SEÑAS PARTICULARES. Por Sonia Chocrón

Lo primero en aparecer fue un huesito de la cadera, un ilíaco. De ahí que supiéramos que Caya no había tenido hijos y que su edad rondaba por los doce o trece años.
Escarbando en las cenizas un poco más, dos días después, supimos que Caya había sido esclava. De su húmero hendido por el roce de los músculos entendimos que se trataba de un cuerpo que había acarreado pesos inimaginables para su tamaño menudo. Lo que no quedó claro a nuestros ojos era qué hacía ella con aquel bebé en brazos. Estábamos seguros de que esos dos cuerpos deseaban hablar de la misma forma que lo hicieron los higos, los dinteles y el pan carbonizados que alguna vez sobrevivieron al Vesubio. Pero el misterio mudo del pequeño en los brazos cenicientos de Caya quedaría para después.
Cuando llegó la hora de estudiar su dentadura, Ian comenzó a interesarse en ella aún más. Era una hilera blanca como teclas de piano, perfectamente alineadas, plenas de salud, casi ninguna carie, y apenas una hendidura en los dos incisivos superiores y en un molar que susurraba a voces que Caya, en su temprana infancia, había pasado hambre. Todos los detalles, sin embargo, no desmerecían a nuestros ojos la estructura perfecta de su rostro, armónico y delicado. Caya había sido una adolescente hermosa. Y fue tal vez por esa causa que Ian se apasionó por sus huesos como si fueran los huesos de una amada difunta, o como si fuera la osamenta de un cadáver muy antiguo y de gran valor antropológico. De ahí que Ian decidiera llamarla Caya, como nombrando una manceba del pueblo de Herculano que hubiera sobrevivido a la hecatombe del Vesubio.
Juntando los huesillos vetustos, Ian había logrado, después de meses, recomponer la figura de Caya, su cuerpo esbelto y en ciernes, su estirpe de fruta ya madura.
Por cuál resquicio de la violencia se colaba esta muerte injusta. Esa era la pregunta que Ian se hacía desde que la obsesión comenzó a abrazarlo. Por primera vez, en los últimos dos años, lo veíamos cavilar y hacer preguntas que nada tenían que ver con los aviesos pasos de su mujer.
En el pueblo de Casigua nadie parecía recordar nada. O no querían recordar. Algunas veces el miedo hace al olvido.
De la misma forma en la que crecía el misterio de Caya, crecía la ansiedad de Ian por conocer más de su osamenta amada.
Pero el pueblo de Casigua se estaba quedando vacío. Las callejuelas de tierra del poblado habían visto alejarse a sus gentes, trashumantes persiguiendo el sueño de la vida. Sin picos ni palas; apenas sí, mochilas de ropa, la sensación de fuego y muerte muy cerca del corazón y el hedor a carne calcinada estampado en la memoria. Así se fue quedando Casigua, como un pueblo fantasma en medio de la frontera, como fantasma era la historia tras los huesos de Caya.
De tanto ver al hombre preguntando siempre ansioso, deambulando como un viudo por las calles casi inertes y soporíferas del pueblo, los pocos moradores que quedaban se acostumbraron a él.
Un día Isidoro habló.
—A esa la llamaban La niña Isabelita y de ahí en adelante no sé más—
No importaba. Ahora lo hermoso tenía un nombre cierto. Pero “La Niña Isabelita” era un temor. Eran labios contraídos para no pronunciar ni una sola palabra. Así era de triste la historia, pensaba Ian.
—A la niña Isabelita la mataron hace como diez años, lo mismo que a su hermano Juan—
—¿Su hermano pequeño?— quiso saber Ian haciendo deducciones sobre la incógnita de la criatura en los brazos de la otrora Caya.
—No, su hermano Juan era mayor que la Niña Isabelita. Ese tenía como… como. La verdad es que no me acuerdo bien, Señor.—
Qué más daba. La edad de Juan le importaba poco. Le importaba sí Isabel, así, con nombre de persona grande, de la mujer que sería hoy, si una mala hora no le hubiera trocado la suerte diez años atrás. Pero la mala hora la había tocado en el centro del pecho. Directo al corazón. Allí encontró Ian la perforación de dos balas tenaces que sobrevivieron al fuego que vino después, y quedaron mudas para decir de ese crimen después del tiempo; dos proyectiles ilustres que sobrevivieron a la muerte, a las cenizas, al calor azul iracundo abrasando el cuerpo tierno de Isabelita.
