Trópico de Cáncer. Por Henry Miller

Vivo en la Villa Borghese. No hay ni pizca de suciedad en ningún sitio, ni una silla fuera de su lugar. Aquí estamos todos solos y estamos muertos.
Anoche Boris descubrió que tenía piojos. Tuve que afeitarle los sobacos, y ni siquiera así se le pasó el picor. ¿Cómo puede uno coger piojos en un lugar tan bello como éste? Pero no importa. Puede que no hubiéramos llegado nunca a conocernos tan íntimamente Boris y yo, si no hubiese sido por los piojos.
Boris acaba de ofrecerme un resumen de sus opiniones. Es un profeta del tiempo. Dice que continuará el mal tiempo. Habrá más calamidades, más muertes, más desesperación. Ni el menor indicio de cambio por ningún lado. El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar.


Estamos ahora en el otoño de mi segundo año en París. Me enviaron aquí por una razón que todavía no he podido desentrañar.
No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios.
Entonces, ¿éste? Éste no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza... a lo que os parezca. Cantaré para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero cantaré. Cantaré mientras la palmáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver...
Para cantar, primero hay que abrir la boca. Hay que tener dos pulmones y algunos conocimientos de música. No es necesario tener un acordeón ni una guitarra. Lo esencial es querer cantar. Así, pues, esto es una canción. Estoy cantando.


Para ti, Tania, canto. Quisiera cantar mejor, más melodiosamente, pero entonces quizá no hubieses accedido nunca a escucharme. Has oído cantar a los otros y te han dejado fría. Su canción era demasiado bella o no lo bastante bella.
Es el veintitantos de octubre. Ya no llevo la cuenta de los días. ¿Dirías: mi sueño del 14 de noviembre pasado? Hay intervalos, pero intercalados entre sueños, y no queda conciencia de ellos. El mundo que me rodea está desintegrándose, y deja aquí y allá lunares de tiempo. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo... Pienso en que, cuando el gran silencio descienda sobre todo y por doquier, la música triunfará por fin. Cuando todo vuelva a retirarse a la matriz del tiempo, remará el caos de nuevo, y el caos es la partitura en la que está escrita la realidad. Tú, Tania, eres mi caos. Por eso canto. Ni siquiera soy yo, es el mundo agonizante que se quita la piel del tiempo. Todavía estoy vivo, dando patadas dentro de tu matriz, que es una realidad sobre la que escribir.
Duermevela. La fisiología del amor. La ballena con su pene de dos metros en reposo. El murciélago... penis Ubre. Animales con un hueso en el pene. De ahí viene eso de tener un hueso…1«Afortunadamente —dice Gourmont— la estructura ósea se ha perdido en el hombre.» ¿Afortunadamente? Sí, afortunadamente. Imaginaos a la raza humana caminando por ahí con un hueso en ese sitio. El canguro tiene un doble pene: uno para los días de entre semana y otro para las fiestas. Duermevela. Una carta de una mujer que me pregunta si he encontrado un título para mi libro. ¿Un título? Claro que sí: Adorables lesbianas.
¡Tu vida anecdótica! Una frase de M. Borowski. El miércoles voy a comer con Borowski. Su mujer, que es una vaca seca, oficia. Ahora está estudiando inglés... su palabra favorita es «asqueroso». En seguida se ve que los Borowski son una lata. Pero esperad...
Borowski lleva trajes de pana y toca el acordeón. Combinación insuperable, especialmente si se tiene en cuenta que no es un mal artista. Finge ser polaco, pero no lo es, desde luego. Es judío, Borowski, y su padre era filatélico. De hecho, casi todo Montparnasse es judío o medio judío, lo que es peor. Están Carl y Paula, y Cronstadt y Boris, y Tarda y Sylvester, y Moldorf y Lucille. Todos excepto Fillmore. Henry Jordan Oswald ha resultado ser judío también. Louis Nicholas es judío. Hasta Van Norden y Chérie son judíos. Francis Blake es judío, o judía. Titus es judío. Así, que los judíos me están aplastando como una avalancha. Escribo esto para mi amigo Carl, cuyo padre es judío. Es importante entender todo esto.
De todos esos judíos, la más encantadora es Tania, y por ella también yo me volvería judío. ¿Por qué no? Ya hablo como un judío. Y soy feo como un judío. Además, ¿quién odia más a los judíos que un judío?
La hora del crepúsculo. Azul añil, agua cristalina, árboles resplandecientes y delicuescentes. Los raíles se pierden en el canal de Jaurès. La larga oruga de costados laqueados se sumerge como una montaña rusa. No es París. No es Coney Island. Es una mezcla crepuscular de todas las ciudades de Europa y de América Central. La explanadas del ferrocarril ahí abajo, los raíles negros, enmarañados, no ordenados por el ingeniero, sino de diseño cataclismático, como esas finas fisuras del hielo polar que la cámara registra en diferentes tonos de negro.
