El Corazón es un Cazador Solitario. Por Carson McCullers

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En la ciudad había dos mudos. Estaban siempre juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en la que vivían y bajaban por la calle en dirección al trabajo, cogidos del brazo. Los dos amigos eran muy diferentes. El que siempre encabezaba la marcha era un griego obeso y soñador. En verano llevaba un polo amarillo o verde chapuceramente embutido en los pantalones por delante y suelto por detrás. Cuando hacía frío, se echaba encima un informe jersey gris. Tenía la cara redonda y grasienta, de párpados semicerrados y labios que se curvaban en una blanda y estúpida sonrisa. El otro mudo era alto, y en sus ojos brillaba una expresión vivaz, inteligente. Vestía siempre de forma inmaculada y sobria.
Cada mañana los dos amigos caminaban silenciosamente juntos hasta alcanzar la calle principal de la ciudad. Cuando llegaban ante una determinada tienda de frutas y bombones se detenían un momento en la acera. El griego, Spiros Antonapoulos, trabajaba para su primo, el propietario de la frutería. Su trabajo consistía en hacer bombones y dulces, desembalar las frutas y mantener limpia la tienda. El mudo delgado, John Singer, casi siempre ponía su mano en el brazo de su amigo y le miraba durante un segundo antes de separarse de él. Después de esta despedida, Singer cruzaba la calle y se dirigía, solo, a la joyería donde trabajaba como grabador de vajilla de plata.
A última hora de la tarde los amigos se volvían a encontrar. Singer regresaba a la frutería y esperaba hasta que Antonapoulos estaba listo para volver a casa. El griego estaba quizá desembalando perezosamente una caja de melocotones o melones, o leyendo la tira cómica del periódico en la cocina situada en la trastienda, donde preparaba sus golosinas. Antes de marchar, Antonapoulos abría siempre una bolsa de papel que durante el día tenía escondida en uno de los estantes de la cocina. La bolsa contenía diversos bocados que el griego había recogido: una fruta, muestras de chocolate, o la parte final de un embutido de hígado. Generalmente, antes de salir, Antonapoulos se acercaba contoneándose suavemente al escaparate de la tienda donde se guardaban las carnes y los quesos. Abría el cristal de la parte trasera del escaparate y su regordeta mano palpaba amorosamente en busca de algún bocado exquisito que había llamado su atención. A veces, su primo, el propietario del negocio, no lo veía. Pero si se daba cuenta, miraba a su primo con expresión de advertencia en su tenso y pálido rostro. Entonces, con tristeza, Antonapoulos, se limitaba a cambiar de lugar el bocado en cuestión. En tales ocasiones, Singer adoptaba una postura muy envarada, con las manos en los bolsillos, y miraba en otra dirección. No le gustaba ser testigo de estas escenitas entre los dos griegos. Porque, exceptuando la bebida y cierto placer secreto y solitario, a Antonapoulos lo que mes le gustaba en el mundo era comer.
Al atardecer, los dos mudos regresaban juntos lentamente al hogar. En casa, Singer no dejaba de hablarle a Antonapoulos. Sus manos formaban rápidas secuencias de palabras. En su cara había ansiedad, y sus ojos, de un tono gris verdoso, centelleaban. Con aquellas delgadas pero fuertes manos le contaba a Antonapoulos todo lo ocurrido durante el día.
Antonapoulos se recostaba perezosamente en su silla y miraba a Singer. Era muy raro que se decidiera a mover las manos para hablar… y, cuando lo hacía, era para decir que deseaba comer o beber o dormir. Estas tres cosas las decía siempre con los mismos gestos vagos, torpes. Por la noche, si no se encontraba demasiado bebido, se arrodillaba antes de acostarse y rezaba durante un rato. Sus regordetas manos formaban las palabras “Bendito Jesús”, o “Dios”, o “Amada María”. Éstas eran las únicas palabras que Antonapoulos decía. Singer nunca sabía hasta qué punto su amigo comprendía todas las cosas que él le contaba. Pero esto carecía de importancia.
