Tres Cuentos de Fedosy Santaella

CON EL SUDOR DE LA FRENTE

—Bienvenidos amigos televidentes al Remolino de la Suerte de la Lotería del Momo -grita el gran César Gondales, señalando un cubículo de vidrio en cuyo piso reposa una montaña de billetes de monopolio.

César Gondales siempre grita, porque es muy buena gente, todo corazón, una especie de Lama de la alegría, y hoy domingo, a las once de la mañana, es el compañero y benefactor de don Mansueto y su hijo Grey, quienes se encuentran parados frente a las cámaras de televisión, en medio del estudio, emocionados, contentos, pero sin saber qué hacer con sus caras de párvulos regañados y sus cuerpos tiesos como extremidad de perro muerto.

—Ustedes ya conocen cómo funciona el Remolino —grita otra vez el Amigo del Pueblo, que así lo llama el locutor en voice over que siempre lo anuncia con entusiasmo antes de empezar el programa.

Don Mansueto y Grey mueven la cabeza afirmativamente y no saben si deben abrir la boca para decir algo o qué cosa. César Gondales mira a la cámara con gran sonrisa de payaso cómplice, como si el nerviosismo de ambos interfectos se le antojara simpático de exponer ante su público. Pasados unos segundos, quizá ponderando que ya los espectadores disfrutaron bastante, el Amigo del Pueblo continúa:

—Pero aunque ustedes ya saben, igual se lo vamos a explicar, porque hoy es un día especial. Hoy, el joven y fuerte Grey que ven aquí parado va a entrar en el Remolino en representación de don Mansueto, su honorable padre y además sortario ganador de esta semana, quien lamentablemente no puede participar en el divertidísimo juego debido a su avanzada edad. Así que Grey va a entrar al cubículo por don Mansuelo. Apenas la puerta se cierre, una brisa muy fuerte soplará adentro y nuestro hermano Grey intentará agarrar todos los billetes que pueda con el fin de pasarlos por esta pequeña ranura que ven aquí.

La sonriente modelo del programa (a la que Grey no deja de verle el escote tras el cual se atrincheran par de razones inverosímiles) mueve la mano de su cintura de concurso de belleza a la ranurita referida por el animador.

—Para esto tienes un tiempo de treinta maravillosos segundos, mi estimadísimo Grey -termina de explicar el Amigo del Pueblo, para luego vociferar más fuerte que nunca-: ¡Así que sin más preámbulos, véngase por acá!

César Gondales llega saltarín hasta el cubículo y Grey se va tras sus pasos.

—¡Bueno, padentro, hermano!

Grey obedece y la modelo cierra la puerta al tiempo que le lanza al muchacho promesas de ensueño desde su escote magnánimo. Y César Gondales está ahora junto a don Mansueto.

—Don Mansueto, amigo, deséele suerte a su hijo.

—Suerte, hijo —musita don Mansueto con voz acorralada.

30 segundos y el viento ya sopla dentro de la máquina. Grey agarra muchos billetes, tantos que no caben por la ranurita. 28 segundos y la modelo, que también anima, le grita a Grey que recoja menos, menos billetes, que tantos no van pasar. 26 segundos y el Amigo del Pueblo también grita, grita en la oreja de don Mansueto, que mueve los brazos en un gesto de aupar a su hijo, tal como le indicara el productor del programa. 24 segundos y Grey aún aplasta billetes contra la ranura aglomerada. 22 segundos y ya la modelo no insiste y se mira una uña. 20 segundos y César Gondales se toma un vaso de agua fuera de la cámara. 18 segundos y don Mansueto, con cara de jamelgo resignado piensa: Ese gran carajo nunca servirá para nada. 16 segundos y ahora Grey escoge los billetes más gordos. 14 segundos y César Gondales grita: “No pierdas tiempo en eso, hermano, agarra lo que sea, lo que sea”. 12 segundos y la modelo mira al morenito con sincera lástima y piensa llena de compasión hacia el prójimo: Negro, pobre y bruto... está jodido. 10 segundos y el público comienza la cuenta regresiva bajo el mandato del productor. 8 segundos y Grey está desesperado, quiere abrir la puerta, salir corriendo hasta su pueblo sin mirar atrás, llegar a la esquina de siempre y pedir una cerveza que le haga olvidar. 6 segundos y el público cuenta, Cesar Gondales cuenta, don Mansueto cuenta bajito. 5, 4, 3, 2, 1... Suena el silbato, acaba la brisa.