La comida es una de las cosas que disfruto tremendamente. Y en esta hermosa Villa Borghese apenas hay nunca rastros de ella. A veces es verdaderamente asombroso. He pedido una y otra vez a Boris que encargue pan para el desayuno, pero siempre se le olvida. Al parecer, sale a desayunar fuera. Y cuando vuelve viene limpiándose los dientes con un palillo y le cuelga un poco de huevo de la perilla. Come en el restaurante por consideración hacia mí. Dice que le duele darse una comilona mientras le miro.
Van Norden me gusta, pero no comparto la opinión que tiene de sí mismo. No estoy de acuerdo, por ejemplo, en que sea un filósofo ni un pensador. Es un putero y nada más. Y nunca será un escritor. Tampoco lo será nunca Sylvester, aunque su nombre resplandezca en luces rojas de cincuenta mil bujías. Los únicos escritores a mi alrededor por los que siento algún respeto ahora son Carl y Boris. Están poseídos. Arden por dentro con una llama blanca. Están locos y carecen de oído. Son víctimas.
En cambio, Moldorf, que también sufre a su manera, no está loco. Moldorf se embriaga con las palabras. No tiene venas, ni arterias, ni corazón, ni riñones. Es un baúl portátil lleno de innumerables cajones, y éstos tienen escritos fuera rótulos en tinta blanca, tinta marrón, tinta roja, tinta azul, bermellón, azafrán, malva, siena, albaricoque, turquesa, ónix, Anjou, arenque, Corona, verdín, gorgonzola...
He trasladado la máquina de escribir a la habitación contigua, donde puedo verme en el espejo mientras escribo.
Tania es como Irene. Espera cartas voluminosas. Pero hay otra Tania, una Tania semejante a una enorme semilla que disemina el polen por todos lados... o, digámoslo al modo de Tolstói, una escena de establo en la que desentierran al feto. Tania es una fiebre también... les votes urinaires, Café de la Liberté, Place des Vosges, corbatas brillantes en el Boulevard Montparnasse, cuartos de baño oscuros, oporto seco, cigarrillos Abdullah, el adagio de la sonata Pathétique, amplificadores auriculares, sesiones anecdóticas, pechos de siena rojiza, ligas gruesas, qué hora es, faisanes dorados rellenos de castañas, dedos de tafetán, crepúsculos vaporosos que se vuelven acebo, acromegalia, cáncer y delirio, velos calidos, fichas de póquer, alfombras de sangre y muslos suaves. Tania dice de modo que todo el mundo pueda oírla: «¡Le amo!» Y mientras Boris se calienta con whisky, ella dice: «¡Siéntate aquí! Oh, Boris... Rusia... ¿Qué voy a hacer? ¡Estoy a punto de estallar!»
Por la noche, cuando contemplo la perilla de Boris reposando sobre la almohada, me pongo histérico. ¡Oh, Tania! ¿Dónde estará ahora aquel cálido coño tuyo, aquellas gruesas y pesadas ligas, aquellos muslos suaves y turgentes? Tengo un hueso en la picha de quince centímetros. Voy a alisarte todas las arrugas del coño, Tania, hinchado de semen. Te voy a enviar a casa con tu Sylvester con dolor en el vientre y la matriz vuelta del revés. ¡Tu Sylvester! Sí, él sabe encender un fuego, pero yo sé inflamar un coño. Disparo dardos ardientes a tus entrañas, Tania, te pongo los ovarios incandescentes. ¿Está un poco celoso tu Sylvester ahora? Siente algo, ¿verdad? Siente los rastros de mi enorme picha. He dejado un poco más anchas las orillas. He alisado las arrugas. Después de mí, puedes recibir garañones, toros, carneros, ánades, san bernardos. Puedes embutirte el recto con sapos, murciélagos, lagartos. Puedes cagar arpegios, si te apetece, o templar una cítara a través de tu ombligo. Te estoy jodiendo, Tania, para que permanezcas jodida. Y si tienes miedo a que te jodan en público, te joderé en privado. Te arrancaré algunos pelos del coño y los pegaré a la barbilla de Boris. Te morderé el clítoris y escupiré dos monedas de un franco...
1 Una de las formas de decir en inglés «empalmarse».


Cielo azul y despejado de nubes lanudas, árboles macilentos que se extienden hasta el infinito, con sus oscuras ramas gesticulando como un sonámbulo. Árboles sombríos, espectrales, de troncos pálidos como la ceniza de un habano. Un silencio supremo y enteramente europeo. Postigos echados, tiendas cerradas. Aquí y allá una luz roja para señalar una cita. Fachadas abruptas, casi repulsivas; inmaculadas, salvo por los manchones de sombra proyectados por los árboles. Al pasar por la Orangerie, recuerdo otro París, el París de Maugham, de Gauguin, el París de George Moore. Pienso en aquel terrible español que sobrecogía al mundo entonces con sus saltos de estilo a estilo. Pienso en Spengler y en sus terribles pronunciamientos, y me pregunto si no se habrá perdido el estilo, el estilo elegante. Digo que esos pensamientos ocupan mi mente, pero no es cierto; hasta después, hasta que no he cruzado el Sena, hasta que no he dejado atrás el carnaval de luces, no dejo jugar a mi mente con esas ideas. Por el momento no puedo pensar en nada... excepto que soy un ser sensible apuñalado por el milagro de esas aguas que reflejan un mundo olvidado. A lo largo de las orillas, los árboles se inclinan pesadamente sobre el espejo empañado; cuando el viento se levante y los llene con un murmullo rumoroso, derramarán algunas lágrimas y se estremecerán, mientras pase el agua en torbellinos. Eso me corta el aliento. Nadie a quien comunicar ni siquiera parte de mis sentimientos...
