punto, decía: «Hasta mañana» y desaparecía. De nueve y media hasta las once se le podía llamar en el hotel Prinz Heinrich, desde las once a las doce en el café Zons, disponible sólo para «su madre, su padre, su hija y su hijo... y el señor Schrella», a partir de las doce daba un paseo y a la una se reunía con su hija para tomar el almuerzo en el Lowe. Leonore no sabía cómo pasaba las tardes, las veladas; sólo sabía que, por la mañana, a las siete asistía a misa, de las siete y media hasta las ocho desayunaba con su hija y de las ocho hasta las ocho y media estaba solo. Leonore se sorprendía cada vez al ver la alegría que demostraba cuando su hijo anunciaba su visita; cada vez abría la ventana, observaba la calle hasta el Modesttor, hacía traer flores, contrataba a una ama de llaves durante los días de la visita; la cicatriz que tenía encima del hueso de la nariz se le enrojecía con la excitación, mujeres de limpieza invadían el sombrío cuerpo de edificio posterior, sacaban botellas de vino y las dejaban preparadas en el vestíbulo para cuando llegara el trapero: las botellas se acumulaban, primero en filas de cinco, luego en filas de diez, porque el largo del vestíbulo era insuficiente: rígido bosque de estacas de color verde oscuro, cuyas puntas contaba Leonore ruborizándose de su curiosidad indebida: doscientas diez botellas vaciadas entre primeros de mayo y primeros de septiembre, más de una botella diaria.

Jamás Fähmel olía a vino, ni le temblaban las manos; el bosque de color verde oscuro se convertía en algo irreal. ¿Lo había visto efectivamente o existía sólo en sus ensueños? Jamás había visto a Schrit ni a Hochbret ni a Kanders; vivían lejos uno de otro, cada uno en su pequeño nido. Sólo dos veces se habían descubierto mutuamente un error: cuando Schrit calculó mal las bases de la piscina municipal, lo cual fue descubierto por Hochbret. Leonore se excitó sobremanera, pero Fähmel sólo le pidió que identificara, entre las anotaciones en lápiz rojo al margen del dibujo, cuáles eran de Schrit y cuáles de Hochbret; y por primera vez se dio cuenta de que el jefe también era del oficio: durante media hora estuvo sentado a su escritorio manejando reglas de cálculo, tablas y lápices afilados, y luego dijo: «Hochbret tiene razón, la piscina se hubiera hundido antes de tres meses». Ni una sola palabra de reproche para Schrit, ningún elogio para Hochbret, y cuando —por única vez— el jefe firmó personalmente el visto bueno, Leonore le vio reírse; su risa le infundió tanto miedo como su cortesía.

El segundo error se le había escapado a Hochbret al calcular las bases estáticas del puente del ferrocarril encima de la Wilhelmskuhle, y esta vez fue Kanders quien descubrió el error, y Leonore volvió a ver a Fähmel —por segunda vez en el transcurso de cuatro años— sentado a su escritorio calculando. Tuvo que identificar otra vez las anotaciones en lápiz rojo de Hochbret y de Kanders; este incidente sugirió a Fähmel la idea de ordenar que los distintos colaboradores usaran colores distintos: Kanders rojo, Hochbret verde, Schrit amarillo.

Lentamente, mientras se le fundía en la boca un trozo de chocolate, Leonore escribió: «Casa fin de semana para una artista de cine», mientras se le fundía en la boca el segundo trozo de chocolate, escribió: «Obras de ampliación de Societas, la más útil de todas las sociedades de utilidad pública». Por lo menos, los clientes se distinguían por el nombre y las señas, y los dibujos adjuntos le daban la impresión de que trabajaban en algo real: piedras y bloques de granito artificial, vigas, ladrillos de vidrio, sacos de cemento, todo eso se podía imaginar, mientras que Schrit, Kanders y Hochbret, a pesar de que todos los días escribía su dirección, continuaban siendo inimaginables. Jamás habían estado en la oficina, jamás llamaban por teléfono, jamás escribían una carta. Sin comentario alguno enviaban sus cálculos y estudios. «¿Para qué las cartas? —había dicho Fähmel—. No se trata de coleccionar confidencias, ¿verdad?»

A veces, Leonore tomaba la enciclopedia del estante y buscaba el nombre de los lugares que escribía cada día en los sobres: Schilgenauel, 87 habitantes, de los cuales 83 católicos, famosa iglesia parroquial del siglo XII con un magnífico altar mayor. Allí vivía Kanders, cuyos datos personales figuraban en la póliza de seguros: treinta y siete años, soltero, católico... Schrit vivía más al norte aún, en Gludum: 1.988 habitantes, de los cuales 1.812 evangélicos. 176 católicos. Industria de conservas de pescado. Escuela de misioneros. Schrit tenía cuarenta y ocho años, casado, evangélico, 2 hijos, de los cuales 1 de más de dieciocho años. Leonore no necesitaba mirar el lugar de residencia de Hochbert, ya que vivía en un suburbio, en Blessenfeld, a sólo treinta y cinco minutos de autobús, y muchas veces se le había ocurrido la idea estúpida de ir en su busca, cerciorarse de su existencia oyendo su voz, viéndole, sintiendo la presión de su mano, pero su poca edad —sólo tenía treinta y dos años— y el hecho de que fuera soltero la hacían retenerse ante tal intimidad. Aunque la enciclopedia describía los lugares donde residían Kanders y Schrit, como se describe una persona en un documento de identidad, y de que Blessenfeld le era familiar, aquellos tres personajes seguían siendo inimaginables, pese a que cada mes llenaba sus pólizas de seguro, les enviaba giros postales, revistas y estadísticas; seguían siendo tan irreales como ese Schrella que figuraba en la tarjeta encarnada, para quien Fähmel estaba siempre disponible, pero que durante cuatro años no había intentado verle ni siquiera una vez.

Leonore dejó sobre el escritorio la tarjeta encarnada que había dado motivo a su primera falta de cortesía. ¿Cómo se llamaba aquel caballero, que había entrado en la oficina a eso de las diez y había pedido con urgencia, con mucha, mucha urgencia, hablar con Fähmel? Era alto, con el cabello gris, el rostro ligeramente sonrosado, olía a ágapes exquisitos y caros, llevaba un traje que apestaba a inmejorable calidad; aquel caballero reunía de tal manera los atributos de poder, prestancia y simpatía masculina, que resultaba irresistible; su título, que él murmuró sonriendo, sonaba algo así como ministro —consejero, director general, jefe de gabinete de un ministerio— y cuando ella negó saber el paradero de Fähmel, él le puso la mano sobre el hombro y dijo sin pensarlo un instante: «Vamos, guapa, dígame francamente dónde le puedo encontrar», y ella confesó, sin saber cómo, el secreto que tan a menudo suscitaba sus conjeturas, aquel secreto que tanto la preocupaba: «Hotel Prinz Heinrich». Entonces él murmuró algo acerca de que era condiscípulo suyo, y se trataba de un asunto urgente, muy, muy urgente, algo acerca de resistencia, de armas; al marcharse, dejó un aroma a cigarro puro, que una hora más tarde el padre de Fähmel todavía husmeó con asombro.