—¿Por qué la ajusticiaron a ella ?— Y la palabra “ella” en la boca de Ian, en la voz de Ian, sonaba a tristeza; ese pronombre tocaba acordes propios de amor no consumado. Cuando decía ella , estaba diciendo mía .
—Por lo mismo, pues. ¿Por qué iba a ser?
—¿Y qué es lo mismo, dígame?— Al fin llegaba la hora de saber desde los labios antiguos y arrugados de Isidoro.
—La política, Señor.
La política había dejado aquella estampa desbastada de cuerpos inermes, calcinados algunos, perforados otros; cenizas malolientes y vetustas como si Casigua hubiera sido Pompeya o Herculano, y la política, el mismo Vesubio en erupción eterna y letal.
Ya no le importaba el tamaño de los cuernos que su mujer le estaba dejando por los confines de la tierra. Poco le importaba que sus trabajos de exhumación de cuerpos de fosas comunes hubiera concluido. Lo más importante era rescatar a Isabelita del olvido. Traerla desde sus huesos para devolverla a la vida y al amor que no conoció. Un acto de justicia, diríase.
Pero no era un acto de justicia. Era un acto de amor.
Ian transformó a Isabelita en su amante. Dormía con ella, soñaba con ella. Algunas noches, el éxtasis del amor se le confundía con el éxtasis de la muerte. Ambos instantes –amor y muerte— como una flama herida que arde, se juntaban en sus cuerpos. El y ella, se besaban primero en medio de la calle principal, polvareda sorda del pueblo de Casigua, para luego, en un acto desafiante, desnudarse y recorrerse las aristas sin pudor. El la descubrió ardorosa y febril con su mirada tenue como la de las niñas de Lewis Carroll, con sus pechitos redondos y tiernos igualitos a dos duraznos. Y se amaban. A veces mansamente. Otras, con la brutalidad del deseo largamente contenido, lentamente esperado. El la penetraba sin remordimientos y los huesos de ambos se juntaban con la polvareda de la vía. Sólo el sonido hueco y rítmico de una pelvis impactando otra. Polvo al polvo, huesos a los huesos. Osamenta sobre osamenta.
Pero esto ocurría sólo en sueños porque la realidad había sido distinta, según confesó a duras penas Isidoro.
—A la niña Isabelita no se le conoció hombre, Señor
—¿Nadie? ¿Nunca?
Nunca. O por lo menos eso era lo que decía la gente que quedaba, que era muy poca. Que le tenían miedo, decían. Que hasta el macho más pintao le tenía miedo, decían.
La belleza asusta.
Cuando Carlos le llamó desde Siracusa para contarle avergonzado que Camila se había marchado con un fontanero rumbo a Las Bahamas –el sexto amor de Camila en dos meses— Ian no enfureció, como otras veces. No lloró, como otras veces. Y la lástima de Carlos por Ian se desvaneció en segundos cuando Ian lo liberó sin pesar de su ardua tarea de perseguidor de infidelidades y anuló su contrato de servicios. Ya no le requeriría más. Ya no quería saber dónde y con quien su mujer destilaba sus sudores eróticos. Poco le importaba ahora el tamaño de las traiciones de su esposa ni la ruta geográfica de sus cuernos. Isabelita reconstruida, sería más real aún que todas sus desgracias.
La transformó en su amante. Invirtió el dinero que hubiera tenido como último fin los bolsillos de Carlos en una pesquisa nueva y distinta. Contrató al anciano Isidoro para relatar en voz alta el aspecto de Isabelita. Contrató a un dibujante autodidacta de la capital del municipio, para seguir como un ciego las descripciones de Isidoro. Entre los tres forjaron el retrato hablado de la niña. Isidoro hurgaba el recuerdo en voz alta y el dibujante –ojos cerrados— transformada en línea y en sombra y en volumen y en alma cada frase, cada palabra. Hasta cada pausa.
Isidoro se transformó en un orador preclaro, tiñendo de emociones al alfabeto completo hasta que el dibujante culminó su encomienda ante los ojos ávidos de Ian, frente a los ojos incrédulos de Isidoro y los otros pocos que quedaban.
Y sí, la niña Isabelita había sido más que hermosa. Había sido brutalmente agraciada. Un ángel mestizo. Y terrible, para quien quisiera ver.
—Póngale un niño en los brazos a la Isabelita de esta lámina, a la de cuerpo entero.
