La Invasión. Por Ricardo Piglia

Con el golpe del cerrojo los adivinó atrás, al fondo de la celda.
Siguió inmóvil, cara a la puerta, hasta que se apa­garon los ruidos en la sala de guardia. Entonces se dio vuelta y los encontró donde lo preveía: uno de pie, sin tocar la pared, como haciendo equilibrio y a medio ves­tir; el otro, un morocho de anteojos, tirado en el piso.
Afuera le habían quitado el cinturón y el cordón de los borceguíes. Sentía la ropa floja y estaba molesto, co­mo desnudo.
Caminó hacia el medio, torpemente, arrastrando los borceguíes abiertos y se detuvo, indeciso. Los pantalo­nes se le deslizaban por las caderas y los sostuvo con la mano derecha.
En el fondo de la pieza los otros dos lo miraban. El más alto se balanceaba suavemente. Tocaba la pared con el hombro y volvía a despegarse. Fumaba sin sacarse el cigarrillo de la boca.
El que había entrado sonrió.
—Me llamo Renzi —dijo.
Sosteniendo el pantalón con la izquierda caminó hacia ellos, la mano derecha extendida.
—Renzi...
El que estaba parado se apoyó en la pared y sacu­dió la cabeza. Más que un saludo pareció que hubiera querido afirmar algo. “Celaya”, le pareció escuchar a Renzi.
El morocho, sentado en el piso, casi echado, con las piernas abiertas y la cara borrada por la sombra de la pa­red, no se movió.
Renzi se pasó la mano derecha por el pantalón, co­mo limpiándose. Retrocedió hasta la otra pared y se sentó. El cuarto estaba casi a oscuras; empezaba a ano­checer. La única ventana, angosta y alargada, era una rendija, un lamparón de luz colgando cerca del techo. Se inclinó sobre un costado y apoyado en el hombro buscó algo en el bolsillo del pantalón. Sacó un cigarri­llo, hizo un bolló con el paquete vacío y lo tiró. La pe­lota de papel rodó por el pisó y se detuvo entre las piernas del morochito. Con el cigarrillo en los labios, Renzi hurgueteó en los bolsillos de la camisa buscando un fósforo.
—¿Tenés fuego? —dijo, mirando a Celaya.
Celaya siguió inmóvil. Renzi lo miraba desde abajo. Celaya parecía distraído, se estudiaba las uñas. Después apartó los ojos y prendió un fósforo raspándolo contra la suela del borceguí. Se quedó así, parado, la llama alumbrándole la mano, los dedos, la piel amari­llenta y manchada de nicotina.
Vista desde el suelo la cara de Celaya se deformaba en la oscuridad. Renzi se levantó, despacio, apoyando una ruano en el pisó. Sintió el calor limpio de la llama mientras chupaba y el humo le raspó la garganta. Abajo el fósforo se apagaba lentamente. Renzi lo miró hasta que Une apenas una chispa rosada.
—¿Y vos? —dijo, mientras Celaya comenzaba a sen­tarse y el cuerpo del morocho aparecía de golpe, cómo brotando del piso.
—Y ustedes —se rectificó— ¿por qué están?
—Estamos ¿dónde? —Celaya habló lento, eligiendo las palabras.
—Aquí —Renzi lo miraba— Aquí, en cana...
Celaya parecía atraído por algo que estaba en la pa­red, encima de la cabeza de Renzi.
—¿En cana? —Se detuvo, como si le costara trabajo entender.
—Por desertar...
—Ah... —Empezó a decir Renzi, incómodo sin saber por qué —¿Y hace mucho que están? —quizás por la sonrisa del morochito, por su manó que iba y venía acariciándose el pechó entre los pliegues de la camisa. Celaya se quedó un momento sin contestar, como pensando.
—Tres meses —Se había arrimado al morocho y los dos estaban muy juntos, formando un bulto en la pe­numbra, un solo cuerpo deforme. Si se inclinaba, Renzi podía distinguir claramente la mitad de la cara del mo­rocho, alumbrada por la luz que se filtraba desde la ven­tana; la otra mitad era una mancha oculta en el hom­bro de Celaya. Parecía tener la piel muy lisa. “Por el sudor”, pensó Renzi que sentía la transpiración en los ojos.