Lo malo de Irene es que tiene una maleta en lugar de un coño. Quiere cartas voluminosas para embutirlas en su maleta. Inmensas, avec des choses inouïes. En cambio, Liona sí que tenía un coño. Lo sé por que nos envió unos cuantos pelos de ahí abajo. Liona... un asno salvaje que olfateaba el placer en el aire. En todas las colinas altas hacía de puta... y a veces en las cabinas telefónicas y en los retretes. Compró una cama para su rey Carol y un cubilete de afeitarse con sus iniciales. Se tumbó en Tottenham Court Road con el vestido levantado y se acarició con el dedo. Usaba velas, candelas romanas y pomos de puerta. No había una picha en todo el país bastante grande para ella... ni una. Los hombres la penetraban y se encogían. Necesitaba pichas extensibles, cohetes de los que explotan automáticamente, aceite hirviendo compuesto de cera y creosota. Si se lo hubieras permitido, te habría cortado la picha y se la habría guardado dentro para siempre. ¡Un coño único de entre un millón, el de Liona! Un coño de laboratorio, y no había papel de tornasol que pudiera tomar su color. También era una mentirosa, aquella Liona. Nunca compró una cama a su rey Carol. Le coronó con una botella de whisky, y su lengua estaba llena de piojos y de mañanas. Pobre Carol, lo único que podía hacer era encogerse dentro de ella y morir. Respiraba ella y él caía afuera... como una almeja muerta.
Cartas enormes, voluminosas, avec des choses inouïes. Una maleta sin correas. Un agujero sin llave. Tenía la boca alemana, las orejas francesas, el culo ruso. El coño internacional. Cuando la bandera ondeaba, era roja hasta la garganta. Entrabas por el Boulevard Jules Ferry y salías por la Porte de la Villette. Echabas los bofes en las carretas... carretas rojas con dos ruedas, naturalmente. En la confluencia del Ourcq y el Marne, donde el agua prorrumpe a través de los diques y se extiende como cristal bajo los puentes. Liona yace allí ahora y el canal está lleno de cristal y astillas; las mimosas lloran y la húmeda bruma de un pedo empaña los cristales de las ventanas. ¡Una gachí única de entre un millón, aquella Liona! Toda ella coño y un culo de cristal en que se puede leer la historia de la Edad Media.


La primera impresión que causa Moldorf es la de la caricatura de un hombre. Ojos de tiroides. Labios de Michelin. Voz como puré de guisantes. Bajo el chaleco lleva una perita. De cualquier modo que le mires, siempre ofrece el mismo panorama: caja de rapé netsuke, puño de marfil, ficha de ajedrez, abanico, motivo de templo. Lleva tanto tiempo fermentando, que ahora es amorfo. Levadura desprovista de sus vitaminas. Jarrón sin planta de caucho.
Las mujeres fueron fecundadas dos veces en el siglo IX, y otra vez en el Renacimiento. Lo llevaron durante las grandes dispersiones bajo vientres amarillos y blancos. Mucho antes del Éxodo, un tártaro escupió en su sangre.
Su dilema es el del enano. Con su ojo pineal, ve su silueta proyectada en una pantalla de tamaño inconmensurable. Su voz, sincronizada con la sombra de una cabeza de alfiler, le embriaga. Oye un rugido cuando los demás oyen un chirrido.
Hablemos de su mente. Es un anfiteatro en que el actor ofrece una representación proteica. Moldorf, multiforme e infalible, representa sus papeles: payaso, juglar, contorsionista, sacerdote, libertino, saltimbanqui. El anfiteatro es demasiado pequeño. Pone dinamita en él. El público está drogado. Él lo hiere.
Estoy intentando infructuosamente enfocar a Moldorf. Es como intentar enfocar a Dios, pues Moldorf es Dios: nunca ha sido otra cosa. Lo único que estoy haciendo es consignar palabras...
He tenido opiniones de él que he desechado; he tenido otras opiniones que estoy revisando. Le he clavado un alfiler para acabar descubriendo que lo que tenía en las manos no era un escarabajo pelotero, sino una libélula; me ha ofendido con su grosería y después me ha colmado de delicadezas. Ha sido locuaz hasta la asfixia, y después silencioso como el Jordán.
Cuando lo veo venir brincando a saludarme, con las zarpitas tendidas, con los ojos sudando, siento que voy a encontrar a... ¡No, no es éste el modo de expresarlo!
«Comme un oeuf dansant sur un jet d'eau.»