— ¡Dios mío, Dios mío, qué tabaco éste, qué tabaco!—. El viejo olfateó a lo largo de las paredes, acercó la nariz al escritorio; se puso el sombrero, volvió a los pocos minutos con el encargado de la tienda de tabacos, en la que compraba desde hacía cincuenta años, y ambos se detuvieron un momento en el umbral para husmear, anduvieron de arriba a abajo de la oficina como perros excitados; el encargado se metió debajo del escritorio, donde, por lo visto, se había conservado toda una nube de humo de cigarro, se levantó, se sacudió las manos, sonrió con aire de triunfo y dijo:

—Sí, señor consejero, era un Partagás Eminentes.

—¿Y usted me los puede facilitar?

—Claro que sí, tengo en el almacén.

— ¡Ay de usted si el aroma no es el mismo que acabo de oler aquí!

El encargado de la tienda volvió a fruncir la nariz y dijo:

—Partagás Eminentes, me dejo cortar la cabeza, señor consejero. Cuatro marcos cada puro. ¿Cuántos quiere usted?

—Uno, querido Kolbe, uno. Cuatro marcos es lo que ganaba mi abuelo a la semana, y yo respeto a los muertos, tengo mi sentimentalidad, como usted sabe. Dios mío, este tabaco puede más que los veinte mil cigarrillos que mi hijo ha fumado aquí.

Leonore consideró un gran honor que se fumara el cigarro en su presencia; el anciano se arrellanó en el sillón de su hijo, que resultaba demasiado grande para él, y ella le metió un almohadón detrás de la espalda y le estuvo escuchando mientras se dedicaba a la más intachable de todas las ocupaciones: el franqueo. Despacio, pasar por encima de la esponjita un Heuss verde, rojo o azul, pegarlo con cuidado en el ángulo superior derecho de los sobres que se dirigirían a Schilgenauel, Gludum y Blessenfeld. Con precisión, mientras el viejo se abandonaba a un placer que parecía haber estado buscando en vano durante cincuenta años.

—Dios mío —decía—, por fin sé lo que es un cigarro, hija mía. He tenido que esperar a que llegara el día de cumplir mis ochenta años... pero, déjelo, criatura, no se excite de ese modo, claro que hoy cumplo ochenta años... ¿De manera que no ha sido usted la que ha comprado las flores por encargo de mi hijo? Está bien, gracias, ya hablaremos más tarde de mi cumpleaños, ¿verdad? La invito a la fiesta de esta noche en el café Kroner... pero dígame, querida Leonor, ¿por qué en los cincuenta años, dicho más exactamente son cincuenta y uno que llevo comprando en esta casa, jamás me habían ofrecido un cigarro como éste? ¿Acaso soy avaro? Nunca lo he sido, usted lo sabe. Cuando era joven, fumaba mis cigarros de diez pfennig, cuando tuve un poco más de dinero los fumé de veinte y luego de sesenta durante muchos años. Dígame, hija mía, ¿qué clase de gentes son esas que andan por la calle con un puro de cuatro marcos en la boca, y entran y salen de una oficina, como si se tratara de un cigarrillo de una perra gorda? ¿Qué clase de gentes son esas que entre el desayuno y el almuerzo consumen tres veces el semanal de mi abuelo, y van dejando por ahí un aroma que quita el aliento a un pobre viejo como yo y le hace andar olfateando como un perro por la oficina de su hijo? ¿Cómo? ¿Compañero de escuela de Robert? ¿Consejero de Estado, director, subsecretario o quizás ministro? Seguro que le conocería. ¿Resistencia? ¿Armas?

Y de pronto un destello en sus ojos como si se hubiese abierto una ventanilla: el anciano se sintió transportado al segundo decenio de su vida, al tercero o al sexto, se encontró enterrando uno de sus hijos. ¿Cuál? ¿Johanna o Heinrich? ¿Sobre qué ataúd blanco echó puñados de tierra, sembró flores? Las lágrimas que asomaron a sus ojos, ¿eran las lágrimas del año 1909, en que enterró a Johanna, del año 1917, en que dio sepultura a Heinrich, o eran las del año 1942, en que recibió la noticia de la muerte de Otto? ¿Lloraba a la puerta del manicomio, donde había desaparecido su esposa? Lágrimas, mientras el cigarro se esfumaba en suaves torbellinos, que procedían del año 1902; el viejo Fähmel enterraba a su hermana Charlotte, para quien había ahorrado doblón sobre doblón para que lo pasara mejor; el ataúd se deslizaba chirriando sobre las sogas, mientras los niños de la escuela cantaban «Torres, ¿a dónde ha huido la golondrina?»; agudas voces infantiles penetraban en aquella oficina impecablemente organizada, y el oído del anciano las percibía a medio siglo de distancia; sólo aquella mañana de octubre del año 1902 era real. Niebla sobre el Bajo Rin, nubes de vaho dibujaban cintas sobre los campos de remolacha, por los vergeles de árboles frutales graznaban las cornejas como matracas de semana santa, mientras Leonore pasaba un Heuss encarnado por encima de la esponjita mojada. Treinta años antes de que ella naciera, unos niños campesinos cantaban: «Torres, ¿a dónde ha huido la golondrina?» Un Heuss verde por encima de la esponjita. Cuidado, las cartas a Hochbret llevaban franqueo de interior.

Cuando le sucedía eso, el anciano parecía ciego; Leonore hubiera querido ir rápidamente a la tienda de flores para comprarle un hermoso ramo, pero tenía miedo a dejarlo solo; el viejo Fähmel tendió las manos, ella le acercó cuidadosamente el cenicero, y él tomó el cigarro, se lo metió en la boca, miró a Leonore y dijo en voz baja:

—No vayas a creer que estoy loco, hija mía.

Leonore le apreciaba; solía ir regularmente a la oficina y se la llevaba para que, en sus tardes libres, se compadeciera de los libros guardados con tan poco esmero, al otro lado de la calle, arriba, encima de la imprenta, donde el anciano vivía en el «estudio de su juventud»; allí conservaba documentos revisados por inspectores fiscales, cuyas tumbas anónimas ya hacía tiempo que estaban en ruinas, desde antes de que ella aprendiera a escribir; resguardos ingleses de depósitos de libras esterlinas, cantidades en dólares, valores de propiedad de plantaciones en El Salvador; allá arriba removía balances polvorientos, descifraba estados manuscritos de cuentas bancarias que ya hacía tiempo que habían sido liquidadas, leía testamentos en los que el anciano disponía legados para hijos a los que sobrevivía desde hacía cuarenta años. «Lego a mi hijo Heinrich el usufructo de las dos fincas Stehlingers Grotte y Görlingers Stuhl, porque he observado en él aquella serenidad y aquella alegría en el crecimiento de las cosas que me parecen ser las condiciones previas indispensables para la vida de un campesino...»