Los dos hombres compartían la primera planta de una casita situada cerca del barrio comercial de la ciudad. Había en ella dos habitaciones. En el hornillo de petróleo de la cocina, Antonapoulos preparaba todas sus comidas. Había sillas rectas, sencillas, de cocina, para Singer y un sofá demasiado relleno para Antonapoulos. El dormitorio estaba amueblado principalmente con una gran cama doble, cubierta con un edredón confortable para el voluminoso griego, y un estrecho catre de hierro, para Singer.
Tardaban mucho en cenar, porque a Antonapoulos le encantaba comer, y era muy lento. Después de la cena, el voluminoso griego se recostaba en su sofá y lentamente se relamía cada uno de los dientes con la lengua, bien fuera por cierta delicadeza o porque no deseaba perder el sabor de la comida…, mientras, Singer lavaba los platos.
En ocasiones, los mudos jugaban al ajedrez por la noche. Singer siempre había disfrutado mucho con este juego, y años atrás había intentado enseñárselo a Antonapoulos. Al principio su amigo no logró interesarse en las razones por las que se mueven las piezas en el tablero. Más tarde Singer empezó a guardar una botella de algo bueno debajo de la mesa para tomar después de cada lección. El griego nunca consiguió comprender los movimientos extravagantes de los alfiles y la movilidad arrolladora de las damas, pero aprendió a efectuar algunas jugadas de apertura corrientes. Prefería las piezas blancas y no jugaba si le tocaban las negras. Después de los primeros movimientos, Singer proseguía el juego solo mientras su amigo observaba soñolientamente. Si Singer realizaba brillantes ataques contra sus propias piezas de modo que al final el rey negro recibía jaque mate, Antonapoulos se sentía siempre orgulloso y encantado.
Los dos mudos no tenían más amigos y, excepto cuando se hallaban en su trabajo, siempre estaban juntos, y solos. Todos los días eran iguales para ellos, porque estaban tan solos que nada les estorbaba. Una vez por semana acudían a la biblioteca para que Singer retirara una novela de misterio, y el viernes por la noche iban al cine. El día de paga iban siempre a un fotógrafo de diez centavos situado encima del Almacén del Ejército y la Marina para que Antonapoulos pudiera fotografiarse. Éstos eran los únicos lugares a los que acudían con regularidad. Había muchos sectores de la ciudad que jamás habían visto.
La ciudad estaba enclavada en pleno Sur. Los veranos eran largos y los meses de frío invernal, escasos. Casi siempre el cielo ofrecía un aspecto azul, cristalino, y el sol ardía con un resplandor desenfrenado. Más tarde venían las lluvias suaves, frías de noviembre, y quizá después las heladas, y unos cortos meses de frío. Los inviernos eran variables, pero los veranos eran siempre abrasadores. La ciudad era bastante grande. En la calle principal había varias manzanas de tiendas de dos o tres pisos y oficinas comerciales. Pero los mayores edificios de la ciudad eran las fábricas, que daban empleo a un alto porcentaje de la población. Eran hilanderías muy grandes y florecientes, aunque la mayor parte de los obreros de la ciudad eran muy pobres. Con frecuencia podía observarse en las caras de la gente que caminaba por la calle una desesperada expresión de hambre y de soledad.
Pero los dos mudos no sufrían la soledad. En casa se sentían contentos de comer y beber, y Singer no dejaba de hablar ansiosamente con las manos a su amigo sobre todo lo que le pasaba por la mente. De modo que los años pasaron de esta tranquila manera hasta que Singer llegó a la edad de treinta y dos años, después de diez de vivir con Antonapoulos en la ciudad.
Entonces, un día el griego cayó enfermo. Se incorporó en la cama con las manos sobre su voluminosa barriga, y gruesas y aceitosas lágrimas rodaron por sus mejillas. Singer fue a ver al primo de su amigo, el dueño de la frutería, y arregló también las cosas para poder faltar a su propio trabajo. El médico prescribió una dieta para Antonapoulos, y le dijo que no podría beber vino nunca más. Singer hizo cumplir rígidamente las órdenes del doctor. Durante todo el día se mantenía sentado junto a la cama de su amigo y hacía todo lo que podía para que el tiempo pasara rápidamente, pero Antonapoulos no hacía más que mirarle con irritación por el rabillo del ojo, y no parecía nada satisfecho.