César Gondales se acerca hasta el cubículo para recibir la cajita de plástico transparente con los pocos billetes recogidos. Dando zancadas sigue hasta la mesa de los jueces de la Lotería del Momo.

Mientras tanto, la modelo abre la puerta. Sonriente y con el escote siempre a punto de partirse en dos, la modelo le ofrece su mano a Grey. Ya juntos, caminan hasta la mesa del jurado, donde se encuentra César Gondales y don Mansueto. La modelo ubica a Grey junto al ensombrecido padre, que está que le da un par de pescozadas al muchacho. Pero el productor empieza a hacerles señas para que sonrían (con los dedos índices se estira la comisura de los labios y muestra sus enormes dientes de vampiro a sueldo). Grey y don Mansueto no terminan de entender; César Gondales se da cuenta y sale en ayuda del productor.

—Vamos, muchachos, sonrían -grita con los ojos filosos de alegría mediática-. Yo sé que están un poco nerviosos, pero eso no les puede quitar la felicidad de sus caras.

El productor sonríe complacido, enseña el dedo pulgar en gesto de aprobación y dando un gran suspiro de ternura, cruza los brazos sobre su pecho, como abrazándose.

—Así es, muchachos —vuelve a gritar el Amigo de la Humanidad—, todo el país quiere ver sus hermosas sonrisas, y también los quiere ver abrazados, como padre e hijo que se aman, que se adoran. Todo el país quiere ver amor, amor de familia.

Padre e hijo, algo cortados y más tensos que un cable de alta tensión, hacen amago de obedecer el mandato supremo. César Gondales, que sabe que sólo falta un empujón, exhibe la carátula número 325 de sorpresa y fraternidad y grita todavía más alto:

—¡Miren qué lindo, hijo y padre a punto de abrazarse!

En la pantalla de los televisores de todo el país se unen en un abrazo don Mansueto y Grey, famosos, héroes, excelsos compatriotas en los cinco minutos que amablemente les han regalado la Lotería del Momo, César Gondales, el productor, la modelo pechugona, el Estado, el canal de televisión y su buena suerte.

—¡Hermoso, realmente hermoso! Estoy conmovido, hermano. Nada más bello, nada más aleccionador que este momento. ¡Así debe ser el amor que nos debemos profesar! ¡Un amor de abrazo, de felicidad, de cariño! ¡Así debe ser el amor entre padres e hijos!

César Gondales se acerca a la conmovida pareja con el micrófono apuntando la boca en puchero del padre.

—Díganos algo, don Mansueto, díganos algo...

Pero el señor no dice nada, porque las lágrimas no lo dejan, porque siente que todos en el estudio lo aman, porque éste es el día más feliz de su vida. Lleno de emoción, el siempre bueno de don Mansueto opta por dejarse llevar por el maremoto de sus sentimientos y, sin pensarlo dos veces, le da un abrazo a Cesar Gondales. Y Grey, llevado por el mismo arrebato de emoción, y por si acaso la modelo abultada se enamora de su sensibilidad de muchacho del interior, también va a dar con sus lágrimas y sus viscosidades nasales sobre los hombros de fina tela del gran César Gondales, quien, dicho sea de paso, tampoco puede controlarse, porque hay cosas que no se pueden evitar, mi hermano.

Lo grita, César Gondales lo grita, como siempre ha gritado a la memoria imborrable del video:

—¡Qué asco, suéltenme, monos sudados, salgan pallá…!

El público exhala un gigantesco signo de admiración, el productor brinca por todas partes y la cámara gira con violencia hacia la boca abierta de la modelo, pero ella, estupefacta, no sabe tomar las riendas del programa.

Entonces todas las pantallas que en aquel país sintonizan aquel canal se van a negro, y en dos segundos aparecen unas piernas largas y entaconadas que bailan y pasan coleto paquí y pallá con Leviatán, olor a limpio, con Leviatán, bailen todos con Leviatán.