—¿Tres meses...? —El humo le defórmó la voz— Y cómo los agarraron?
Esperó la respuesta y el morocho también miró a Celaya que se frotaba el tobillo, sin hablar.
—¿Y a vos por qué le encanaron? —dijo Celaya co­rno si le contestara.
Renzi lo miró, sorprendido; después aplastó el ci­garrillo en el pisó.
—Un lío con el “chivó” Pelliza. Me tiene bronca porque soy estudiante y además...
—¿Por cuánto tiempo? —Lo cortó Celaya, bajando la cabeza. Parecía buscar algo en el pisó.
—No sé. —Le molestaba el tono prepotente de Ce­laya.— No sé por cuánto tiempo.
El morocho se inclinó y habló con Celaya en voz baja.
A Renzi le pareció escuchar la risa de Celaya.
Después se quedaron inmóviles, callados.
—Ché ¿y hay que dormir en el suelo? —preguntó Renzi, al rato.
—No. Ya van a traer los colchones.
—¿A qué hora?
—A que hora ¿qué?
—Van a traer los colchones.
—Pronto —Celaya parecía cansado, aburrido.
—¿Y los tres dormimos aquí? —dijo Renzi recorrien­do la pieza con un gesto.
—Sí. Los tres.
—¿Y la comida. También hay que...
—Sí, también hay que comer aquí —lo interrumpió Celaya.— Hay que hacer todo aquí. —Hablaba lentamen­te, contenido—. Si querés cagar tenés que ir hasta esa puerta —la señaló con un cabezazo— pedir por el oficial de guardia. Decirle: “Tengo ganas de cagar, mi tenien­te”.
En el piso el morochito se reía en silencio mostran­do las encías.
—¿Entendés? —insistió Celaya— ¿Entendés? ¿O ­ necesitás que te explique algo más?
—No —Renzi hizo un esfuerzo para mirarlo de frente. Pero si llego a necesitar algo te aviso y vos me enseñás. —Trató de repetir el tono de Celaya.— Yo te aviso y enseñás —repitió.
Celaya le buscó la cara.
—Escuchá querido —dijo— acá adentro no te con­viene jugar al machito ¿te das cuenta? Aquí no estás en la Universidad; así que mejor sentate ahí, quedate piola y no jodás.
—Che, ¿pero vos que te pensás? —empezó a decir Renzi que encogió una pierna tratando de pararse. Cuan­do estaba medio arrodillado, Celaya lo empujó con la punta ele las dedos y Renzi perdió el equilibrio.
Las piernas de Celaya, ahora, eran dos tubos grises, creciendo en el piso. Renzi echó la nuca hacia atrás, buscándole la cara, allá arriba, pero se detuvo en la franja lechosa ele la piel ele la cintura donde la camisa escapaba del pantalón.
—Yo te hablo en serio. No jodás. Dormí, contá vaquitas, hacete la paja. Pero no jodás.
Renzi se apretó contra la pared y estiró las piernas.
Tenía la boca seca, el cuerpo flojo como lleno de espuma. Volvió a repasar los bolsillos buscando un cigarri­llo inútilmente.
Celaya se había sentado. El morocho inclinado sobre él, le hablaba en voz baja. Se escuchó el chasquido tic un fósforo y la llamarada alumbró la cara de los dos. Cada: tanto parecía encenderse un círculo rojo que sal­taba ele un lacio a otro. “Fuman del mismo cigarrillo”, pensó Renzi con asco y a la vez con ganas de pedirles una pitada, sentir el calor áspero del humo entrando en los pulmones. Se contuvo, la garganta seca. Sin saber por qué trató de no toser, como si toser fuera una debilidad frente Celaya.
La garganta se astillaba, le ardía.
No romper el silencio pesado, lleno de ruidos sordos: voces de mando o un ladrido, lejos.
Carraspeó varias veces.
Después amontonó saliva en la boca y la hizo correr por la garganta para disminuir el ardor. Por un momento creyó que Celaya le había hablado. Era un murmullo débil, como si alguien silbara despacio.
La oscuridad ocupaba todo el calabozo. Desorienta­rlo, tanteó la pared tratando de reconstruir el cuarto, mientras, afuera, alguien encendía una luz y la claridad bajaba diluida por la ventana alumbrando apenas la cara de Celaya, el pecho desnudo del morocho, un cuadrado irregular del piso grasiento.