—Pero ella nunca tuvo un hijo— repicó Isidoro
—Ella murió con un niño en brazos, y éso debe querer decir algo— replicó Ian. La nobleza a veces es anónima.
Isidoro había sido presa del miedo por más de diez años. ¿Pero cuándo finaliza el miedo? ¿Existe un miedo tan largo? ¿Cuándo se agota?
—Se agota cuando nos vamos. Y nos vamos cuando nos morimos o cuando nos vamos para no ser vistos nunca más.
Y eso fue lo que hizo Isidoro. Cobró en dólares su oficio de relator y desapareció definitivamente. Eso creyó Ian la misma mañana en que fue a buscarlo para saber más y encontró apenas unos cuantos trastes viejos en el lugar de Isidoro.
Cuatro láminas en su mano, la estampa de Isabelita dibujada para siempre en varias hojas de papel y tatuadas en su mente y nadie más para completar la historia.
Ian fue el único que no pudo abandonar el pueblo cuando ya el pánico no dejó espacio para nada más y no quedó nadie. Sólo él. Ni siquiera cuando le rogamos que abandonara esa causa tonta y casi siempre vana de rescatar a un muerto insignificante del olvido, que volviera con nosotros a la vida.
Todo fue inútil.
Hace poco más de un año que todos regresamos a casa y es apenas ahora que tenemos noticias de Ian. Su mujer ha recibido un telegrama fechado un mes atrás desde un caserío cercano a Casigua. Lo encontró bajo la puerta del departamento cuando llegaba desde la isla de Nassau, a donde había ido acompañando a un estudiante negro de la Universidad de Nueva York de quien se había enamorado los últimos meses.
El telegrama decía que Ian Greenberg había muerto en el mes de Septiembre. No se especificaba la causa mucho menos si su muerte había sido voluntaria o violenta. Además del telegrama, la viuda bronceada de Ian encontró un sobre adjunto que alguien llamado Isidoro le había enviado a Ian hasta Casigua pocos días antes de morir. La gringa me entregó el sobre donde según ella sólo habían unos dibujitos que carecían de algún valor artístico. Dentro había cinco láminas.
En la lámina número uno puede verse a La Niña Isabelita, letalmente hermosa, ajusticiando a dos militares a punta de fusil. El uniforme que ella lleva le sienta muy bien.
La segunda, un poco más agria que la anterior, muestra a una Niña Isabelita más sanguinaria, disfrutando mientras tasajea los dedos meñiques de dos funcionarios de gobierno y de un joven soldadito, me supongo de esos que asignan a las misiones contra la guerrilla. Los tres, pantalones abajo enrollados sobre los pies, dejan ver con más miedo que vergüenza, sus penes contraídos y enjutos.
En La tercera, Isabelita aparece vestida con un trajecito de primera comunión, imagino que para significar que es una virgen que aún no concreta su energía sexual. O mejor aún, que la concentra violentamente. Se percibe una saña que pareciera provenir de su propio torrente sanguíneo, como si la savia del amor no saboreado, del éxtasis inimaginable, se trastocara en lava cruel. Sus facciones de ángel mestizo y compasivo, parecen darle falsas esperanzas a dos mujeres que imploran. Las dos mujeres están desprovistas de sus pares de ojos, estos yacen destilando en los dedos de la Niña. La metáfora transpira el final de las dos suplicantes: seguramente morirán sin compasión.
Pero en la siguiente ilustración, entiendo que la crueldad no es su monopolio. No es que la virulencia no anidara en las huestes de unos y otros. Es sólo que la imagen de una niña coronada por el don de la belleza ejecutando en la sangre y en la carne, resulta poco menos que una rareza, poco más que un estruendo en el corazón.
¿Puede la belleza parecerse a la muerte? Me pregunto.
En la última figura, Isabelita lleva como a manera de escudo vital y ante un estallido luminoso de balas que parecen provenir de fuerzas militares, a un pequeño bebé de uno o dos meses de nacido. El cuerpecito menudo está allí, caluroso, adherido al de Isabelita, como pararrayos, para recibir los primeros impactos que en efecto estallan en miles de gotas diminutas y rojas. Rocío bermejo que salpica el rostro maravilloso de la Niña. Pero ahora sabemos por el último dibujo de la Niña, que dos balas se colaron desde el cuerpo del bebé –amparo endeble— hasta el suyo, hasta sus pechos jóvenes y firmes, hasta perforar la belleza inmaculada de la Niña Isabelita.

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