Sólo tiene un bastón... un bastón mediocre. En los bolsillos, trozos de papel con recetas para el Weltschmerz. Ahora ya está curado, y a la muchachita alemana que le lavaba los pies se le está partiendo el alma. Es como el señor Nonentity, que lleva su diccionario gujarati a todas partes. «Inevitable para todo el mundo», con lo que quiere decir, indudablemente, indispensable. A Borowski, todo esto le parecería incomprensible. Borowski tiene un bastón diferente para cada día de la semana, y otro para Pascua.
Tenemos tantos puntos en común, que es como mirarme en un espejo agrietado.
He estado examinando mis manuscritos, páginas garabateadas con correcciones. Páginas de literatura. Eso me asusta un poco. ¡Es tan parecido a Moldorf! Sólo que yo soy un gentil, y los gentiles tienen una forma distinta de sufrir. Sufren sin neurosis y, como dice Sylvester, un hombre que nunca ha padecido una neurosis no sabe lo que es sufrir.
Recuerdo claramente lo mucho que disfruté con mi sufrimiento. Era como meterse en la cama con un cachorro. De vez en cuando te arañaba... y entonces sentías auténtico espanto. Normalmente, no tenías miedo: siempre podías soltarlo o cortarle la cabeza.
Hay personas que no pueden resistir el deseo de meterse en una jaula con fieras y dejarse despedazar. Se meten en ella hasta sin revólver ni látigo. El temor las vuelve temerarias... Para el judío el mundo es una jaula llena de fieras. La puerta está cerrada y él está dentro sin látigo ni revólver. Su valor es tan grande, que ni siquiera huele los excrementos en el rincón. Los espectadores aplauden, pero él no oye. Según cree, el drama está ocurriendo dentro de la jaula. Piensa que la jaula es el mundo. Al encontrarse de pie ahí, solo e indefenso, y con la puerta cerrada, descubre que los leones no entienden su lengua. Ningún león ha oído hablar nunca de Spinoza. ¿Spinoza? Pero si ni siquiera pueden hincarle el diente. «¡Dadnos carne!», rugen, mientras él permanece allí petrificado, con sus ideas congeladas, con su Weltanschauung, que no es sino un trapecio inalcanzable. Un simple zarpazo del león y su cosmogonía quedará destrozada.
También los leones se sienten defraudados. Esperaban sangre, huesos, cartílagos, tendones. Mastican y mastican, pero las palabras son chicle y el chicle es indigestible. El chicle es una base sobre la que se espolvorea azúcar, pepsina, tomillo, regaliz. El chicle, cuando lo recogen los chicleros, está bien. Los chicleros llegaron por la costa de un continente hundido. Trajeron consigo un lenguaje algebraico. En el desierto de Arizona se encontraron con los mongoles del norte, lustrosos como berenjenas. Poco después de que la tierra hubiera adquirido su inclinación giroscópica: cuando la Corriente del Golfo estaba separándose de la corriente japonesa. En el fondo de la tierra encontraron piedra de toba. Bordaron las propias entrañas de la tierra con su lenguaje. Se comieron mutuamente las entrañas, y la selva se cerró sobre ellos, sobre sus huesos y cráneos, sobre su encaje de toba. Su lenguaje se perdió. Aquí y allá se encuentran los restos de una casa de fieras, una placa craneana cubierta de figuras.


¿Qué tiene que ver todo esto contigo, Moldorf? La palabra que tienes en la boca es anarquía. Pronúnciala, Moldorf, lo estoy esperando. Nadie conoce los ríos que manan por nuestro sudor, cuando nos damos las manos. Mientras tú estás formando tus palabras, con los labios entreabiertos y la saliva gorgoteándote en las mejillas, he atravesado media Asia de un salto. Si cogiera tu bastón, a pesar de que es mediocre, y te abriera un agujerito en el costado, podría recoger material suficiente para llenar el Museo Británico. Nos detenemos cinco minutos y devoramos siglos. Eres el tamiz por el que se filtra mi anarquía, y se transforma en palabras. Tras la palabra está el caos. Cada palabra es una franja, un barrote, pero no hay ni habrá nunca suficientes barrotes para hacer la reja.
En mi ausencia han colgado visillos. Tienen el aspecto de manteles tiroleses remojados en desinfectante. La habitación centellea. Me siento en la cama aturdido, pensando en el hombre antes de su nacimiento. De repente, empiezan a doblar campanas, una música extraña, sobrenatural, como si me hubieran transportado a las estepas de Asia central. Unas resuenan con un redoble largo, persistente, otras irrumpen con acentos embriagados y llorosos. Y ahora ha vuelto el silencio, excepto una última nota que apenas roza el silencio de la noche: un simple tantán tenue y agudo que se extingue como una llama.
He hecho un pacto tácito conmigo mismo: no cambiar ni una línea de lo que escribo. No me interesa perfeccionar mis pensamientos ni mis acciones. Junto a la perfección de Turgueniev coloco la perfección de Dostoyevski. (¿Hay algo más perfecto que El eterno marido?) Así, pues, ahí tenemos dos tipos de perfección en un mismo medio. Pero en las cartas de Van Gogh hay una perfección que supera a una y a otra. Es el triunfo del individuo sobre el arte.