—Aquí —exclamó el anciano blandiendo el cigarro en el aire—, aquí dicté mi testamento a mi suegro, la tarde antes de marcharme a la guerra; se lo dicté mientras el muchacho dormía arriba; a la mañana siguiente me acompañó a la estación, me besó la mejilla —boca de un niño de siete años—, pero nadie, Leonore, nadie aceptó jamás mis regalos, todos volvieron a mis manos: fincas y cuentas en el banco, rentas e intereses de alquileres. Yo no pude regalar nunca nada, sólo mi esposa lo supo hacer, y sus regalos fueron aceptados, y cuando, por la noche, estaba a su lado, a menudo la oía murmurar largo y tendido, suave como el agua fluía de su boca, horas y horas: ¿para qué, para qué, para qué...?

El anciano volvía a llorar, esta vez vestido de uniforme, capitán de la reserva, consejero secreto de estado, Heinrich Fähmel, con permiso especial para ir a enterrar a su hijo de siete años; la tumba de los Kilb se apoderaba del ataúd blanco; muros oscuros, y húmedos; y resplandecientes como los rayos del sol las cifras doradas que indicaban la fecha de la muerte: 1917. Robert, vestido de terciopelo negro, esperaba allá fuera en el coche...

Leonore dejó caer el sello, esta vez de color violeta; no se atrevía a franquear la carta para Schrit; los caballos, a la puerta del cementerio, resoplaban impacientes, mientras a Robert Fähmel, que sólo tenía dos años, le dejaban sostener las riendas: cuero negro, quebradizo en los bordes, y el resplandeciente oro de las cifras 1917 brillaba más que los rayos del sol...

—¿Qué hace, en qué se ocupa, mi hijo, el único que me queda, Leonore? ¿Qué hace por la mañana de nueve y media a once en el Prinz Heinrich? Le permitieron que mirara cómo ponían la cebadera a los caballos. ¿Qué hace? Dígamelo, Leonore.

Tímidamente recogió el sello violeta y dijo en voz baja:

No sé lo que hace allí, de verdad no lo sé.

El anciano se metió el cigarro en la boca y se retrepó sonriente en el sillón, como si nada hubiese ocurrido.

—¿Qué le parecería si la contratara en firme todas las tardes? Le pasaré a recoger; comeremos juntos y de dos a cuatro, o hasta las cinco, si quiere, me ayudará a mí a poner orden allá arriba. ¿Qué le parece, hija mía?

Leonore inclinó la cabeza y dijo: «Sí». Todavía no se atrevía a pasar el Heuss violeta por encima de la esponjita, a pegarlo en el sobre dirigido a Schrit: un empleado de correos sacaría la carta del buzón, la máquina estampillaría: 6 de septiembre de 1958, 13 horas. El anciano estaba sentado allí, volvía a estar al final de su octavo decenio, al principio del noveno.

—Sí, sí —dijo Leonore.

—¿Puedo considerarla contratada, pues?

—Sí, señor.

Leonore contempló aquella cara flaca, en la que en vano había buscado durante años algún parecido con la del hijo; sólo la cortesía parecía ser un rasgo familiar común a los Fähmel; en el anciano, era más rebuscada, florida, era cortesía a la antigua usanza, casi señorío, no matemática cortés como en el hijo, que cultivaba la sequedad y sólo en el brillo de sus ojos grises dejaba sospechar que hubiera sido capaz de afabilidades menos secas. El anciano utilizaba verdaderamente su pañuelo, mascaba su cigarro, le hacía a veces algún cumplido acerca de su peinado, de su tez; su traje, por lo menos, revelaba huellas de desgaste, la corbata siempre estaba anudada algo torcida, llevaba manchas de tinta china en los dedos, migas de goma de borrar en las solapas, lápices duros y blandos en el bolsillo de la chaqueta y, a veces, tomaba una hoja de papel del escritorio de su hijo y esbozaba rápidamente un ángel, un cordero de Dios, un árbol, el retrato de un conciudadano que pasaba en aquel momento por la calle. A veces, incluso le daba dinero para que fuera a buscar pasteles, le pedía que hiciera una segunda taza de café y la hacía feliz porque, por fin, podía enchufar el hornillo eléctrico para alguien que no fuera ella misma. Aquello era vida de oficina tal como ella estaba acostumbrada a vivirla: hacer café, comprar pasteles y oír contar algo verdaderamente consecuente: de las vidas que habían transcurrido allá detrás, en el otro cuerpo de edificio, de la gente que había muerto allí. Durante siglos, los Kilb habían buscado allí atrás vicios y luz, pecados y salvación, habían sido chambelanes del imperio, notarios, burgomaestres y canónigos; allí atrás se conservaba todavía algo de las austeras oraciones de los últimos prelados, de los turbios deseos de solteronas Kilb, de las penitencias de fervorosos jóvenes, en aquella oscura casa de atrás, donde ahora, en las tardes tranquilas, una muchacha pálida y de cabello oscuro hacía sus deberes escolares mientras aguardaba a su padre. ¿Quién sabe?, tal vez estaba él también en casa por la tarde. Doscientas diez botellas de vino vaciadas entre principios de mayo y principios de septiembre. ¿Se las bebía solo, con su hija o con fantasmas? ¿Acaso con ese Schrella que jamás había preguntado por él? Todo eso era irreal, menos real que el cabello rubio ceniza de la joven escribiente que, cincuenta años atrás, había estado sentada en ese mismo sitio y había guardado secretos notariales.

—Sí, se sentaba aquí, querida Leonore, exactamente en el mismo sitio en que está sentada usted ahora, se llamaba Josephine.

¿Acaso le había hecho también cumplidos acerca de su peinado, de su tez?

El anciano señaló sonriendo el lema que colgaba sobre el escritorio de su hijo, único superviviente de tiempos pasados, pintado en caracteres blancos sobre caoba: Llena está su diestra de dones. Lema de la incorruptibilidad, tanto de los Kilb como de los Fähmel.

—Ninguno de mis dos cuñados, los dos últimos varones de la familia, tuvo afición al Derecho; el uno se sintió atraído por los ulanos, el otro por la ociosidad, pero los dos, el ulano y el ocioso cayeron el mismo día, en el mismo regimiento, en el mismo ataque, junto a Erby-la-Huette; los dos cargaron a caballo contra el fuego de las ametralladoras, borraron el nombre de Kilb, se llevaron consigo a la tumba, a la nada, junto a Erby-la-Huette, vicios tan virulentos como la escarlatina.