El griego se mostraba muy quejumbroso y no dejaba de encontrar defectos a los zumos de frutas y comida que le preparaba Singer. Constantemente le pedía a su amigo que le ayudara a bajar de la cama para poder rezar. Sus enormes nalgas se desplomaban sobre sus regordetes piececillos al arrodillarse. Describía con las manos las palabras “Amada María”, y luego cogía la crucecita de latón que llevaba al cuello pendiente de un sucio trozo de cordel. Sus grandes ojos subían hacia el techo con una expresión de temor en ellos, y después se mostraba muy malhumorado y no dejaba a su amigo que hablara con él.
Singer era paciente y hacía todo lo que estaba en su mano. Hacía dibujitos y en una ocasión dibujó el retrato de su amigo para divertirle. El retrato hirió los sentimientos del griego, que se mostró ofendido hasta que su amigo retocó el dibujo haciéndole parecer más joven y guapo, coloreándole el pecho de amarillo brillante y los ojos de azul porcelana. Entonces trató de no delatar su agrado.
Singer cuidó a su amigo tan cariñosamente que al cabo de una semana Antonapoulos pudo volver a su trabajo. Pero a partir de aquel momento algo cambió en su manera de vivir. Y empezaron los problemas para los dos amigos.
Antonapoulos ya no volvió a ponerse enfermo, pero en él se había producido un cambio. Se mostraba irritable y no se contentaba con pasar las noches tranquilamente en casa. Cuando quería salir, Singer lo seguía muy de cerca. Antonapoulos se dirigía a un restaurante, y mientras se sentaban a la mesa cogía furtivamente terrones de azúcar, o un pimentero o algún cubierto. Singer siempre pagaba sus robos, y no había problemas. En casa reñía a Antonapoulos, pero el corpulento griego se limitaba a mirarle con una blanda sonrisa.
Pasaron los meses. Los hábitos de Antonapoulos no hicieron más que empeorar. Un día salió tranquilamente de la frutería de su primo a las doce del mediodía y orinó en público en la pared del First National Bank, al otro lado de la calle. A veces, al encontrarse en la acera con personas cuya cara no le gustaba tropezaba con ellas deliberadamente y las empujaba con los codos y el vientre. Un día penetró en una tienda y cargó con una lámpara de pie sin pagarla, y en otra ocasión trató de robar un tren eléctrico que había visto en una vitrina.
Para Singer, aquella fue una época de gran aflicción Continuamente tenía que llevar a Antonapoulos al tribunal durante la hora del almuerzo para resolver estas infracciones de la ley. Singer se familiarizó con los procedimientos del tribunal de justicia, y se hallaba en un estado constante de agitación. El dinero que tenía ahorrado en el banco se disipó en fianzas y multas. Todos sus esfuerzos y dinero apenas bastaban para evitar que su amigo fuera a la cárcel, tantas eran las acusaciones de robo, indecencia pública y lesiones.
El primo griego para el que trabajaba Antonapoulos no se había mezclado en todos estos problemas. Charles Parker (éste era el nombre que su primo había adoptado) permitía que Antonapoulos siguiera trabajando en la tienda, pero no dejaba de observarlo con su cara pálida, tensa, sin hacer el menor esfuerzo por ayudarlo. Singer experimentaba un extraño sentimiento hacia Charles Parker. Empezó a sentir antipatía por él.
Singer vivía en continua agitación e inquietud. Pero Antonapoulos se mostraba siempre afable, y, pasara lo que pasara, su fláccida sonrisa no se le borraba de la cara. En todos aquellos años, Singer siempre había tenido la impresión de que había algo muy sutil y sabio en la sonrisa de su amigo, aunque jamás había llegado a saber hasta dónde llegaba la compresión de Antonapoulos, ni lo que el griego estaba pensando. Ahora, en la expresión de su amigo, a Singer le pareció detectar un deje de astucia y de burla. Sacudía a su amigo por los hombros hasta cansarse, y una y otra vez le explicaba cosas con las manos. Pero de nada servía.