Ahora sólo hay una cosa que me interesa vitalmente, y es consignar todo lo que se omite en los libros. Que yo sepa, nadie está usando los elementos del aire que dan dirección y motivación a nuestras vidas. Sólo los asesinos parecen extraer de la vida, en grado satisfactorio, lo que le aportan. La época exige violencia, pero sólo estamos obteniendo explosiones abortivas. Las revoluciones quedan segadas en flor, o bien triunfan demasiado de prisa. La pasión se consume rápidamente. Los hombres recurren a las ideas, comme d'habitude. No se propone nada que pueda durar más de veinticuatro horas. Estamos viviendo un millón de vidas en el espacio de una generación. Obtenemos más del estudio de la entomología, o de la vida en las profundidades marinas, o de la actividad celular...


El teléfono interrumpe esta reflexión, que nunca habría podido llevar a término. Alguien viene a alquilar el piso...
Parece que mi vida en Villa Borghese ha acabado. Bien, cogeré estas páginas y me largaré. Siempre pasan cosas. Parece que dondequiera que voy hay un drama. Las personas son como los piojos: se te meten bajo la piel y se entierran en ella. Te rascas y te rascas hasta hacerte sangre, pero no puedes despiojarte permanentemente. Dondequiera que voy las personas están echando a perder sus vidas. Cada cual tiene su tragedia privada. La lleva ya en la sangre: infortunio, hastío, aflicción, suicidio. La atmósfera está saturada de desastre, frustración, futilidad. Rascarse y rascarse... hasta que no quede piel. No obstante, el efecto que me produce es estimulante. En lugar de desanimarme, o deprimirme, disfruto. Pido a gritos cada vez más desastres, calamidades mayores, fracasos más rotundos. Quiero que el mundo entero se descentre, que todo el mundo se rasque hasta morir.


Me veo obligado a vivir tan rápida y furiosamente, que apenas me queda tiempo para consignar estas notas fragmentarias. Después de la llamada de teléfono, llegaron un caballero y su esposa. Subí al piso de arriba a tumbarme durante la transacción. Estuve allí echado preguntándome qué haría a continuación. Desde luego, volver a la cama del maricón y pasar la noche agitándome y sacudiendo migas con los dedos de los pies, no. ¡Mequetrefe asqueroso! Si hay algo peor que ser un marica es ser un tacaño. Un mariquita tímido y tembloroso que vivía con el constante temor de quedarse sin un céntimo algún día: el 18 de mayo tal vez, o el 25 de mayo precisamente. Café sin leche ni azúcar. Pan sin mantequilla. Carne sin salsa, o nada de carne. ¡Sin esto y sin lo otro! ¡Avaro asqueroso! Un día abrí el cajón del escritorio y encontré dinero escondido dentro de un calcetín. Más de dos mil dólares... y cheques que ni siquiera había cobrado. Ni siquiera eso me habría importado tanto, si no hubiera encontrado siempre posos de café en mi gorra y basura en el suelo, por no citar los tarros de crema para el cutis ni las toallas grasientas ni la pila siempre atascada. Os digo que aquel mequetrefe olía mal... excepto cuando se empapaba de colonia. Llevaba las orejas sucias, los ojos sucios, el culo sucio. Tenía articulaciones dobles, era asmático, piojoso, mezquino, morboso. Podría haberle perdonado todo, ¡si al menos me hubiera servido un desayuno decente! Pero un hombre que tiene dos mil dólares escondidos en un calcetín sucio y que se niega a ponerse una camisa limpia o a untarse un poco de mantequilla en el pan, un hombre así no es un simple marica, ni un simple tacaño siquiera: ¡es un imbécil!
Pero no viene al caso hablar del marica. Aguzo el oído para enterarme de lo que está pasando abajo. Es un tal señor Wren y su esposa que han venido a ver el piso. Hablan de cogerlo. Sólo hablan de ello, gracias a Dios. La señora Wren se ríe con facilidad: complicaciones a la vista. Ahora es el señor Wren quien habla. Su voz es estridente, áspera, retumbante, un arma pesada y contundente que se abre paso por la carne y el hueso y el cartílago.
Boris me pide que baje para presentarme. Está frotándose las manos como un prestamista. Están hablando de un cuento que el señor Wren ha escrito, un cuento sobre un caballo con esparaván.
—Pero, yo pensaba que el señor Wren era pintor.
—Claro que sí —dice Boris, guiñando un ojo—, pero en invierno escribe. Y escribe bien... extraordinariamente bien.
Intento hacer hablar al señor Wren, hacer que diga algo, cualquier cosa, que hable del caballo con esparaván, si es necesario. Pero el señor Wren es incapaz de expresarse. Cuando intenta hablar de esos meses monótonos pasados con la pluma en la mano, se vuelve ininteligible. Pasa meses y meses antes de poner una palabra en el papel. (¡Y sólo hay tres meses de invierno!) ¿En qué piensa durante todos esos meses y meses de invierno? Que Dios me asista, pero no puedo imaginar a ese tipo como escritor. Y, sin embargo, la señora Wren dice que, cuando se sienta, sencillamente las ideas le salen a borbotones.