El anciano se sentía feliz cuando llevaba argamasa en las perneras del pantalón y le podía pedir que le limpiase aquellas huellas. A menudo llevaba gruesos rollos de dibujos debajo del brazo, de los cuales Leonore nunca podía saber si los había sacado sencillamente de su archivo o si respondían a verdaderos encargos. El viejo sorbió el café, lo elogió, le acercó el plato de los pasteles y dio otra chupada a su cigarro. Su rostro volvió a iluminarse devotamente.

—¿Condiscípulo de Robert? En realidad, tendría que conocerle. ¿Seguro que no se llamaba Schrella? ¿Está usted segura...? No, no, ése no fumaría jamás esos cigarros, ¡qué tontería! ¿Y usted le ha enviado al Prinz Heinrich? Ya verá qué escándalo, querida Leonore, habrá sermón. No le gusta que le interrumpan las oraciones, a mi hijo Robert. Ya era así cuando niño: cariñoso, cortés, inteligente, correcto, pero si se pasaba de determinados límites, no perdonaba a nadie. No le hubiera importado cometer un asesinato. Siempre me dio un poco de miedo. ¿A usted también? Pero, hija mía, no le va a hacer nada por eso, sea razonable. Ande, vamos a comer, a celebrar un poco su nuevo empleo y mi cumpleaños. No haga tonterías. Si ya la ha reñido por teléfono, ya está liquidado. Lástima que no se acuerde del nombre. No tenía la menor idea de que siguiera tratándose con antiguos condiscípulos. Ande, vamos. Hoy es sábado, y a él no le importa que se marche más pronto. Yo me hago responsable de todo.

Dieron las doce en Sankt Severin. Leonore contó rápidamente los sobres, veintitrés, los recogió, dispuesta a no soltarlos. ¿Había estado verdaderamente sólo media hora con ella? Acababa de sonar la décima de las doce campanadas previstas.

—No, gracias —dijo—, no me pongo el abrigo y, por favor, no vayamos al Löwe.

Sólo media hora; las prensas ya habían cesado de trepidar, pero el jabalí continuaba sangrando.


2

Para el portero, aquel ademán se había convertido ya en ceremonia, casi en liturgia, había entrado a formar parte de su carne y de su sangre: todas las mañanas, a las nueve y media en punto, descolgar la llave del tablero, sentir el contacto de la mano seca y cuidada que recogía la llave; una mirada al rostro severo, pálido, con la cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz; luego, pensativo, con una tenue sonrisa, que sólo una mujer hubiera sido capaz de advertir, seguir con la mirada a Fähmel, que, sin hacer caso del ademán de invitación del chico del ascensor, emprendía la subida por la escalera, y, con la llave del salón de billar, iba golpeando suavemente los barrotes de latón de la barandilla: cinco, seis, siete, veces se oía sonar, como si fuera un xilófono de nota única. Medio minuto más tarde llegaba Hugo, el mayor de los botones, preguntaba: «¿Como siempre?», y el portero asentía con la cabeza, sabía que Hugo iría al restaurante, pediría un coñac doble y una jarra de agua y desaparecería hasta las once, arriba en el salón de billar.

El portero presentía un drama tras aquella costumbre de jugar al billar, por la mañana entre las nueve y media y las once, siempre en compañía del mismo botones; un drama o un vicio; contra el vicio había un remedio: discreción; ésta tenía un precio, una curva; discreción y dinero estaban en estrecha relación, como la abcisa y la ordenada; quien tomaba aquí una habitación, compraba conciencias discretas, ojos que veían sin ver, orejas que oían sin oír; contra el drama, en cambio, no había protección; el portero no podía poner a la puerta a todo presunto suicida, porque todos eran suicidas en potencia; llegaban tostados por el sol, con cara de artista de cine, siete maletas, sonreían al serles indicada la habitación, y en cuanto estaban estibadas las maletas y el botones se había marchado, se sacaban del bolsillo del abrigo la pistola cargada, con el seguro levantado de antemano, y se
pegaban un tiro en la cabeza; o llegaban escurridizas como si salieran de la tumba, con dientes de oro, cabellos de oro, zapatos de oro, sonrientes como calaveras, fantasmas que buscaban en vano el placer, encargaban un desayuno en la habitación para las diez y media, colgaban en el pomo exterior de la puerta un cartelito: «no estorbar, por favor», amontonaban, por dentro, todas sus maletas
contra la puerta, y se tragaban la cápsula de veneno. Y mucho antes de que las camareras asustadas dejaran caer las bandejas de los desayunos, se murmuraba por toda la casa: «En el número 12 hay una mujer muerta», se murmuraba ya por la noche, cuando los últimos clientes del bar se dirigían cautelosamente a sus habitaciones y se estremecían ante el silencio que había tras de la puerta de la habitación número 12; los había que sabían distinguir el silencio del sueño del silencio de la muerte. El drama: el portero lo presentía cada vez que veía a Hugo subir al salón de billar, un minuto después de las nueve y media, con el coñac doble y la jarra de agua.

A aquella hora le era difícil prescindir del botones: sobre la mesa de recepción se crispaban manos que pedían la cuenta, que recogían prospectos, y él descubría siempre que a aquella hora —pocos minutos después de las nueve y media— empezaba a estar descortés; como precisamente ahora, con aquella maestra, la octava o novena que preguntaba el camino de la necrópolis infantil romana; su tez colorada denotaba un origen campesino, y ni sus guantes ni su abrigo correspondía a los ingresos que cabía suponer disfrutaban los clientes del Prinz Heinrich. El portero se preguntaba cómo habría ido a perderse entre aquel rebaño de cabras alborotadas, ninguna de las cuales juzgaba necesario preguntar por el precio de la habitación; a menos que aquella mujer que ahora se mordía intimidada los guantes, hiciera el milagro alemán por el que Jochen había ofrecido un premio de diez marcos: «Doy diez marcos a quien me nombre a un alemán que haya preguntado el precio de algo.» No, ella tampoco le haría ganar el premio; haciendo un esfuerzo por dominarse, el portero le indicó amablemente el camino de la necrópolis infantil romana.