Singer había perdido todo el dinero, y tuvo que pedir un préstamo al joyero para quien trabajaba. En una ocasión no logró pagar la fianza de su amigo, y Antonapoulos tuvo que pasar la noche en la cárcel. Cuando Singer llegó para sacarlo al día siguiente, el griego estaba muy malhumorado. No quería irse. Le había gustado la cena a base de carne de cerdo y pan de maíz rociado con jarabe. Y también sus compañeros de celda y el nuevo sistema de dormir.
Habían vivido tanto tiempo solos que Singer no tenía a nadie que le ayudara en su aflicción. Antonapoulos no permitía que nada le preocupara o le cambiara sus hábitos. En casa, a veces preparaba el nuevo plato que había comido en la cárcel, y en la calle nunca había forma de saber cómo se comportaría.
Y entonces a Singer se le presentó el problema final.
Una tarde en que había ido a la frutería a encontrarse con Antonapoulos, Charles Parker le tendió una carta. Ésta explicaba que Parker había hecho preparativos para que su primo fuera internado en un manicomio estatal situado a trescientos veinte kilómetros de allí. Charles Parker había empleado su influencia en la ciudad, y los detalles estaban ya fijados. Antonapoulos iba a marcharse, y sería admitido en el manicomio a la semana siguiente.
Singer tuvo que leer la carta varias veces. Durante un rato fue incapaz de pensar. Charles Parker le decía cosas desde el otro lado del mostrador, pero Singer ni siquiera trataba de leerle los labios y comprender. Al final, Singer escribió en el pequeño bloc que siempre llevaba en el bolsillo:

No puede usted hacer esto. Antonapoulos tiene que quedarse conmigo.

Charles Parker sacudió la cabeza con excitación. No sabía mucho americano. “No es asunto suyo”, repetía sin cesar.
Singer sabía que todo había terminado. El griego tenía miedo de que algún día pudieran responsabilizarle de su primo. Charles Parker no sabía mucho sobre la lengua americana… pero comprendía muy bien el dólar americano, y había utilizado su dinero e influencia para que admitieran a su primo en el manicomio sin demora.
Singer no podía hacer nada.
La semana siguiente estuvo llena de febril actividad. Hablaba y hablaba. Y aunque sus manos jamás se tomaban un descanso, no era capaz de decir todo lo que tenía que decir. Quería contarle a Antonapoulos todos los pensamientos que había albergado su mente y su corazón, pero no había tiempo. Sus grises ojos brillaban y su vivaz e inteligente cara expresaba gran tensión. Antonapoulos le miraba con actitud soñolienta, y su amigo no conseguía saber lo que el griego había comprendido en realidad.
Llegó el día en que Antonapoulos tenía que irse. Singer tomó su propia maleta y con sumo cuidado empaquetó lo mejor de sus posesiones conjuntas. Antonapoulos, por su parte, se preparó un almuerzo para comer durante el viaje. A última hora de la tarde anduvieron juntos del brazo calle abajo por última vez. Era una fría tarde de finales de noviembre, y el aliento se condensaba ante su boca.
Charles Parker iba a viajar con su primo, pero ahora se mantuvo alejado de ellos en la estación. Antonapoulos subió atropelladamente al autobús y se instaló con cuidadosos preparativos en uno de los asientos delanteros. Singer lo observaba por la ventanilla, y sus manos empezaron a hablar desesperadamente por última vez a su amigo. Pero Antonapoulos estaba tan ocupado comprobando el contenido de su almuerzo que durante un rato no le prestó mucha atención. Justo en el momento en que el autobús se apartaba del bordillo, se volvió hacia Singer y mostró su sonrisa blanda y distante…, como si se encontrara a muchos kilómetros de distancia.
Las siguientes semanas no parecieron reales. Durante todo el día, Singer trabajaba en su banco de la trastienda de la joyería, y por la noche regresaba a casa solo. No deseaba otra cosa que dormir En cuanto llegaba a casa se echaba en su catre y trataba de dormir un rato. Le asaltaban entonces los sueños. Y en todos ellos aparecía Antonapoulos. Sus manos se agitaban nerviosamente, porque en sus sueños le hablaba a su amigo, y Antonapoulos le estaba observando.