Todo flotaba en una penumbra verdosa. Las siluetas se fueron recortando, otra vez. Renzi imaginó la luz del otro lado. La bombita sucia, los bichos revoloteando en la pared, cerca de la ventana, iluminando la entrada del baño.
Ubicó los cuerpos de Celaya y el morocho. Le pareció que se movían y los oyó murmurar. Estaban juntos, casi uno sobre otro. Era una risa, apenas. Una respiración suave, un jadeo. Se movió hacia un costado buscando distinguirlos mejor y en ese momento lo cegó la luz. Parpadeó, encandilado. Por fin adivinó, en medio de la luz que entraba por la puerta abierta, al sargento de guardia y a un soldado que arrastraba un tacho cilíndrico.
Recibió el plato de metal, la cuchara. Comió des­pacio, sin sentarse. El montón de papas y porotos y el agua tibia se apelotonaban, se disolvían en la boca. Tragó sin respirar y se recostó contra la pared, de cara al aire fresco.
Afuera, los soldados de guardia conversaban en voz Recorrió el salón circular de la sala de guardia, el escritorio contra la pared, y —por el vidrio de la ven­tana— un pedazo del camino de pedregullo cortado, de golpe, por la oscuridad. Al fondo, lejos, la luz de entra­da, como suspendida en el aire, alumbraba en un círculo el asfalto de la ruta.
En el calabozo Celaya y el morochito comían jun­tos, sentados en un rincón.
Renzi entregó el plato casi lleno.
Recibió el colchón y las mantas. Mientras se cerra­ba la puerta, alcanzó a ver el respaldo de una silla y un ángulo del escritorio.
Después escuchó el golpe metálico del cerrojo.
En la oscuridad le duró un rato el reflejo de la luz. Apretó los párpados y se fue acostumbrando de a poco a la penumbra.
El sudor le mojaba el cuerpo. Sentía la ropa ás­pera, pegada a la piel.
Al fondo, el morocho tendía los colchones.
Renzi se sacó un borceguí, el otro, y empezó a desnudarse. Se quitó el pantalón, levantó la cabeza y se encontró con el morochito que lo miraba, sin moverse. Renzi fue el primero en desviar los ojos.
Después acomodó el colchón en un costado, pre­paró una almohada enrollando el pantalón en la gari­baldina y, al buscar la manta, tropezó con el cuerpo de Celaya.
Estaba parado, lo miraba.
—No querido. Andate más hacia la punta —Agitó la mano como espantando algo—. Bien, bien contra la punta. Vas a estar más tranquilo —le dijo, y a Renzi le pareció escuchar como la risa del morochito, otra vez.
Se arrimó a la pared, sin hablar.
Se acostó y se tapó con la manta, a pesar del calor.
Encorvados, muy juntos, alumbrados débilmente por la luz que bajaba de la ventana, Celaya y el mo­rocho eran un bulto deforme. Parecían reírse o hablar, en voz baja.
El morocho se había quitado la ropa. Renzi lo veía por primera vez ele cuerpo entero. Era mucho más bajo de lo que había pensado. Al lado de Celaya, alto, maci­zo, el cuerpo del morocho se diluia, pálido. Tenía los brazos sin vello y las manos blandas, como sin fuerza y los dedos amarillentos en las puntas, cerca de las uñas que se enredaban en el pelo de Celaya.
Cuando Renzi lo comprendió hacía un ralo que el morocho acariciaba la nuca de Celaya. Las manos se deslizaban por el cuello, subían hasta el nacimiento de las orejas, bajaban por el pecho y empezaban a des­prenderle el pantalón.
Desde el piso, Renzi ve el mentón del morocho, los labios jugueteando con las tetillas, en el cuello, en la boca ele Celaya; los dos cuerpos se abrazan, tirados en el colchón como si lucharan; el cuerpo del morocho es un arco, Celaya está encorvado sobre él, los gemidos y las voces se mezclan, los dos cuerpos se hamacan y los gemidos y la voz quebrada de Celaya se mezclan, son un solo jadeo violento mientras Renzi se aplasta contra el cemento, cara a la pared, hecho un ovillo entre las mantas.

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