En el estudio, don Mansueto y su hijo Grey observan cómo tres hombres de seguridad se llevan a César Gondales, quien le grita al productor:

—¿Qué querías que hiciera? ¡Me abrazaron y estaban sudados, llenos de mocos, y además olían a mono! ¡A mooooono!

El productor camina junto a Gondales y le va diciendo que se calme, que todo se va a arreglar, pero el Amigo del Pueblo no para de gritar:

—¿Se arreglará? ¿Se arreglará? ¡Me jodí, hermano, me jodí, por culpa de esos carajos me jodí!

El productor, haciendo un gesto de hastío, se devuelve, dice algo por radio, dice algo por el micrófono de sus audífonos, le da una orden a unos hombres en braga y entonces llama a la modelo. Hablan un rato y al final ella da un largo suspiro. Ambos caminan hasta donde se encuentran don Mansueto y Grey.

La modelito, de nuevo sonriente y con su escote inverosímil más inverosímil que nunca, les dice que disculpen la molestia, que ya les van a dar su cheque, párense por aquí, en el centro del escenario y esperen la señal del productor, dentro de poco estaremos otra vez al aire, y no se preocupen, porque con César Gondales o sin él les vamos a dar sus reales, porque al fin y al cabo ustedes se lo ganaron con su suerte y con el sudor de su frente, ese sudor del que tienen que estar tan orgullosos...


LOMO DE COCODRILLO VIEJO

Cierta vez conversaba con un amigo y le pregunté si conocía la historia de su padre.

-Claro que la conozco.

-¿La historia de su niñez, de su juventud…? ¿Toda esa historia antes de que nacieras?

-Pues un poco… no mucho -me respondió. Entonces me miró extrañado y dijo entristecido-: Ahora que lo dices, la verdad que no sé nada de su vida pasada.

Mi amigo se sintió mal. Su papá ya había muerto y su mamá estaba muy anciana, y no sabía de nadie que pudiera contarle esa historia.

Entonces me di cuenta de lo importante que es conocer la historia de tu papá, de tu mamá o de los dos, y de lo espléndido que fue mi padre el día que me llevó a su sofá, me sentó a su lado y me pasó el brazo por la espalda.

-Hijo, toda mi vida se puede resumir en las plantas de mis pies -dijo y luego alzó una de sus piernas sobre el muslo de la otra y me mostró la planta de sus pies.

Ese día, mi papá me contó su primera historia:

-Sí, yo tenía la planta de los pies tan duras como lomo de cocodrilo viejo. Lo descubrí hace muchísimos años, en un cayo de Morrocoy. El recuerdo es tan claro como aquel sábado estallado de luz, azul y ámbar transparente. Ahí estoy, empujando la lancha del papá de Tito, caminando descalzo sobre erizos y corales filosos. Luego, de vuelta al bote, están Tito y Enzo con los pies adoloridos, arrancándose las púas y echando agua sobre las inagotables tiritas de sangre. Y otra vez yo, mirándome los pies ilesos, sin moretones, sin un rasguño.

El lunes siguiente, sentados en las gradas de la cancha múltiple del colegio, me quité los zapatos y las medias y le pedí a Enzo que me clavara un lápiz en la planta del pie… Claro, había pasado el resto del sábado y todo el domingo clavándome en este cuero curtido, agujas, cuchillos y cualquier instrumento filoso que tuve a mano probando. Enzo, reacio ante tan insólito pedido, me hizo una débil punzada. Pero yo le quité el lápiz de un manotazo y procedí a clavarlo con todas mis fuerzas. Mis amigos se estremecieron y apartaron la mirada. Me eché a reír y ellos voltearon: la planta de mi pie seguía intacta, y la punta del lápiz, rota.

Se corrió la voz del prodigio y comencé a hacerme famoso. Podías verme en la discoteca del club, en las reuniones exclusivas de las niñas más lindas, en la playa montado en el Jeep de Pepe o en el Volkswagen de Cárdenas, el profesor de biología. Eso sí, cada vez que mis nuevos amigos lo requerían, me dejaba apagar cigarrillos o clavar instrumentos punzantes en las plantas de los pies. ¡Claro, si no me dolía!