Singer trató de pensar en la época en que no conocía aún a Antonapoulos. Intentó relatarse a sí mismo algunas cosas que le habían sucedido cuando era joven. Pero nada de lo que trató de recordar le pareció real.
Había en particular un hecho que recordaba muy bien, aunque en realidad carecía de importancia para él. Singer recordaba que, aunque era sordo de nacimiento, no siempre había sido mudo. Siendo aún muy niño, quedó huérfano y fue internado en una institución para sordos. Aprendió a hablar con las manos y a leer. Antes de cumplir nueve años era capaz de hablar con una sola mano, al modo americano…, y también emplear las dos, según el método europeo. Había aprendido a seguir el movimiento de los labios de la gente y a comprender lo que decían. Finalmente, le enseñaron a hablar.
En la escuela se le consideraba muy inteligente. Aprendió las lecciones antes que el resto de los alumnos. Pero nunca consiguió acostumbrarse a hablar con los labios. No era algo natural en él, y tenía la impresión de que su lengua era de un tamaño descomunal. Por la expresión de la cara de sus interlocutores cuando les hablaba así comprendía que su voz debía de sonar como la de un animal, o que había algo desagradable en su habla. Le resultaba doloroso tratar de hablar con la boca. En cambio sus manos estaban siempre dispuestas para formar las palabras que deseaba decir. A los veintidós años se trasladó desde Chicago a esta ciudad del Sur e inmediatamente conoció a Antonapoulos. No había vuelto a hablar con la boca, porque con su amigo no necesitaba hacerlo.
Nada parecía real excepto los diez años transcurridos con Antonapoulos. En sus entresueños veía al amigo muy vívidamente, y al despertar experimentaba una dolorosa soledad. De vez en cuando le enviaba un paquete a Antonapoulos, pero jamás recibía ninguna respuesta. Y así pasaban los meses de esta manera vacía, soñadora.
En primavera se operó un cambio en Singer. No podía dormir, y su cuerpo sufría continua inquietud. Por la noche daba monótonos paseos por la habitación, incapaz de desprenderse de una nueva sensación de energía. Si conseguía dormirse, era sólo unas pocas horas antes del alba…, cuando caía francamente en un sueño que duraba hasta que la luz de la mañana le hería de repente bajo sus entreabiertos párpados como una cimitarra.
Empezó a pasar las noches caminando por la ciudad. No podía ya permanecer en las habitaciones en que Antonapoulos había vivido, y se hospedó en una vieja pensión no lejos del centro de la población.
Hacía sus comidas en un restaurante situado a sólo dos manzanas de distancia, al extremo de la larga calle principal, que se llamaba el café Nueva York. El primer día echó una rápida mirada al menú y escribió una breve nota, tendiéndosela al propietario.

Cada mañana, como desayuno, deseo un huevo, tostadas, y café… 0,15
Para comer, sopa (de la que sea), un bocadillo de carne y leche… 0,25
Por favor, sírvame para cenar tres verduras (excepto col), pescado o carne, y una jarra de cerveza…0,35
Gracias

El propietario leyó la nota y lanzó a Singer una mirada vigilante, discreta. Era un hombre duro, de mediana estatura, con una barba tan oscura y espesa que la parte inferior de su cara parecía vaciada en hierro. Por lo general permanecía en el rincón junto a la caja registradora, los brazos cruzados sobre el pecho, observando silenciosamente todo lo que pasaba a su alrededor. Singer llegó a conocer muy bien el rostro de aquel hombre, porque desde entonces hizo sus tres comidas diarias en una de sus mesas.
Todas las noches, el mudo caminaba solo durante horas por la calle. A veces las noches eran frías, soplaban los fuertes y húmedos vientos de marzo, y llovía copiosamente. Pero esto no le importaba. Su paso era agitado, y mantenía siempre las manos bien metidas en los bolsillos del pantalón. Luego, a medida que transcurrieron las semanas, los días se fueron haciendo más cálidos y lánguidos. Su agitación dio paso gradualmente al agotamiento, y mostraba una expresión de profunda calma. Parecía estar tranquilo pero meditativo, algo que a menudo se descubre en las caras de las personas muy tristes o muy juiciosas. Pero seguía vagando por las calles de la ciudad, siempre silencioso y solo.

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