La conversación deriva. Es difícil seguir el hilo del señor Wren, porque no dice nada. Tal como lo expresa la señora Wren, piensa a medida que avanza. La señora Wren expresa todo lo relativo al señor Wren con los colores más bellos. «Piensa a medida que avanza»: encantador, de verdad encantador, como diría Borowski, pero muy doloroso en realidad, especialmente cuando el escritor no es sino un caballo con esparaván.
Boris me entrega dinero para comprar licor. Al ir a por él, ya me siento borracho. Sé cómo voy a empezar, cuando esté de vuelta en la casa. Al bajar por la calle, se inicia dentro de mí el grandioso discurso que gorgotea como la risa fácil de la señora Wren. Me parece que ya estaba un poco achispada. Escucha divinamente, cuando está bebida. Al salir de la tienda de vinos, oigo el gorgoteo del urinario. Todo está suelto y salpica...
Boris está frotándose las manos otra vez. El señor Wren sigue tartamudeando y farfullando. Tengo una botella entre las piernas y estoy metiendo el sacacorchos. La señora Wren espera con la boca abierta. El vino me está salpicando en las piernas, el sol está salpicando a través del mirador, y dentro de las venas siento burbujear y chapotear mil locuras que ahora empiezan a salir de mí a chorros y atropelladamente. Les estoy diciendo todo lo que se me ocurre, todo lo que estaba embotellado dentro de mí y que la risa fácil de la señora Wren ha liberado de algún modo. Con esa botella entre las piernas y el sol salpicando a través de la ventana vuelvo a experimentar el esplendor de aquella época miserable en que llegué a París por primera vez, cuando era un hombre perplejo e indigente que vagaba por las calles como un espectro en un banquete. Todo me viene a la memoria precipitadamente: los retretes que no funcionaban, el príncipe que me lustraba los zapatos, el Cinema Splendide donde dormía sobre el abrigo del patrón, los barrotes de la ventana, la sensación de asfixia, las enormes cucarachas, las borracheras y juergas en los intervalos, Rose Cannaque y Nápoles agonizando a la luz del sol. Bailar por las calles con el estómago vacío y de vez en cuando visitar a gente extraña: Madame Delorme, por ejemplo. Ya no puedo imaginar cómo llegué a casa de Madame Delorme. Pero llegué, entré de algún modo, pasé por delante del mayordomo, por delante de la doncella con su delantalito blanco, me metí en el palacio con mis pantalones de pana y mi cazadora... y sin ningún botón en la bragueta. Incluso ahora puedo saborear de nuevo el ambiente dorado de aquella habitación en que Madame Delorme estaba sentada en un trono con su traje de hombre, los peces de colores en las peceras, los mapas del mundo antiguo, los libros con bellas ilustraciones; vuelvo a sentir su mano en mi hombro, asustándome un poco con sus marcados ademanes de lesbiana. Era más cómodo abajo en aquella mezcolanza confusa que desembocaba en la Gare Saint-Lazare, las putas en los portales, botellas de agua de seltz en todas las mesas; una espesa corriente de semen que inundaba los arroyos de la calle. Entre las cinco y las siete no había nada mejor que verse empujado entre aquella multitud, que seguir una pierna o un busto hermoso, que avanzar con la corriente y todo dándote vueltas en el cerebro. Una clase extraña de alegría en aquella época. Sin citas, sin invitaciones a comer, sin programa, sin pasta. La época de oro, cuando no tenía ni un solo amigo. Cada mañana la triste caminata hasta el American Express, y cada mañana la inevitable respuesta del empleado. Correr de un lado para otro como una chinche, recoger colillas de vez en cuando, unas veces furtivamente, otras descaradamente; sentarme en un banco y apretarme las tripas para detener el mordisqueo, o pasear por el Jardín de las Tullerías y tener una erección al contemplar las estatuas desnudas. O vagar a la orilla del Sena de noche, caminar y caminar, enloquecer con su belleza, los árboles ladeados, las imágenes rotas en el agua, el ímpetu de la corriente bajo las luces sanguinolentas de los puentes, las mujeres durmiendo en los portales, durmiendo sobre periódicos, durmiendo bajo la lluvia; por todas partes los atrios mohosos de las catedrales y mendigos y piojos y viejas mujerucas presas del baile de San Vito; carretillas apiladas como barriles de vino en las calles laterales, el olor a fresas en el mercado y la vieja iglesia rodeada de vegetales y lámparas de arco azules, los arroyos de la calle resbaladizos a causa de las basuras y mujeres con escarpines de raso haciendo eses entre la inmundicia y las sabandijas después de toda una noche de parranda. La Place St. Sulpice, tan tranquila y desierta, donde hacia las doce llegaba todas las noches la mujer del paraguas reventado y el velo extravagante; todas las noches dormía allí en un banco bajo su paraguas desgarrado, con las varillas colgando, con su vestido que se iba volviendo verde, los dedos huesudos y el olor a podredumbre que exhalaba su cuerpo; y por la mañana me sentaba a descabezar un sueño tranquilamente bajo el sol, maldiciendo las condenadas palomas que recogían migas de pan por todos lados. ¡St. Sulpice! Los anchos campanarios, los llamativos carteles sobre la puerta, las velas ardiendo dentro. La plaza tan querida de Anatole France, con los monótonos zumbidos y susurros procedentes del altar, el chapoteo de la fuente, el arrullo de las palomas, las migas que desaparecían como por arte de magia y sólo un sordo gruñido en la cavidad de las tripas. Allí me sentaba día tras día pensando en Germaine y en aquella sucia callejuela, cerca de la Bastilla, donde vivía, y aquel cuchicheo continuo detrás del altar, los autobuses que pasaban zumbando, el sol que caía sobre el asfalto y el asfalto que nos penetraba a mí y a Germaine, sobre el asfalto y todo París en los enormes campanarios anchos.
