UNA INOLVIDABLE. Por Keila Vall

En la oscuridad, al principio de rodillas, fue liberando cada uno de los pequeños botones de mi vestido y poniéndose de pie hasta quedar mirándome. Son diecinueve los botones de ese vestido. Desde abajo hacia arriba fue separándolos de su ojal, demorado, calculando cada gesto. Como si hubiese tiempo. De pronto mi cubierta no pudo sostenerse más y por su peso se deslizó hacia el suelo. Recuerdo que terminamos sobre una alfombra áspera, que admiré con los ojos muy abiertos la caída de una gota de saliva o de sudor sobre mi mejilla izquierda. Una gota de aceite derramándose lenta, un grano de sal rodando a lo largo de las paredes de un cono de cristal.
Sentados en el sofá de la habitación, con dos copas de un vino tinto que habíamos comprado antes de subir, hablamos sobre viajes y las cosas insólitas que pasan en los viajes. Siempre he pensado que la casualidad o el destino se aceleran cuando uno sale de su país. Le conté sobre mi preocupación por la memoria, que dependemos de sus caprichos. Que somos lo que recordamos que hemos sido, y que a consecuencia del extravío dejamos atrás versiones de nosotros mismos. Versiones que seríamos si rescatáramos esos eventos desincorporados, justamente, de nuestra historia. Creo que he olvidado viajes por no retener el nombre de las ciudades en las que he estado. Algo así le dije, que tengo muy mala memoria. Y él me habló de fotos y de fragmentos. De lugares fragmentados, de la manera en que el recuerdo es recuperado, por secciones. Me dijo algo sobre el silencio, que es una lástima, me dijo, la importancia que le damos al verbo. Que si habláramos menos tendríamos tiempo para mirar más. Y recordar mejor. Yo pensé que tenía razón pero no se lo dije. Nos conocimos en la fiesta de mi prima Eunice. Él, un amigo recién llegado no importa de dónde, estaría en Caracas tres días. Yo, que para abreviar sencillamente me presenté como la prima de Eunice, vivo acá. Compartimos una copa de vino tinto chileno, o mejor dicho un vaso pues copas no quedaban más, mientras tocamos los temas típicos entre dos desconocidos. Hablamos de su accidentado trayecto del aeropuerto al hotel, del trabajo que vino a hacer y de la ciudad, de la inseguridad, de mi trabajo. Por ratos orbitamos, separados, entre la gente, pero cíclicamente nos volvimos a encontrar. Hablamos de música y especialmente de salsa pues quedó impresionado con Rebeca y Andrés, que en el momento se lucían con uno de sus performances ya clásicos en las fiestas de los amigos. Hablamos de cine y le comenté de un festival europeo que duraría lo que su estadía en Caracas. Esa noche me pidió que le recomendara cinco lugares imperdibles de esta ciudad y descubrí que la conozco poco, pero también lo hermosa que la encuentro. Elogié una montaña, comenté dos museos, tres restaurantes, un barcito, recordé una universidad y ofrecí un café. A fin de cuentas, me dijo días más tarde, mi selección no estuvo mal. Me invitó a almorzar y le ofrecí llevarlo a un lugar al aire libre rodeado de palmeras o de ficus, en todo caso de vegetación. Un lugar verde e iluminado. Entonces recuerdo que pensé que de plantas sé poco y también que eso seguramente no va a cambiar. Ahí pusieron Buscando Guayaba y lo saqué a bailar. Recuerdo que me preguntó por la guayaba que buscaba el tipo y que en cierto momento Rebeca pasó cerca y se lo entregué. Sentada en un sofá miré a la gente bailar hasta que Tomás se acercó y entonces con él hablé de La vida secreta de las palabras, una película sobre todo de silencios. Así fue pasando la noche. Más tarde el invitado se acercó con un vaso de agua en una mano y el de vino en la otra, cansado y con la camisa pegada del sudor, luego de su clase de baile. Permanecimos callados mirando el paisaje extraño que son mis amigos. Coincidimos varias veces a lo largo de la noche. En algún momento de la fiesta se acercó y me dijo te quiero contar. Y me contó, sobre una aventura amorosa en algún lugar del mundo en el que hay tormentas. Recuerdo que me impactó escuchar sobre el encuentro casual entre dos personas desconocidas, durante tres días encerradas a chocolate y vino, y pronto sexo, que era lo único que había o podía haber entre las paredes a las que habían quedado confinadas mientras pasaba la tormenta. Quedamos callados. Bastante más tarde, no sé por qué, ocurrió otra cosa extraña: le conté sobre la noche en que murió mi abuela; que entré a su cuarto y encontré su cuerpo, había quedado en silencio apenas segundos atrás, permanecí durante un tiempo mirándola, pensando que uno no sabe cómo es que se muere la gente. Permanecí quieta, preguntándome cuál parte estaba aún allí, si es que alguna parte de mi abuela todavía se aferraba a aquella figura que intuía cada vez más fría, que se me iba haciendo desconocida y que no me atreví a tocar. Observé la expresión nueva y definitiva en su rostro. El color grisáceo. Sus brazos. Y de pronto, su reloj. Su reloj continuaba andando. Por esas fracturas del tiempo su reloj continuaba andando. Algo era incoherente en ese cuadro, un fragmento de lo que miraba era una película y el otro era una foto. Era como si a cada tic, por efecto de la obturación del lente en una cámara fotográfica, se generara una imagen nueva. Una abuela yéndose. Una vida reorganizándose en el vacío que iba dejando. A cada tic.