Mis antiguos amigos pasaron a convertirse en un mal sueño. Los veía por los pasillos, sonrientes, intentando que alguien los invitara a alguna fiesta, y me decía: “¡Pensar que yo fui así!”

Un año después me gradué de bachiller y me mudé a Caracas a realizar mis estudios. Allí, querido hijo, pasé de una carrera a otra sin tener idea de nada. La fiesta era interminable, y yo el rey indiscutible. A Tito y a Enzo, que también se habían ido a estudiar a la capital, los vi varias veces por casualidad.

Cierta vez me encontré con Enzo y su novia en un café. Les lancé un hola distante y ni siquiera les tendí la mano. La muchacha, distraída o ignorante de mi rechazo, dijo que desde hacía tiempo quería conocerme, porque Enzo siempre hablaba maravillas de mí. No abrí la boca ni para dar las gracias. Enzo dijo: “Sí, mi amor, él es mi amigo, nos conocemos desde pequeños.” Luego la pareja siguió su camino, y yo los olvidé.

Pero llega un día, hijo, en que debes tomar la primera decisión importante en tu vida, y esto ocurre por cosas que vienen dando vuelta en tu cabeza y en tu alma desde hace tiempo.

Ese día y esa decisión llegaron a la orilla de una playa, a solas, lejos de la fiesta y bajo un cielo nocturno repleto de estrellas como fuegos artificiales.

Todo comenzó con una pregunta, muy obvia, pero trascendental: “¿Qué carrizos es la vida?” Algo que alguna vez se había filtrado en algún rincón de mi mente en alguna clase de alguna de mis carreras inconclusas me respondió: Frenesí, ilusión, sombra, ficción. Me descalcé, caminé hasta orilla y dejé que las olas mojaran mis pies. Debo confesar que no sentí nada.

Entonces comenzó la búsqueda de la libertad interior. Me vestí con batas blancas, me dejé crecer la barba y me rapé el cráneo. Anduve descalzo, como es tradición entre los hombres santos, e hice un viaje a la India, del que regresé caminando sobre brasas ardientes. Me vi rodeado de cámaras de televisión, de entrevistadores, de fervientes seguidores. Aunque la fama no me interesaba, sabía que la única manera de atraer a los hombres para impartirle mis enseñanzas era por medio de mi caminata sensacional sobre los carbones encendidos. Una vez más, las duras plantas de mis pies eran las protagonistas de aquella nueva etapa de mi vida.

A parte de ser un gran maestro espiritual, comía en abundancia, dormía bajo techo y no necesitaba dinero, porque mis seguidores se encargaban de todo. Pero no estaba satisfecho; sabía que no había alcanzado la libertad suprema. Observaba el mundo que me rodeaba y lo sentía falso. Mis mensajes místicos poco habrían de importarle a los necesitados de comida, techo y dignidad. Por lo tanto, decidí convertirme en un hombre de acción, tomar las armas, lanzarme al monte.

Como defensor armado de los más necesitados fui excelente. Gracias a mis duras plantas pude mantenerme de pie por horas, días y semanas. En la guerra es importante mantenerse en posición vertical.

Gracias a mis pies de lomo de cocodrilo viejo llegué a convertirme en el jefe de la guerrilla. Y mucho más después de lo sucedido una tarde húmeda, aplastada de selva y fuego cruzado, cuando me encontré rodando pendiente abajo, con una bala enemiga incrustada en el hombro.

Luego de un par de horas, sumido en un sopor panteísta, vi venir una medusa de dedos gruesos que se clavaron en mis extremidades y me llevaron hasta una barraca con techo de troncos.

Caras y manos militares se alternaron. Primero fueron rostros jóvenes y manos que me sanaban y alimentaban con indiferencia. Luego vinieron semblantes más severos, como tallados en la materia pura de la maldad. Uno de esos rostros se quedó, y entonces supe que pronto vendría lo peor. Rogué desesperado: “¡Las plantas de los pies no, por favor, los pies no!” Las comisuras de la boca enemiga se estiraron y sus puntas se perdieron bajo unas mejillas complacidas. Entonces las manos me quitaron las botas y me aplicaron corrientazas. Yo grité como un condenado a muerte. Me dieron planazos inmisericordes. Y lloré como quien pierde a un ser amado. Me aplicaron hierros candentes. Y voté espuma como un perro rabioso… Pero reía, reía en mi interior, porque simplemente no me dolía nada de lo que me hacían.