Y era por la rue Bonaparte por donde tan sólo un año antes solíamos bajar paseando Mona y yo todas las noches, después de habernos despedido de Borowski. Entonces St. Sulpice no significaba gran cosa para mí, ni nada de París. Agotado de hablar. Harto de ver casas. Hasta la coronilla de catedrales y plazas y casas de fieras y qué sé yo. Coger un libro en el dormitorio rojo, e instalarme en la incómoda silla de mimbre; con el culo cansado de estar sentado todo el día, cansado del papel rojo de la pared, cansado de ver a tanta gente parloteando sin cesar sobre naderías. El dormitorio rojo y el baúl siempre abierto, sus vestidos por ahí tirados en un desorden delirante. El dormitorio rojo con mis chanclos y bastones, las libretas que nunca tocaba, los manuscritos que yacían fríos y muertos. ¡París! Es decir, el Café Select, el Dôme, el Mercado de las Pulgas, el American Express. ¡París! Es decir, los bastones de Borowski, los sombreros de Borowski, los gouaches de Borowski, el pez prehistórico de Borowski... y sus chistes prehistóricos. En aquel París del 28, sólo una noche resalta en mi memoria, la noche antes de zarpar para América. Una noche extraña, con Borowski ligeramente bebido y algo disgustado conmigo porque estaba bailando con todas las furcias del lugar. Pero ¡nos vamos por la mañana! Eso es lo que digo a todas las tías que engancho: ¡Nos vamos por la mañana! Eso es lo que estoy diciendo a la rubia de ojos de color de ágata. Y, mientras se lo estoy diciendo, me coge la mano y se la mete entre las piernas. En el retrete, me paro ante la taza con una erección tremenda; parece ligero y pesado al mismo tiempo, como un trozo de plomo con alas. Y, mientras estoy así, entran aparatosamente dos tías americanas. Les saludo cordialmente, con la picha en la mano. Me guiñan un ojo y pasan de largo. En el vestíbulo, mientras me abrocho la bragueta, advierto que una de ellas está esperando a que su amiga salga del retrete. Sigue sonando la música y quizá venga Mona a buscarme, o Borowski con su bastón de puño de oro, pero ya estoy en los brazos de la tía, que me tiene cogido, y no me importa quien venga ni lo que ocurra. Nos metemos en el retrete retorciéndonos y allí la sujeto de pie, la arrojo contra la pared, e intento metérsela, pero no hay manera, así que nos sentamos en la taza y lo intentamos pero tampoco hay nada que hacer. Y, durante todo el tiempo, ella me ha cogido la picha y la está agarrando como un salvavidas, pero es inútil, estamos demasiado calientes, demasiado ansiosos. La música sigue sonando, así que salimos del retrete al vestíbulo de nuevo, y mientras estamos bailando ahí en el cagadero, me corro encima de su bonito vestido y ella se pone echa una fiera. Vuelvo tambaleándome a la mesa y allí está Borowski con su rostro rubicundo y Mona con su mirada de desaprobación. Y Borowski dice: «Vámonos todos mañana a Bruselas», y asentimos, y cuando regresamos al hotel, vomito por todas partes, en la cama, en el lavabo, encima de los trajes y los vestidos y los chanclos y los bastones y las libretas que nunca tocaba y los manuscritos fríos y muertos.
Unos meses después. El mismo hotel, la misma habitación. Nos asomamos al patio donde están aparcadas las bicicletas, y ahí arriba, bajo el ático, está el cuartito en que un joven sabihondo tenía puesto el fonógrafo todo el santo día y repetía frases agudas a pleno pulmón. Hablo en plural, pero me estoy anticipando, porque Mona ha estado mucho tiempo ausente y es hoy precisamente cuando voy a ir a esperarla a la Gare St. Lazare. Al anochecer me encuentro allí con la cara metida entre los barrotes, pero Mona no aparece, y leo una y mil veces el telegrama, pero no sirve de nada. Vuelvo al Quartier y, como si no hubiera pasado nada, me doy una comilona. Un poco después, paseando por el Dôme, veo de repente una cara pálida y triste y unos ojos ardientes... y el trajecito de terciopelo que siempre he adorado, porque bajo el suave terciopelo siempre estaban sus cálidos senos, las piernas marmóreas, frescas, firmes, musculosas. Se levanta de entre un mar de caras y me abraza, me abraza apasionadamente: mil ojos, narices, dedos, piernas, botellas, ventanas, monederos, platos nos miran airados y nosotros abrazados y olvidados del mundo... Me siento a su lado, y ella habla: un diluvio de palabras. Comentarios desordenados y febriles de histeria, perversión, lepra. No escucho ni una palabra, porque es bella y la amo y ahora me siento feliz y dispuesto a morir.
