TAL (De los Fragmentos del Discurso Amoroso) Por Roland Barthes

Tal. Llamado sin cesar a definir el objeto amado, y sufriendo por las incertidumbres de esta definición, el sujeto amoroso sueña con una sabiduría que lo haría tomar al otro tal cual es, eximido de todo adjetivo.
1. Estrechez de espíritu: en realidad no admito nada del otro, no comprendo nada. Todo lo que, del otro, no me concierne, me parece extraño, hostil; experimento entonces respecto de él una mezcla de pavor y de severidad: temo y repruebo al ser amado, desde el momento en que ya no pega con su imagen. Soy solamente liberal: un dogmático doliente, en cierta manera.
(Industriosa, infatigable, la máquina de lenguaje que resuena en mí puesto que marcha bien- fabrica su cadena de adjetivos: cubro al otro de adjetivos, desgrano sus cualidades, sus qualitas.)
2. A través de esos juicios variables, versátiles, subsiste una impresión venenosa: veo que el otro persevera en sí mismo: es él mismo esta perseverancia, con la que tropiezo. Me enloquezco al comprobar que no puedo desplazarla; haga lo que haga, por más que me prodigue para él, no renuncia nunca a su propio sistema. Experimento contradictoriamente al otro como una divinidad caprichosa que cambia insensatamente de humor con respecto a mí, y como una cosa pesada, inveterada (esta cosa envejecerá tal cual es, y por ello sufro). O también, veo al otro en sus límites. O, en fin, me interrogo: ¿Hay un punto, uno sólo, sobre el cual el otro podría sorprenderme? Así, curiosamente, la libertad del otro de er el mismo la experimento con una obstinación pusilánime. Veo bien al otro como tal veo el tal del otro-, pero en el campo del sentimiento amoroso, ese tal me es doloroso, puesto que nos separa y puesto que, una vez más, me rehúso a reconocer la división de nuestra imagen, la alteridad del otro.
3. Este primer tal es malo porque dejó en secreto, como un punto interno de corrupción, un adjetivo: el otro es obstinado: revela todavía la qualitas. Es preciso que me desembarace de todo deseo de balance; es preciso que el otro devenga a mis ojos puro de toda atribución; cuanto más lo designe menos le hablaré: seré semejante al infans que se conecta con una palabra vacía para mostrar alguna cosa: Ta, Da, Tat (dice el sánscrito). Tal dirá el enamorado: tú eres así, precisamente así.
Y designándote como tal, te hago escapar a la muerte de la clasificación, te arranco al Otro, al lenguaje, te quiero inmortal. Tal cual es, el ser amado no recibe ya ningún sentido, ni de mí mismo ni del sistema en el que está inmerso; no es ya sino un texto sin contexto; no tengo más necesidad o deseo de descifrarlo; él es de algún modo el suplemento de su propio lugar. Si él no fuera más que una plaza bien podría yo, un día, reemplazarlo, pero el suplemento de su plaza, su tal, no puedo sustituirlo con nada.
(En los restaurantes, no bien termina el último servicio, se preparan las mesas de nuevo, para el día siguiente: el mismo mantel blanco, el mismo cubierto, el mismo salero: es el mundo de la plaza, del reemplazo: nada de tal.)
4. Accedo entonces (fugitivamente) a un lenguaje sin adjetivos. Amo al otro no según sus cualidades (compatibilizadas) sino según su existencia; por un movimiento que ustedes bien podrían llamar místico, amo no lo que él es, sino: que él es. El lenguaje del que el sujeto amoroso hace protesta entonces (contra todos los lenguajes sutiles) es un lenguaje obtuso: todo juicio e suspendido, el terror del sentido es abolido. Lo que liquido, en ese movimiento, es la categoría misma del mérito: del mismo modo que el místico se vuelve indiferente a la santidad (que sería de nuevo un atributo), accediendo al tal del otro no opongo ya la oblación al deseo: me parece que puedo obtener de mi desear al otro menos y gozarlo más.
(El enemigo negro del tal es la Habladuría fábrica inmunda de adjetivos, y lo que conformaría mejor al ser amado tal cual es sería el texto, sobre el que no puedo adosar ningún adjetivo: del que gozo sin tener que descifrarlo.)
5. O bien: tal, ¿no es el amigo? ¿Aquel que puede alejarse un momento sin que su imagen se abisme? Éramos amigos y nos hemos convertido en extraños uno del otro. Pero es bueno que así sea, y no buscamos disimulárnoslo ni oscurecerlo como si tuviésemos que tener vergüenza de ello. Como dos navíos que prosiguen cada uno su camino tras sus propias metas: así sin duda podemos cruzarnos y celebrar fiestas entre nosotros como ya lo hemos hecho y entonces los buenos navíos reposaban lado a lado en el mismo puerto, bajo el sol, tal calmos que se hubiera dicho que estuviesen ya en su destino y no hubiesen tenido sino el mismo rumbo. Pero enseguida el llamado irresistible de nuestra misión nos impulsaba de nuevo lejos uno de otro, cada uno sobre mares, hacia parajes, bajo soles diferentes tal vez para no vernos ya nunca, o tal vez para volvernos a ver una vez más, pero sin reconocernos ya: ¡Mares y soles diferentes han debido cambiarnos!

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