Una madrugada, el mundo exterior se llenó de sonidos de guerra. La puerta de la cabaña se abrió de golpe y entraron mis compañeros. Me desataron y quisieron cargarme, pero no me dejé y salí a luchar. Gracias a mi ejemplo y a mi coraje tomamos el campamento. Al final de la batalla trajeron a mi torturador. Me limité a mirarlo de arriba abajo y ordené su liberación.

Pronto mi nombre fue conocido más allá de las montañas, y pronto supieron que yo era aquel gurú misteriosamente desaparecido hacía años. Mi fama fue aún mayor. Los medios de comunicación enviaron a sus periodistas a lo más profundo de la selva, a la búsqueda del guerrillero santo. Quise aprovechar aquel renombre para darle publicidad a la revolución y me dejé entrevistar por todos.

Tanto éxito me llevó a alejarme de las filas combatientes. Me vi asistiendo a demasiadas convenciones, debates, seminarios, congresos, simposios, talleres, charlas y encuentros de paz. Me vi fundando un partido político y durmiendo en lujosos hoteles. Una noche terminé dormido en el regazo de una joven periodista de familia adinerada y con pretensiones revolucionarias, inspiradas por la moda y la fascinación de este guerrillero místico. Cuando abrí los ojos habían pasado mil años y la revolución era un buen recuerdo, una anécdota de coctel que estaba narrando justo cuando me di cuenta de que me había convertido en un político y empresario con aspiraciones presidenciales. Callé y, sin despedirme de mi bella y elegante ex-esposa, salí a la calle. Los pies me llevaron a la autopista. Pasé al otro lado de una defensa, bajé por una pendiente de tierra y monte, y llegué a la orilla del río. Era un río sucio, maloliente y turbulento. Me senté en una gran roca y me saqué los zapatos y las medias. Con la mirada fija en el río, imaginé sus fuentes originarias en alguna parte alta de la montaña. Imaginé sus aguas limpias, la espesura, el frescor de la vegetación que rodeaba aquellas aguas. Estuve así un largo rato, sumido en una contemplación serena. Después subí a la autopista. Atrás quedaron los zapatos y las medias.

Unos días después, Enzo y Tito acudían a una cita. En su actitud se notaba más el síntoma de la curiosidad que la emoción del encuentro de amigos. Yo los había citado en un café frente al malecón de Puerto Cabello. Ambos estaban idénticos a como los recordaba. Tito quizás un poco más gordo, Enzo con una incipiente calvicie.

Hablamos del pasado, recordamos anécdotas graciosas de antes del descubrimiento de mis pies de lomo de cocodrilo viejo. Reímos a carcajadas, lloramos de la risa y terminamos abrazados y caminando por el malecón. Al final de la tarde mis amigos se marcharon. Acordamos vernos al día siguiente para ir al cine. Y yo me quedé allí, solo frente al mar. Me dolían los pies, por primera vez en la vida me dolían los pies, y eso me hacía inmensamente feliz. Al rato, vi pasar a una linda y pretenciosa morena. Sin pensarlo dos veces me dije: “Ella sí que será la mujer de mi vida.” Esa morena, hijo, era tu madre.


CUANDO PIENSO EN MI ABUELO

Cuando pienso en mi abuelo lo veo siempre, de primer momento, en su casa de la calle Girardot. Me acuerdo muy bien de esa casita verde con su gran ventana estilo colonial. A veces sueño con ella y con mi abuelo. Se trata de un mismo sueño, pesado y amargo.

En él voy por una avenida, cruzo en la Girardot y entro en la casa, a una sala de paredes forradas con periódicos amarillentos. Allí veo al abuelo en una mecedora. Me mira fijamente, triste, callado, con la cara en el hueso. Yo estoy frente a él, en silencio, y con la sensación de estar allí eternamente, como en una foto.