La mayoría reclamaban precisamente los servicios del botones que por una hora y media habría de permanecer en el salón de billar; todos querían que les llevara las maletas al vestíbulo, al autobús de la compañía de aviación, a la parada de taxis, a la estación; turistas malhumorados, que esperaban la cuenta en el hall, que hablaban de horarios de salida y de llegada de aviones, querían que Hugo les sirviera hielo para sus whiskys o les diera fuego para sus cigarrillos, que dejaban pender apagados de sus bocas para poner a prueba el estilo de Hugo; sólo Hugo podía esperar que le dieran las gracias con un cansino ademán, sólo cuando estaba Hugo sus rostros se contraían en misteriosos espasmos; rostros impacientes, cuyos propietarios apenas contenían su afán de llevar su mal humor a lejanos continentes, estaban a punto de salir para ir a comprobar lo bronceado de su tez en los espejos de algún hotel persa o de los Alpes bávaros; chillonas voces femeninas reclamaban objetos olvidados: ¡Hugo, mi anillo». «Hugo, mi bolso», «Hugo, mi lápiz de labios»; todas esperaban que Hugo corriera al ascensor y subiera silenciosamente a buscar en la habitación 19, la 32, o la 46, el anillo, el bolso o el lápiz de labios. Y llegaba la vieja solterona con su perrito, que acababa de lamer leche, de comer miel o de desperdiciar unos huevos al plato y necesitaba ser sacado a la calle a aliviar sus necesidades perrunas y renovar su decadente olfato en los postes de las paradas de venta ambulante, en los autos estacionados y en los tranvías parados; por lo visto, sólo Hugo sabía comprender la situación moral del perrito. Y la abuela Bleesiek, que todos los años venía a pasar cuatro semanas en el hotel, para visitar a sus hijos y a sus nietos cada vez más numerosos, no más llegaba y preguntaba ya por Hugo: «¿Todavía está aquí aquel muchachito con cara de monaguillo, tan delgaducho y pálido, aquel pelirrojo que tiene la mirada tan seria?» Hugo tenía que leerle el periódico local a la hora del desayuno, mientras ella lamía miel, bebía leche y no desperdiciaba los huevos al plato; la anciana parecía estar en la gloria cuando el muchacho pronunciaba nombres de calles que le eran familiares desde niña: accidente en el Ehrenfeldgürtel. Atraco en la Friesenstrasse. «Así tenía yo de largas las trenzas, cuando patinaba por allí —así de largas, hijo mío». La anciana era delicada, pero tenaz, quién sabe si atravesaba a vuelo el océano sólo para ver a Hugo: «¿Cómo? —decía desilusionada—. ¿Hugo no estará libre hasta después de las once?»

El chófer del autobús de la compañía de aviación, plantado en la puerta giratoria, levantaba la mano para avisar que era hora de salir, mientras, en la caja, estaba todavía calculando los precios de desayunos complicados; un individuo que había pedido medio huevo al plato devolvía indignado la cuenta porque se le facturaba uno entero, pero rechazaba más indignado aún la oferta del gerente, dispuesto a regalarle el medio huevo, y exigía una nueva cuenta en la que se le facturara sólo medio. «Insisto en que se me haga.» Era evidente que aquel individuo daba la vuelta al mundo únicamente para poder enseñar comprobantes de que se le habían facturado medios huevos al plato.

—Sí —decía el portero—, la primera calle a la izquierda, luego la segunda a la derecha después la tercera otra vez a la izquierda, y la señora verá el letrero indicador: «A la necrópolis infantil romana». Finalmente, el chófer del autobús podía reunir a sus pasajeros; por fin, todas las maestras parecían haber encontrado el buen camino, iodos los perritos gordos parecían haber sido llevados a mear. Pero el señor del 11 continuaba durmiendo y, en la puerta, colgaba el letrerito: «No estorbar, por favor». Un drama en la habitación número once o en el salón de billar; la ceremonia en medio del estúpido barullo de la salida del autobús: descolgar la llave del tablero, contacto con la mano, mirada al pálido rostro a la cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz, el «¿como siempre?» de Hugo, el gesto de asentimiento del otro: billar desde las nueve y media hasta las once. Pero el servicio de información interno del hotel todavía no había podido anunciar ningún drama ni ningún vicio: efectivamente, desde las nueve y media hasta las once, aquel caballero jugaba al billar, tomaba pequeños sorbos de coñac y sorbos de agua, fumaba, se hacía contar por Hugo la historia de su infancia, le contaba cosas de la suya propia, permitía incluso que las camareras o las mujeres de la limpieza, a su paso hacia el montacargas, se pararan en la puerta abierta, le contemplaran y él levantaba los ojos del juego y les sonreía. No, no. aquel hombre no hacía ningún mal.

Jochen salió cojeando del ascensor: llevaba una carta en la mano, que ahora levantó sacudiendo la cabeza. Jochen vivía arriba de todo, debajo del palomar, disfrutando de la compañía de sus emplumados amigos que le traían noticias de París, de Roma, de Varsovia y de Copenhague; Jochen, con su uniforme de fantasía, que figuraba algo así entre príncipe heredero y suboficial, era difícil de clasificar: un poco factótum y otro poco eminencia gris, todo el mundo confiaba en él y él trataba con confianza a todo el mundo; ni portero, ni camarero, ni gerente ni criado, sin embargo, sabía de todo, incluso de cocina; suya era la ingeniosa frase, pronunciada siempre que circulaban murmuraciones sobre la inmoralidad de algún huésped: «¿De qué nos serviría nuestra fama de discretos, si la moral se respetase, y de qué vale la discreción si no queda nada que deba ser tratado discretamente?». Un poco confesor, otro poco secretario particular, otro poco alcahuete. Jochen, con los dedos deformados por el reuma, abrió la carta sonriendo maliciosamente.

—Te habrías podido ahorrar los diez marcos; yo hubiera podido darte y de balde— mil veces más informaciones que ese farsante. «Agencia de información Argos. Acompañamos los informes solicitados acerca del doctor Robert Fähmel, arquitecto, residente en la Modestgasse, número 7. El doctor Fähmel tiene 42 años y es viudo, con dos hijos. El hijo: 22 años, arquitecto, reside fuera de aquí. La hija: 19, es estudiante. La fortuna del doctor Fähmel es considerable. Emparentado con los Kilb por el lado materno. Ningún informe desfavorable.» Jochen se rió entre dientes:

—Ningún informe desfavorable. Como si del chico Fähmel se hubiese sabido alguna vez algo desfavorable, ni se sabrá nunca. Es una de las pocas personas por las que pondría en cualquier momento la mano en el fuego, ¿me oyes?, esa mano tan vieja, tan estropeada y reumática. Con ése puedes dejar tranquilamente solo al chico, no es de esta calaña — y si lo fuera, no veo por qué no se le tendría que permitir lo que se permite a esos maricas de los ministros. Pero él no es de esa calaña; a los veinte años ya tuvo un crío con la hija de un compañero nuestro, quizás le recuerdes, aquel Schrella que trabajó un año aquí con nosotros. ¿No? A lo mejor todavía no estabas tú aquí. Yo sólo te digo una cosa y es que dejes al joven Fähmel que juegue tranquilamente a billar. Gran familia. Verdaderamente. A eso se llama raza. Yo conocí todavía a su abuela, a su abuelo, a su madre y a sus tíos; hace cincuenta años que ya jugaban aquí a billar. Los Kilb, eso todavía no lo sabes, vivían en la Modestgasse desde hace trescientos años. Ya no queda ninguno. Su madre está chiflada, perdió dos hermanos y se le murieron tres hijos. No lo pudo resistir. Pero era toda una señora. Una de aquellas que no hablan, ¿sabes? En su vida comió ni una miga de pan más de lo que le correspondía en el racionamiento, ni una alubia, ni se lo dio a sus hijos. Decían que estaba loca. Todo lo que le daban de más, lo regalaba: y hay que ver cuánto le enviaban: tenían fincas, y el abad de Sankt Anton, allá abajo en el valle del Kissa, le mandaba botes de mantequilla, jarras de miel, pan; pero ella jamás lo probó ni se lo dio a sus hijos o a sus nietos; tenían que comer el pan de serrín con mermelada pintada encima, mientras su madre lo regalaba todo; incluso repartía monedas de oro; yo la vi con mis propios ojos —sería allá por el año dieciséis o diecisiete—, la vi salir por la puerta de su casa con los panes y una jarra de miel. ¡Miel en 1917! ¿Te lo imaginas? Pero no tenéis memoria y no os podéis figurar lo que eso representaba: miel en 1917 y miel en el invierno del 41 o 42, y aquella mujer corriendo a la estación de mercancías, empeñada en irse con los judíos. Decían que estaba loca. La encerraron en un manicomio, pero yo no creo que esté loca. Esta clase de mujeres ya sólo las podrás encontrar en el museo, en algún cuadro antiguo. Por su hijo me dejaría cortar a pedazos y si no se le sirve divinamente, verás tú qué escándalo armaré yo aquí en esta casa, y aunque hubiera noventa y cinco viejas preguntando por Hugo, si él quiere que el chico esté con él, con él estará. ¡Agencia de información Argos! ¡Pagar diez marcos a esos idiotas! A lo mejor te atreves a decirme que no conoces a su padre, al viejo Fähmel. ¿No? Menos mal, te felicito; le conoces y no se te había ocurrido la idea de que podía ser el padre de ese que está arriba jugando al billar. Supongo que al viejo Fähmel le conocen hasta los niños. Llegó aquí hace cincuenta años, con un traje de su tío vuelto al revés y una o dos monedas de oro en el bolsillo... y ya jugaba a billar aquí, aquí, en el hotel Prinz Heinrich, cuando tú todavía no sabías lo que era un hotel. ¡A eso le llaman porteros! Deja en paz a ése de arriba. No tengas miedo, no hará ninguna tontería, ningún mal, lo más que le puede ocurrir es volverse tarumba, pero a la quieta. Era el mejor jugador de béisbol, el mejor corredor de los cien metros que hemos tenido nunca en la ciudad; era un muchacho íntegro y, si era necesario, duro; no podía soportar las injusticias, y si no puedes soportar las injusticias, pronto te ves enredado en política; empezó ya a los diecinueve años. Y le hubieran cortado la cabeza tan guapamente o le hubieran condenado a veinte años si no logra escapar. Sí, ya puedes mirarme cuanto quieras: se largó y se pasó tres o cuatro años en el extranjero; qué pasó exactamente no lo he sabido nunca; lo único que sé es que el viejo Schrella también estaba enredado en el asunto, así como la muchacha con la que tuvo luego el hijo; él volvió y no le hicieron nada; fue soldado de zapadores; todavía me parece que le veo, cuando venía de permiso con su uniforme con galones negros. No me mires con esa cara de estúpido. ¿Quieres saber si fue comunista alguna vez? No te lo puedo decir, pero aunque lo hubiera sido, ¿qué? Anda, vete a desayunar, ya me entenderé yo con esos vejestorios.

Drama o vicio; la cosa se mascaba en el aire; pero Jochen siempre había sido demasiado inocente, jamás había sospechado ningún suicidio ni había hecho caso a los huéspedes trastornados que detrás de las puertas cerradas de las habitaciones habían sabido distinguir el silencio de la muerte del silencio del sueño; por mucho que se las diera de listo y de baqueteado, aquel viejo seguía creyendo en los hombres.

—Bueno, como quieras —dijo el portero—, voy a desayunar. No dejes subir a nadie, eso es lo que recomienda por encima de todo. Toma —y dejó la tarjeta encamada sobre la mesa de recepción—: «Estoy en todo momento a disposición de mi madre, mi padre, mi hijo y el señor Schrella; no estoy para nadie más.»

—¿Schrella? —pensó Jochen alarmado—, ¿vive aún? Yo diría que le mataron... pero, a lo mejor, tenía un hijo...

Aquel aroma mataba todo lo que se había estado fumando en el hall durante los últimos quince días, aquel aroma le precedía a uno como un estandarte: ahí voy yo, el importante, el vencedor, el hombre a quien nadie resiste; metro ochenta y nueve, cabello gris, cuarenta y tantos años, traje de primerísima calidad, de hombre de gobierno; así no visten ni los comerciantes, ni los industriales, ni los artistas; aquello era elegancia de alto funcionario. Jochen lo olía, aquel hombre era un ministro, un diplomático, alguien cuya firma tenía fuerza de ley; aquel hombre atravesaba sin dificultad las puertas acolchadas, las puertas de acero, las puertas de hojalata de las salas de espera, con sus hombros de locomotora rompehielos se quitaba de delante todos los obstáculos, irradiaba cortesía amable, que todavía revelaba su reciente aprendizaje, dejaba pasar a la anciana, que en aquel momento volvía a tomar su asqueroso perrito de manos de Erich, el segundo botones, ayudaba incluso al esqueleto salido de la tumba a llegar hasta la baranda de la escalera.

—De nada, señora.

—Nettlinger.

—¿En qué puedo servirle, doctor?

—Necesito ver al doctor Fähmel. Urgentemente. En seguida. Asunto oficial.

Movimiento de cabeza, suave negativa, sin dejar de jugar con la tarjeta encarnada. Madre, padre, hija, Schrella. Ningún deseo de ver a Nettlinger.

—Pero yo sé que está aquí.

¿Nettlinger? ¿No había yo oído este nombre antes de ahora? Esta cara tendría que recordarme algo, algo que me había propuesto no olvidar. Este nombre ya lo había oído hace muchos años y me había dicho: fíjate bien, no lo olvides, pero ahora ya no sé lo que tenía que recordar. De todas maneras: cuidado. Seguramente te daría mareo si supieras todo lo que ha hecho este individuo, estarías vomitando sin poder parar hasta el fin de tus días si tuvieras que contemplar la película que le pasarán a éste el día del juicio final: la película de su vida; éste es de los que arrancan muelas de oro a los cadáveres, de los que trasquilan a los niños. ¿Drama o vicio? No, lo que flota en el aire es asesinato.

Y esta clase de gente no sabía nunca cuándo era oportuna una propina; sólo esto ya delataba su raza; ahora quizás hubiera sido el momento de un cigarro, pero no de una propina, y menos aún, elevada: el billete verde de veinte marcos que dejó sonriendo sobre la mesa de recepción. ¡Qué tonta es la gente! No conocen siquiera los principios más elementales del trato humano, ni siquiera las leyes más sencillas del trato con conserjes; como si en el Prinz Heinrich se vendiera un secreto; como si a un cliente que paga cuarenta o cincuenta marcas por una habitación se le vendiera por un billete verde; veinte marcos de un desconocido, cuya única presentación era un cigarro y la tela de su traje. Y a esa clase de individuos los hacían ministros o diplomáticos, sin conocer siquiera el abecé del arte más difícil de todos, el del soborno. Jochen meneó la cabeza entristecido, sin tocar el billete. Llena está su diestra de dones.