Bajamos caminando por la rue du Château, buscando a Eugene. Pasamos por el puente del ferrocarril donde solía yo mirar los trenes salir y sentirme enfermo por dentro mientras me preguntaba dónde demonios podía estar ella. Todo suave y encantador cuando atravesamos el puente. Humo que nos sube por las piernas, raíles que chirrían, semáforos en nuestra sangre. Siento su cuerpo cerca del mío —mío y sólo mío ahora— y me detengo a pasar las manos por el cálido terciopelo. Todo lo que nos rodea está desmoronándose, desmoronándose, y el ardiente cuerpo bajo el cálido terciopelo se muere de deseo por mí...
De nuevo en la misma habitación y cincuenta francos sobrantes, gracias a Eugene. Me asomo al patio, pero el fonógrafo calla. El baúl está abierto y sus cosas tiradas por todas partes como antes. Está acostada en la cama con la ropa puesta. Una, dos, tres, cuatro veces... temo que se vuelva loca... En la cama, bajo las sábanas, ¡qué placer sentir su cuerpo de nuevo! Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Durará esta vez? Ya tengo el presentimiento de que no.
Me habla febrilmente... como si no fuese a haber mañana. «¡Calla, Mona! Mírame solamente... ¡no hables!» Por fin, se queda dormida y retiro el brazo de debajo de ella. Se me cierran los ojos. Su cuerpo está ahí, a mi lado... va a estar ahí hasta mañana, seguramente... Fue en febrero cuando zarpé del puerto, con una ventisca cegadora. La última visión que tuve de ella fue en la ventana diciéndome adiós con la mano. Un hombre parado al otro lado de la calle, en la esquina, con el sombrero calado sobre los ojos, con la boca hundida entre las solapas. Un feto mirándome. Un feto con un puro en la boca. Mona en la ventana diciéndome adiós. Rostro blanco y triste, con los cabellos ondeando desordenados. Y ahora es un dormitorio triste, su respiración acompasada por la boca, savia que le rezuma todavía entre las piernas, un olor cálido y felino y su cabello en mi boca. Tengo los ojos cerrados. Respiramos nuestro cálido aliento uno en la boca del otro. Muy juntos, América a cinco mil kilómetros de distancia. No quiero volverla a ver. Tenerla aquí en la cama conmigo, respirándome en la piel, con su cabello en mi boca... lo considero como una especie de milagro. Ahora nada puede ocurrir hasta mañana...
Despierto de un sueño profundo para mirarla. Una pálida luz se filtra en la habitación. Contemplo su bella melena en desorden. Siento que algo me baja corriendo por el cuello. Vuelvo a mirarla detenidamente. Tiene la cabellera llena. Levanto la sábana... hay más. Pululan por la almohada.
Es un poco después del amanecer. Hacemos las maletas a toda prisa y salimos a hurtadillas del hotel. Los cafés están todavía cerrados. Vamos caminando y rascándonos al mismo tiempo. Nace el día con blancura lechosa, estrías de cielo rosa salmón, caracoles que abandonan sus conchas. París. París. Todo puede suceder aquí. Viejos muros decrépitos y el agradable sonido del agua que corre en los urinarios. Hombres que se lamen los bigotes en el bar. Persianas que se alzan con estrépito e hilillos de agua que susurran en los arroyos de la calle. Amer Picon en enormes letreros escarlatas. Zigzag. ¿Qué camino tomar y por qué o dónde o qué?
Mona tiene hambre. Lleva un vestido fino. Sólo mantones de noche, frascos de perfume, pendientes extravagantes, brazaletes, depilatorios. Nos sentamos en una sala de billar en la Avenue de Maine y pedimos un café. El retrete no funciona. Vamos a tener que esperar sentados un rato antes de poder ir al otro hotel. Mientras tanto, nos quitamos mutuamente las chinches de la cabeza. Nerviosos. Mona está perdiendo la calma. Necesita un baño. Necesita esto. Necesita lo otro. Necesita, necesita, necesita...
—¿Cuánto dinero te queda?
¡Dinero! Lo había olvidado completamente.
Hôtel des Etats-Units. Un ascenseur. Nos metemos en la cama en pleno día. Cuando nos levantamos, es de noche, y lo primero que hay que hacer es conseguir pasta suficiente para enviar un telegrama a América. Un telegrama al feto, el que llevaba el largo y sabroso puro en la boca. Mientras tanto, nos queda el recurso de la española del Boulevard Raspail... siempre tiene a punto una comida caliente. Mañana por la mañana, algo sucederá. Por lo menos vamos a acostarnos juntos. Ahora ya no hay chinches. Ha empezado la estación de las lluvias. Las sábanas están inmaculadas...


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