La casa verdadera sí tenía esa sala en la entrada, pero la luz de la ventana purificaba de blanco las paredes. Una cortina de tela cálida separaba el lugar de un largo pasillo que terminaba en un baño grande, con la cocina y el lavandero a mano izquierda. A lo largo del pasillo, siempre a mano izquierda, estaban los cuartos. Primero el de mis abuelos, después otros dos más pequeños.

Entre el cuarto de mis abuelos y el siguiente, en el pasillo, estaba el televisor y un sofacito frente al televisor, y entre el último cuarto y la cocina, una mesa de comedor. Ahí, en esa mesa, unas figuras empiezan a tomar forma. Es un recuerdo, o quizás otro sueño.

Mi abuelo está recortando unos cartones y yo lo miro trabajar.

-Ya está listo -dice, y yo, como si no hubiera estado prestando atención, veo con sorpresa el resultado de sus afanes. Él me lo muestra y continúa:

-Para que pongas a volar tu imaginación, para que vueles sobre el mar y te pierdas en el horizonte, para que te vayas a otras partes cuando la vida se te ponga difícil.

Se trata de un avión con doble despliegue de alas y cabina abierta, como de la Primera Guerra Mundial. Mi abuelo dice que lo va a pintar y le va a poner una cuerdita para guindarlo. Unos días después me muestra el avión pintado de un reluciente marrón.

Quizás este momento nunca fue real. Se me antoja borroso, fantasmal. Sin embargo, su presencia es demasiado fuerte.

Una vez le pregunté a mamá, y ella me respondió: Ay, no sé, hijo, eso fue hace mucho tiempo, como si hubieran pasado mil años, o como si todo hubiera sucedido en el mundo de los sueños, donde las historias ocurren en un tiempo siempre viejo e invariable. Al final, los sueños y los recuerdos son una misma cosa. Están hechos del mismo material y cumplen idéntica función: atan la vida y la muerte, y aportan la continuidad necesaria para nuestra existencia.

Ahora el abuelo está sentado en la sala de su apartamento en Cumboto, frente al televisor, echando cuentos de su lejana Ucrania. Son historias antiguas, que unen a los hombres. Cuentos de tierra y de vida, como ése cuando mi abuelo vio a una mujer vestida de blanco con un cesto en brazos pasando sobre un río sin mojarse lo pies. Aquella mujer llegó hasta él y le mostró el cesto. Adentro había un niño recién nacido. La mujer se dio media vuelta y se internó en el bosque. Mi abuelo olvidó sus caballos y la siembra, y corrió más allá de las colinas hasta su casa, donde encontró a su esposa, mi abuela, recién dada a luz y con Anita –mi tía Ana-, entre sus brazos. Ella fue su primera hija.

También están los cuentos de muerte que te hacen pensar en lo delicado que es el hilo que lleva a tu nacimiento. Esa vida que depende de otras muertes, como la trágica y extraña muerte de una novia bajo la sombra de un árbol maldito.

Mi abuelo contaba que el olmo y el columpio siempre habían estado allí, detrás de la casa de su novia Natalia. Pero ella nunca había caminado hasta la colina. El día que mi abuelo pidió su mano, la emocionada novia quiso salir a celebrar con una corta salida al campo. Sus pasos los llevaron hasta el olmo. El sitio era fresco y el paisaje espléndido, y ellos se acostaron a la sombra para mirarse a los ojos sin pronunciar palabras, porque esa era la única manera de expresar tanta felicidad.

Unos instantes después, Natalia dejó a mi abuelo y se subió al columpio. Apenas lo hizo fue catapultada fuera del balancín. Mi abuelo corrió a socorrerla.

Natalia estaba bien, pero entonces comenzó a escucharse una respiración fortísima en el lugar, y la pareja, aterrorizada, huyó del sitio.

Acordaron no contarle a nadie lo sucedido y siguieron con los preparativos de la boda.

A unos días del matrimonio, él tuvo un sueño extraño. En el sueño, Natalia caminaba hacia la colina y se subía al columpio. Reía y se mecía y, en cierto momento, con una mueca horrible que intentaba seguir siendo sonrisa, le dijo que no había querido ir a aquel sitio, pero que algo la había obligado.