No dijo nada. Quedamos allí sentados, mirando hacia afuera. Pronto repasé mentalmente varios buenos motivos para irme y ahí lo dejé, bien acompañado por Tomás y Eunice, que lo llevarían al hotel. Cuando llegué a la casa me di cuenta que había perdido uno de los zarcillos de la abuela y pensé en la ironía: tan presente que estaba ella, no se había ido, me negaba a olvidarla, y tan inconsistente y desordenada yo, incapaz de preservar un recuerdo que podía llevar puesto a todos lados. Al día siguiente llamé a Eunice y me dijo que no sabía, no había visto el pendiente, pero seguro estaba por ahí. Que no me angustiara. Así. Que no me preocupara tanto. Entonces me dijo que el extranjero, como lo llamaba por jugar, había colapsado en un sofá. Que la fiesta duró casi hasta las seis. Y que lo mejor me lo perdí.
La siguiente vez en esa habitación sentí que el tiempo se arrastraba, como si quisiera pero no pudiera imperar de nuevo. Me quedé de pie junto a la puerta, sin terminar de entrar, él recostado de la pared opuesta, mirándome, desde ese vaho, desde ese vacío de voz. Pobre del momento que no transcurre, que permanece a la espera de una aguja que se tranca y no camina. Allí está él, espiándome desde otro lugar, como el extraño que era, o que es. Entonces le digo (por que varias veces lo había visto registrarme atentamente, intentaba grabarme en una lámina de plata dentro de su cerebro), que su versión del silencio y de la comunicación es sincrónica. Vas a tener que pegar los trozos, le digo, de estas fotos desordenadas. No respondió nada, permaneció mirándome y yo me sentí impertinente. Entonces se despegó de la pared y caminó hacia mi silueta.
Esa tarde lo llevé a la universidad. Le conté, mientras recorríamos el pasillo de los libros y nos encaminamos hacia el Aula Magna, sobre un cuento que había escuchado de mi madre cuando pequeña, y que con seguridad ella misma ha olvidado. Según la historia, la amiga de una amiga estaba enamorada de Joan Manuel Serrat. En una de las visitas del músico a Caracas, ella se armó de valor y escribió un poema que le hizo llegar con un técnico del teatro o de su mismo espectáculo. La verdad no recuerdo cómo es que él terminó con el poema en sus manos, pero la historia cuenta que luego de leerlo quedó conmovido y la contactó para invitarla a merendar. Estableció una hora y un punto de encuentro. Al recibir el recado ella no lo creía, pasó horas inmóvil sentada o acostada en su cama, luego decidiendo qué traje usar, vistiéndose y desvistiéndose nerviosa mientras planeaba y volvía a planear la mejor ruta para llegar al sitio. Pensando sobre todo de qué hablaría con esa figura a la que siempre llamaba el amor de su vida, qué conversaría con el músico famoso que la había invitado a un café. Al final no se presentó. Se quedó dormida sobre los vestidos extendidos en su cama. Lo dejó esperando. Cuando su amiga le preguntó lo obvio, ella respondió con otra pregunta: ¿para qué iba a ir? Serrat ofrecía más vidas posibles en su imaginación que en el mundo real. Y puesta a elegir, prefirió las canciones que conocía al detalle, el espacio de lo que aún no había sido ni podía ser. Eligió el recuerdo imposible. Esa tarde continuamos nuestro camino por los jardines de la Universidad mientras hablamos sobre historias truncadas, sobre la imposibilidad de lo que no tiene verbo y no tiene imagen. En algún momento decidimos que nuestra vacación, como le llamábamos, había terminado. Él se iría en pocos días. Yo tenía un trabajo pendiente y me dediqué a él, decaída y aliviada a la vez, sintiéndome en parte responsable del final sin palabras.Las despedidas no nos gustan. Eso tuvimos tiempo de conversarlo, así que hicimos un pacto. El último día estábamos todos a la salida del restaurante de las plantas. El extranjero se despidió de Eunice, le dijo que muchas gracias y esas cosas que uno dice cuando se va. Le dio una palmada en la espalda a Tomás y le comentó a Rebeca algo sobre los bailarines de la fiesta. Luego estaba yo. Se acercó un poco. Me dio un abrazo, no muy largo. Se acercó un poco más, a mi oído, y dijo usted es una inolvidable. Me miró por un instante y se dio media vuelta. Caminó hacia el taxi, abrió la puerta y antes de entrar dio una última mirada hacia atrás pero no me encontró. Subió al auto y cerró la puerta. Recuerdo que caminé. Que había demasiada gente en la Avenida principal y que crucé hacia una más silenciosa. Que continué hacia el sur. Mil imágenes de la última semana atravesaron mi mente y pensé, por que justo había leído El perseguidor, que si viajara en metro moriría atravesada por el recuerdo en la estación de Sabana Grande, o de Plaza Venezuela. Acribillada, mejor dicho, por los recuerdos.Hace poco llamó Eunice, contenta por que el zarcillo apareció bajo el sofá. Es un alivio, las cosas y las memorias poco a poco se reordenan, todo vuelve lentamente a su lugar.

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