Increíble: al billete verde fue añadido otro azul, la oferta fue elevada a treinta marcos, una espesa nube de aroma Partagás Eminentes fue proyectada a la cara a Jochen.

Ya puedes ir soplando, ya puedes ir echándome a la cara tu humo de cigarro de cuatro marcos y dejar otro billete violeta. A Jochen no se le compra. No es para ti ni por tres mil; no he apreciado a mucha gente en mi vida, pero a ese muchacho le aprecio. Has tenido mala suerte, amigo de aspecto importante, de mano avezada a firmar, llegaste un minuto y medio tarde. Deberías adivinar que eso de los billetes de banco es lo menos adecuado para tratar conmigo. Tengo incluso un contrato en el bolsillo, firmado ante notario, que acredita que tengo el derecho de ocupar, mientras viva, mi habitacioncita en el tejado, que puedo criar mis palomas; puedo escoger lo que más me guste para desayunar y comer y me dan además ciento cincuenta marcos al mes, limpios, tres veces más de lo que necesito para fumar; tengo amigos en Copenhague, en París, Varsovia y Roma... y si tú supieras cómo se ayudan entre sí los criadores de palomas mensajeras..., pero tú no sabes nada, sólo crees saber que con dinero se puede alcanzar todo; esta clase de enseñanzas os las dais vosotros mimos. Y claro, hay conserjes de hotel que hacen cualquier cosa por dinero, venden a su propia abuela por un billete violeta de cincuenta marcos. Sólo hay una cosa que no puedo hacer, amigo mío, mi libertad tiene una sola excepción: mientras estoy de servicio de portería aquí abajo, no puedo fumar mi pipa, y esta excepción la lamento por primera vez hoy, porque si la tuviera, enfrentaría mi picadura negra con tu Partagás Eminentes. Hablando claro: puedes lamerme el culo doscientas mil veces si quieres pero no esperes que te venda a Fähmel. Éste jugará en paz al billar desde las nueve y media hasta las once, aunque yo sabría darle una ocupación mejor: por ejemplo, estar sentado en el ministerio en tu lugar. O hacer lo que hacía de joven: poner bombas, para calentar los fondillos de los pantalones a los cochinos como tú. Pero descuida, si quiere jugar al billar desde las nueve y media hasta las once, que lo haga, para eso estoy yo aquí, para cuidar que nadie le estorbe. Y ahora puedes guardarte los billetes en el bolsillo y dejar limpia la mesa, y si vuelves a añadir uno solo, no respondo de lo que puede pasar. Me he tragado toneladas de faltas de tacto, he soportado con paciencia un sinfín de actos de mal gusto, he inscrito adúlteros y maricas aquí en mi lista, he cerrado el paso a esposas furiosas y a maridos cornudos... y no creas que no me haya costado lo mío aprenderlo. Yo fui siempre un muchacho decente, era monaguillo como lo eras tú seguramente también y cantaba las canciones del padre Kolping y de San Aloisio, en el coro; cuando tenía veinte años ya hacía seis que trabajaba en esta casa. Y si todavía no he perdido la fe en la humanidad, se lo debo a un par de personas como el joven Fähmel y su madre. ¡Quita de ahí tu dinero, sácate el cigarro de la boca, inclínate ante un viejo como yo que ha visto más vicios de los que tú puedas soñar en tu vida, hazte abrir la puerta por el botones de allí atrás y desaparece!

—¿Lo he oído bien? ¿Quieres hablar con el director?

Se ha puesto encarnado y luego lívido de rabia.

¡Maldita sea!, ya he vuelto a pensar en voz alta y a lo mejor te he tuteado; eso sería molesto, sería una imperdonable equivocación; a la gente como usted no la tuteo.

¿Qué franquezas me permito? Soy un pobre viejo, de casi setenta años, y he pensado en voz alta; estoy un poco esclerótico, atontado y me acojo al párrafo cincuenta y uno, como quien dice la sopa boba.

¿Resistencia y armas? Esa me faltaba. El despacho del director está a la izquierda, por favor, la segunda puerta a la derecha, el libro de reclamaciones está encuadernado en tafilete. Y si se te ocurriera alguna vez pedir un par de huevos al plato y yo estuviera por casualidad en la cocina, si pasara la bandeja por mi lado, consideraría un honor para mí poder escupir personalmente en la fuente. Entonces recibirías mi declaración de amor al natural, mezclada con mantequilla fundida. De nada, señor.

—Ya se lo dije, señor; la dirección está por aquí a la izquierda, segunda puerta a la derecha. El libro de reclamaciones está encuadernado en tafilete. ¿Desea el señor que le anuncie? A sus órdenes. Telefonista. Haga el favor de ponerme con el señor director. Señor director, un caballero... ¿Cómo dice que se llama? Nettlinger, perdone, el doctor Nettlinger desea hablar urgentemente con usted. ¿A propósito de qué? Una reclamación contra mí. Sí, gracias. El señor director le espera. Ya lo creo, señora, esta noche fuegos artificiales y desfile, la primera calle a la izquierda, luego la segunda a la derecha, otra vez la tercera a la izquierda y verá el cartel: A la necrópolis infantil romana. No hay de qué, señora. Gracias. Un marco no hay que despreciarlo, viniendo de una mano de maestra tan honrada. Sí, fíjate, como acepto sonriendo la pequeña propina y rehúso la grande. Las necrópolis infantiles romanas son una cosa clara. Aquí no se derrocha el óbolo de la viuda. Y las propinas son el alma de la profesión.

—Sí, por allí, eso es.

Antes de que bajen del taxi ya sé si son adúlteros. Los huelo desde lejos, conozco los más despreocupados de todos los gestos despreocupados posibles. Hay los tímidos, se les ve tan claramente que le entran a uno ganas de decirles: no hay para tanto, hijos míos, a otros les ha pasado lo mismo; hace cincuenta años que estoy en el oficio y os ahorraré lo más desagradable. Cincuenta y nueve marcos con ochenta pfennig, incluida la propina, por una habitación doble; a cambio de eso podéis exigir un poco de comprensión, y aunque la pasión os atormente demasiado, no empecéis, por favor, en el ascensor. En el hotel Prinz Heinrich se hace el amor detrás de puertas dobles... No estén tan intimidados, los señores, no tengan tanto miedo; ¡si supierais cuántos han liquidado sus necesidades sexuales en estas habitaciones, santificadas por sus altos precios! Los hubo piadosos y descreídos, malos y buenos. Una habitación doble con baño, una botella de champán servida en la habitación. Cigarrillos. Desayuno a las diez y media. Está bien. ¿Quiere usted firmar aquí, por favor, caballero? No, aquí no... y espero que no seas tan necio que firmes con tu nombre auténtico. Estas listas van a la policía, se archivan selladas, son documento y tienen valor de testimonio. No te fíes de la discreción de los burócratas, hijo mío; cuantos más hay, más comida necesitan. A lo mejor fuiste también alguna vez comunista, entonces ándate doblemente con cuidado. Yo también lo fui, y católico, además. Eso son cosas que no se van con la colada. Todavía hay gente que no permito que nadie toque, y quien delante de mí diga alguna burrada sobre la Virgen María, o se burle del padre Kolping, verá lo que le ocurre. Botones, habitación 42. El ascensor está allí, señor.