Al día siguiente, a las afueras de la casa de su prometida, mi abuelo se encontró con una multitud de aldeanos. Su futura suegra le salió al paso, le dijo que había ocurrido algo terrible y se lanzó a llorar en sus brazos. De inmediato apareció el padre de Natalia y se hizo cargo de la situación. Ya dentro de la casa, le dio la noticia que ya mi abuelo imaginaba: Natalia había muerto en un desgraciado accidente.

Se había dado tanto impulso en el columpio del árbol que perdió el control y fue a dar contra unas rocas cercanas. O eso por lo menos era lo que creían, porque habían encontrado el columpio todavía en movimiento. Pero también, también cabía la posibilidad de que fuese algo más…

Abatido, el padre le hizo una revelación. La joven fallecida no era su hija. El verdadero padre de Natalia había sido un gitano que fue condenado a muerte por crímenes inconfesables.

Ella nunca lo supo, porque aquel honorable caballero la había tomado a su cuidado cuando ella tenía un año apenas. Su verdadero padre, el gitano, había sido colgado del árbol donde pendía el columpio.

Todo esto lo contó mi abuelo en la sala de su nuevo apartamento de Cumboto, frente al enorme televisor. En ese apartamento hay dos cuartos. Uno es de mis abuelos, y el otro, con dos camitas, es el santuario de mi tío Basilio. Entre las dos camas, en la pared, hay un retrato grande del Sagrado Corazón de Jesús y una foto de Basilio, a quien, al igual que la novia difunta, le debo mi vida, porque su muerte hizo que ciertas cosas que estaban planificadas quedaran reducidas a tristes melancolías.

Mi tío murió joven, cuando mis abuelos tenían planificado irse a vivir a Canadá. Si mi tío no hubiera muerto, yo jamás habría nacido.

Tras su muerte, la familia canceló la ida al norte. No sé si para evitar el dolor de alejarse del sitio donde lo habían enterrado, o porque su fallecimiento anulaba las posibilidades de prosperar en Canadá.

La juventud de mi tío había sido clave en aquellos planes. Ahora que no estaba, era difícil que un hombre como mi abuelo, con una grave lesión de columna, pudiera con la carga de cinco mujeres, cuatro de las cuales eran aún niñas.

Mi abuelo tenía aquel daño en la espina dorsal porque se había caído de un caballo en Ucrania. En su país natal fue criador de caballos de raza para la nobleza y para las filas del zar. Mi mamá siempre me dice:

-Tu abuelo tuvo los mejores estudios, sabe dibujar y pintar, y hablaba ruso, polaco, francés, alemán e inglés, porque tu abuelo, como tú sabes, era hijo de un capitán del ejército zarista.

Damián, mi bisabuelo, era un hombre severo, alto, fuerte y tenía una larga cabellera blanca y unos ojos de un gris gélido. Cuenta mi abuelo que su papá, a los setenta años de edad, se montaba de un brinco sobre el lomo de un caballo.

Cuando los comunistas empezaron a ocupar Rusia, mi bisabuelo, radicado en Moscú y hasta entonces al servicio del derrocado zar, tuvo que huir a Kobrin en Ucrania, su país natal.

Para aquel momento, el país era territorio de Polonia. Ucrania, una enorme nación rica en tierras, ubicada en medio de otros países, nunca había podido ser totalmente libre. Por algo Ucrania significa “tierras fronterizas”, contaba mi abuelo.

Damián, jefe civil de cuarenta pueblos ucranianos, solía montar sobre imponentes caballos y salía por sus predios a darle latigazos a los campesinos, porque sí, porque el poder es cruel, y el poder herido mucho más.

Su inevitable final estuvo marcado por el horror. Fue el año en que el ejército Ruso se encontraba a las puertas de una Ucrania ocupada por los desfallecientes nazis, y los partisanos le hacían el juego a la gran avanzada soviética contribuyendo al desorden interno.

Una mañana, en el camino hacia Dubovoy, una banda de revolucionarios interceptó al odiado capitán zarista. El viejo terrateniente luchó como todo un titán, pero finalmente lograron atarlo a su brioso caballo y lo arrastraron por todos los pueblos de su jurisdicción. Luego le sacaron las uñas y, al final, lo colgaron.

