Tres cuentos de Edgar Allan Poe


EL CORAZÓN DELATOR

Edgar Allan Poe

¡Es verdad! Soy muy nervioso, horrorosamente nervioso, siempre lo fui, pero, ¿por qué pretendéis que esté loco? La enfermedad ha aguzado mis sentidos, sin destruirlos ni embotarlos. Tenía el oído muy fino; ninguno le igualaba; he escuchado todas las cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno. ¿Cómo he de estar loco? ¡Atención! Ahora veréis con qué sano juicio y con qué calma puedo referiros toda la historia.

Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de noche ni de día. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, esto es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido. Cada vez que este ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que me molestaba.

¡He aquí el quid! Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Su hubiérais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.

Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh!, os hubiérais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no habría sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!, porque la charnela rechinaba. No la abría más de lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Hice esto durante siete largas noches, hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su maldito ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su cuarto y le hablaba con la mayor serenidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debería ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.

Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja de un reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.

¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente escuchó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como un pez, tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.

Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:

—¿Quién anda ahí?

Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo este tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.

Pero he aquí que de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída por el espanto.

Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabriese mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: «Eso no será más que el viento de la chimenea, o de un ratón que corre, o algún grillo que canta». El hombre se esforzó para confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; «era inútil» porque la Muerte, que se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir, aunque no distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en el cuarto.

Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.

Estaba abierto, muy abierto, y no me enfurecí apenas le miré; le vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto con una especie de velo hediondo que heló mi sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, hacia el maldito ojo.

¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; «aquel rumor», lo reconocí al punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.

Pero me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.

El terror del anciano «debía» ser indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.

Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta que creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia: ¡Algún vecino podría oír el rumor! Había llegado la última hora del viejo: profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y me introduje en la habitación. El buen hombre sólo dejó escapar un grito: sólo uno. En un instante le arrojé en el suelo, reí de contento al ver mi tarea tan adelantada, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.

Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto, levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.

Si persitís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué precauciones adopté para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y comencé a trabajar activamente, aunque en silencio: corté la cabeza, después los brazos y por último las piernas.

En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas con tanta habilidad y destreza que ningún ojo humano, ni aún el «suyo», hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedía. Un barreno la había absorbido toda. ¡Ja, ja!

Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer el local.

Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.

Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo—, se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sentí que palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.

Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.

Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez más alto, «siempre más alto»!

—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!





Morella

Edgar Allan Poe

El mismo, por si mismo únicamente, eternamente uno, y solo.

Platón: Symposium

Consideraba yo a mi amiga Morella con un sentimiento de profundo, aunque muy singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido antes jamás; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un amargo tormento la convicción gradual de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.

La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchas materias fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esas obras místicas que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras, no puedo imaginar por qué razón, constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Con todo esto, si no me equivoco, pero tiene que ver mi razón. Mis convicciones, o caigo en un error, no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.

Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a la dirección de mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces —cuando, sumiéndome en páginas aborrecibles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí— venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.[1]

Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo.

Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían, en todo caso. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis —la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre— fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.

Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.

¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.

Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.

—Éste es el día de los días —dijo ella, cuando me acerqué—; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y ella prosiguió:

—Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.

—¡Morella!

—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.

—¡Morella!

—Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya más con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.

—¡Morella! —exclamé—. ¡Morella! ¿cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como había predicho ella, su hijo —el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre—, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.

Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella? Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.

Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo —¡oh, por encima de todo!— en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.

Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «amor mío» eran las denominaciones dictadas habitualmente por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.

Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas «Morella»? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: «¡Aquí estoy!»?

Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: «Morella.» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.


[1] Del latín gehenna, del hebreo Ge Hinnom. Como se sabe, Hinnom es el nombre del valle al sudeste de Jerusalén, famoso por el bárbaro culto a Moloch. Y como también se sabe, Oehena es la denominación del Infierno en la Biblia.




BERENICE

Edgar Allan Poe

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,

curas meas aliquantulum fore levatas.

(Ebn Zaiat)

La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.

En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —Invoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.

Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.

Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.

Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.

Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.

La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées!¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.

Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?

Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.






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