Estos son precisamente los que yo esperaba, son los adúlteros descarados, que no tienen nada que esconder, que se disponen a demostrar a todo el mundo lo libres que son. Pero si no tenéis nada que esconder, ¿por qué ponéis esa cara tan arrogante y hacéis alarde de no tener nada que esconder? Si verdaderamente no tenéis nada que ocultar, no hay por qué ocultarlo. ¿Quiere usted firmar aquí, por favor, caballero? No, aquí no... La verdad, con esa majadera no quisiera yo tener nada que ocultar. No, con esa sí que no. Con el amor ocurre lo mismo que con las propinas. Pura cuestión de instinto. Eso se le ve ya en la cara a una mujer, si vale la pena de tener algo que esconder con ella. Con ésta te digo que no la vale, puedes creerme, muchacho. Los sesenta marcos de la habitación, más el champán y la propina y el desayuno y todo lo que tendrás que regalarle aún: no vale la pena. Mejor te valdría una muchacha de la calle, una puta decente, que supiera bien su oficio, y que por lo menos te daría por lo que pagas. Botones, la habitación 43 para los señores. ¡Dios mío, y qué estúpida es la gente!

—Sí, señor director, voy en seguida, sí, señor director.

Claro que la gente como tú parecen hechos ex profeso para director del hotel; eso es como las mujeres que se hacer extirpar ciertos órganos; ya no hay más problemas, pero ¿qué sería el amor sin problemas? Y cuando uno se hace extirpar la conciencia, ya no puede ser ni siquiera cínico. Un hombre sin penas, ya no es un hombre. A ti te enseña de botones, estuviste cuatro años bajo mi férula, luego fuiste a conocer mundo, estudiaste en escuelas, aprendiste idiomas, asististe, en casinos de oficiales aliados y no aliados, a las bromas bárbaras de vencedores y vencidos borrachos, luego volviste aquí, y tu primera pregunta cuando llegaste reluciente, gordo y sin conciencia fue: «¿Todavía está aquí el viejo Jochen?». Pues sí, muchacho, todavía estoy aquí.

—Kuhlgamme, ha ofendido usted a este caballero.

No fue mi intención, señor director, y, en realidad, no fue una ofensa. Yo le podría nombrar a centenares de personas que considerarían un honor el hecho de que yo les tuteara.

El colmo de la desfachatez. Era increíble.

Se me ha escapado, sencillamente, doctor Nettlinger. Soy un viejo y hasta cierto punto estoy acogido a los beneficios del párrafo cincuenta y uno.

El señor exige una reparación...

¡Ahora mismo! Si usted me lo permite, le diré que no considero un honor ser tuteado por un portero de hotel.

—Pida perdón al señor.

—Pido perdón al señor.

—No en ese tono.

—¿En qué tono quiere que lo pida? Pido perdón al señor, pido perdón al señor, pido perdón al señor. Estos son los tres tonos de que dispongo: por favor, elija usted el que más le guste. Ve usted, a mí no me importa una humillación más o menos. Soy capaz de arrodillarme en esta alfombra, de golpearme el pecho, con lo viejo que soy. Aunque en realidad a mí también se me debe una reparación: intento de soborno, señor director. El honor de nuestra distinguida casa ha estado en peligro. ¿Un secreto profesional por treinta cochinos marcos? Me siento herido en mi honor y en el honor de esta casa, a la que hace más de cincuenta años que sirvo, exactamente, cincuenta y seis años.

—Basta ya, por favor, con esa escena deplorable y ridícula.

—Acompañe usted inmediatamente al señor al salón de billar, Kuhlgamme.

—No.

—Usted acompañará al señor al salón de billar.

—No.

—Sentiría mucho, Kuhlgamme, después de los años que lleva usted trabajando en esta casa, tener que prescindir de usted por negarse a cumplir una orden tan sencilla.

—En esta casa, señor director, ni una sola vez ha dejado de tenerse en cuenta el deseo de un cliente de que no se le molestara, excepto, claro está, en los casos de fuerza mayor: Policía secreta. Entonces no teníamos más remedio.

—Considere mi caso como un caso de fuerza mayor.

—¿Viene usted en nombre de la policía secreta del estado?

—No tolero esta clase de preguntas.

—Kuhlgamme, acompañe inmediatamente al señor al salón de billar.

—¿Quiere ser usted el primero, señor director, que manche el pabellón de la discreción?

—Entonces le acompañaré yo mismo al salón de billar, doctor.

—Antes pasará sobre mi cadáver, señor director.

Hay que haberse dejado sobornar tantas veces como yo, hay que ser tan viejo como yo para saber que hay cosas que no se compran; el vicio deja de ser vicio si no existe la virtud y tú no puedes saber qué es la virtud si ignoras que incluso hay rameras que no aceptan a ciertos clientes. Pero yo debería saberlo, que eres un cochino. Semanas enteras estuviste ensayando conmigo, arriba en mi cuarto, cómo hay que aceptar una propina con discreción, con piezas de cobre, con marcos de plata y con billetes de banco; eso hay que saberlo hacer: aceptar dinero con discreción, porque las propinas son el alma del oficio. Yo te lo hacía ensayar, fue un trabajo de perros, metértelo en la cabeza, y además quisiste engañarme, quisiste hacerme creer que sólo habíamos ensayado con tres monedas de un marco cuando en realidad eran cuatro: quisiste estafarme. Siempre fuiste un cochino, jamás supiste que hay algo que se llama: «esto no se hace», y ahora vuelves a hacer algo que no se hace. Entretanto has aprendido a aceptar propinas y seguro que esta vez no han sido treinta piezas de plata.

—Vuelva a la mesa de recepción, Kuhlgamme; yo me encargo de este asunto. Apártese, se lo advierto.

Sólo por encima de mi cadáver y eso que son ya las once menos diez, y dentro de diez minutos bajará la escalera. Si hubieseis reflexionado un poco, nos habríamos ahorrado toda esta comedia, pero ni que sea por diez millones: sólo por encima de mi cadáver. No sabéis lo que es el honor, porque tampoco sabéis lo que es el deshonor. Aquí me tenéis, factótum del hotel, bregado en toda clase de sobornos, conocedor del vicio en todas sus variedades. Pero sólo por encima de mi cadáver podéis penetrar en el salón de billar.

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