Mi abuelo era hijo de Damián con Catalina, una sirvienta de la mansión. Catalina era hermosa, pero indiferente al cariño materno y dada a las fiestas y a la noche. Tanto así que la esposa de Damián, una mujer infértil llamada Fedora, terminó criando a mi abuelo como si de su propio hijo se tratara. Allí fue cuando mi abuelo recibió la excelente educación que mi mamá cuenta.

Al morir Fedora, Damián se casó con la voluptuosa criada y mi abuelo pasó a ser su hijo legítimo. Años después, Damián sería asesinado y mi abuelo, el heredero, tendría que huir a Polonia con su esposa, sus tres hijos y su madre.

De Polonia emigrarían a Alemania, donde nació mi mamá.

Unos años después decidieron partir de nuevo. Ya para entonces, Catalina se había enamorado de un alemán y nunca llegó al encuentro a la estación del tren el día en que mi abuelo partió con su familia para Marsella, de donde salieron en barco para Venezuela.

Mi abuelo es un hombre luchador. Imagínate, venirse desde Europa para acá, cargando con esposa y cinco hijos, sin hablar el idioma de este país, sin más bienes que la esperanza.

Mamá cuenta que a mis abuelos los llevaron a trabajar unas tierras en El Sombrero. El abuelo, que lo único que había visto en su vida era el chernoziom o tierra negra de Ucrania, no supo qué hacer con ese monte de El Sombrero y, decepcionado, se regresó a buscar trabajo a la ciudad donde había llegado: Puerto Cabello.

Lo hizo a pie. Cuentan que llegó al puerto con los pies hinchados, rotos, bañados de sangre. Allí, mi abuelo consiguió trabajo como jefe de la sala de máquinas, en un sitio que llamaban La Congelación, y se vino a vivir con toda su familia a la ciudad donde años después enterraron a mi tío Basilio, que murió electrocutado en la construcción de la autopista Valencia-Puerto Cabello; la ciudad donde una de las hijas de mi abuelo conoció a un caraqueño loco que después fue mi papá; la ciudad donde yo nací.

De la nada, de esa nada arrasada de los inmigrantes, mi abuelo se hizo una nueva vida. Era un luchador, sin duda. Yo lo vi postrado en la cama, luchando contra la muerte. Se estaba muriendo y todavía resoplaba como un toro, como tratando de expulsar por pedazos la enfermedad que lo estaba matando. A mi me dejaron verlo unos segundos, y después me sacaron del cuarto y me trajeron para la casa.

Como a las seis y media de la tarde llegó papá. Lo recibí en las escaleras. Papá me pasó las manos por los hombros y empezó a subir conmigo de vuelta. Me dijo que mi abuelo había muerto. Me quedé callado y no lloré.

Hace rato soñé con él. Me encontraba en el apartamento de Cumboto y estaba a punto de entrar a la cocina, cuando mi abuelo salió del hueco negro de la puerta. Aquella oscuridad que se desprendía de su cuerpo parecía causarle un inmenso dolor. Tenía una mano estirada y abierta hacia mí. Yo retrocedí, caí de espaldas y comencé a arrastrarme por el piso, sin quitarle la mirada a esa mano. De pronto, mi abuelo desapareció y yo me desperté en medio de la noche.

Recordé que alguien me dijo una vez que la gente no se muere sola, sino que siempre se llevan a una persona querida; no sé si el mismo día de su muerte, una semana, unos meses o unos años más tarde.

Esta noche no he podido dormir y lo único que hago es pensar en el abuelo y escribir. Me hubiese gustado saber más sobre él, haber escuchado más historias. Hubiera querido guardarlas en mi memoria y escribirlas como estoy escribiendo éstas. A lo mejor alguien, alguna vez, leerá estas líneas. Pienso que cuando esta historia sea leída, las personas que estamos en ella volveremos a vivir, en su mente, en alguna dimensión desconocida, o en eso que llaman eternidad…

Así que ahora mismo estoy escribiendo y mi abuelo me está mirando. Ya va abuelo, ya va, que todavía me queda mucho por escribir…








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