EL ÚLTIMO. Por Gisela Kosak

¿Qué habrá pasado durante la mañana del cumpleaños de Celia? Quizás ella terminó su primera vuelta por el Parque Los Caobos y observó de reojo a los hombres jóvenes que hacían ejercicios y levantaban pesas artesanales con extremos hechos de cemento. Suspiró por sus músculos y sus pechos velludos y sudorosos y sintió un deseo de hombre muy joven, un apetito fugaz que cesó al recordar a su marido, profesor universitario de Economía, quien no pudo acompañarla a su pasantía profesional en Venezuela. Acto seguido pensó en Antonio, un sociólogo que le ha aminorado sus nostalgias de mujer extranjera porque ha estado con frecuencia en su cama y ha compartido su sorpresa ante cada detalle novedoso de la vida en Caracas. A Celia le gustaría estar con su esposo y sus dos hijos, pero ella siempre ha sabido que no se tiene todo lo que se desea. Eran las nueve de la mañana de un día domingo de 2006, un día domingo de calles solitarias, tristes y sucias. Poco después de pasar el añejo y rústico gimnasio, Celia vio a un corredor de unos treinta años que le lanzó un beso y un “hola” sin detenerse y con voz firme de barítono, demostrando así sus excelentes pulmones de felino entrenado. Sonrió. Este país tiene su gracia, dura la vida, duro el trabajo, pero hasta ciertos lujos son posibles: un libro, un antojo para comer, una pintura de labios, un piropo de hombre en sazón. Se sentía bien, caminaba velozmente y con respiración acompasada, mientras un perro negro habitante del parque, al que a veces le había dado una palmada en el lomo y algún resto de comida, la seguía trotando con suavidad hasta que se encontró con otros perros y la dejó sola.
Celia saludó con la mano a un conocido, sentado cerca de una enorme carpa destinada a la ayuda de indigentes. Repasó la rutina de trabajo que le tocaba la semana entrante. Seguramente carecería de alteraciones y estaría acompañada de sus paseos por el parque, las invitaciones de Antonio, la asistencia a monótonos actos públicos y la curiosidad nunca saciada ante los contrastes de Caracas y las actitudes de la gente. Su mente fue asaltada por miradas suspicaces, frases de ambiguo sentido, ironías, súplicas, desesperaciones, desprecios, sonrisas y amabilidades de sus pacientes en el ambulatorio, de la gente de su vecindario o de los mesoneros y vendedoras de las tiendas. Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en detalles como que la avenida paralela al Parque Los Caobos, que lo separa del río Guaire, estaba dispuesta ese domingo exclusivamente para ciclistas. Observó la velocidad, la concentración, las formidables piernas de los deportistas con ojo conocedor. Siempre le había encantado el ciclismo pero en la vida no hay tiempo para todo. Disfrutaba de los árboles, el silencio y la brisa. ¿Dónde estará el corredor que la piropeó? ¿Se fue para su casa? ¿Lo esperará una joven esposa? ¿Antonio seguirá dormido? ¿Cuál será la sorpresa que él le dará por su cumpleaños? ¿Una invitación a una de esas tascas de La Candelaria que le recordaban a Antonio sus padres gallegos y sus largos años de estadía en España?
Al comenzar su tercera vuelta por el parque, Celia pensó en que, a diferencia de ella, Antonio se instaló en Venezuela hace un par de años por propia y libre voluntad, y siempre han conversado, a veces hasta acalorarse, acerca de las razones distintas de sus respectivas estadías. Él, hijo de gallegos que habían emigrado a Venezuela en los años cincuenta del siglo pasado, se marchó a España en 1989 y regresó a Caracas atraído por las novedades políticas de los últimos años; ella estaba en el país por tiempo determinado y por su profesión. Otro tema frecuente: sus respectivas familias radicadas lejos. De hecho, fue el asunto que en una tarde de un domingo calcinante y ruidoso abrió una conversación que comenzó con la sensación liberadora y eufórica de las tres primeras cervezas, continuó con el intercambio de nostalgias, se desbarrancó por el lado de los nada originales comentarios acerca de las dulzuras y amarguras de la rutina matrimonial y terminó en una cama de sábanas revueltas, en el único cuarto del apartamento de Celia en un antiguo bloque de viviendas en San Agustín del Sur. El olor de las cocinas de querosén o de gas, mezclado con el de las aguas negras y la basura, llegaba a la habitación en breves ráfagas diluidas por la costumbre de su presencia y la obsesiva manía de pulcritud de Celia, afecta a los productos de limpieza con una pasión objeto de las burlas entre picantes y compasivas de Antonio. Celia regresó al presente de su paseo matinal y su mente voló a otro tema: ¿y mi marido? Seguro tendrá a alguna mujer por allá… O eso quiso creer ella para no sentirse culpable.
Al final de la tercera vuelta, Celia quizás se detuvo, cansada y sudorosa, tomó agua de una botella que traía en el koala y se dejó refrescar por la brisa. Caminó lentamente hacia la fuente sin agua del parque y la observó con detenimiento: hombres y mujeres colosales, una alegoría de Venezuela según la información de los carteles circundantes. Aunque ha caminado y trotado con frecuencia en el Parque los Caobos, Celia nunca ha entendido ciertas cosas. Por ejemplo, el deterioro de las obras de arte perdidas entre estanques secos, hojarasca, polvo y matorrales o la presencia de hombres y mujeres con escobas casi artesanales mientras unos camioncitos último modelo, impecablemente blancos y con cepillos para limpiar calles, permanecen inactivos. Pensó de nuevo en los ciclistas. Su primer amante era ciclista de competencia, pero después de tres años de pasiones sudorosas en el mínimo cuarto en el que se encontraban los fines de semana, él se empeñó en irse lejos y ella se negó indignada a acompañarlo. La relación se enturbió hasta languidecer en medio del silencio, el dolor y la cólera. Al final, su ciclista se fue a pedalear calles de otros países. Con el paso del tiempo había terminado por entender sus motivos, pero, a diferencia de él, Celia era apegada a su ciudad y sólo por su trabajo salió de ella.
De haber podido escoger estaría en su país, pero… Caracas, ciudad simpática y extraña. Nunca en el resto de su existencia la olvidaría pues en ella volvió a ver a su hijo menor tras seis años de separación. Lloraron a mares, bebieron, comieron, pelearon, fueron felices, se ocultaron de los compatriotas por quizás inútil prevención. Antonio -presentado al hijo como un gran amigo- la animó y la ayudó, medió entre ella y el joven, lo regañó por no entender a su hermano mayor y a sus padres, pegados a su terruño como si fuese su piel. Tras un mes, regresó a México y el dolor de la despedida le agrió la vida a Celia. Llamaba desesperada a su esposo por teléfono, tomaba pastillas para calmarse, hablaba con Antonio largas horas, hasta que al cabo de diez días decidió que bastaba de histerias maternas. Se entregó a su trabajo con tesón y a Antonio con entusiasmo.
Celia se acostó en un banco del parque. Aspiró y expelió el aire varias veces hasta que los recuerdos familiares huyeron. Decidió hacer estiramientos. Mientras los hacía recordó repentinamente al ser que más le había llamado la atención durante sus diez meses de estadía en Caracas. A su consultorio en San Agustín del Sur llegó un hombre de mediana estatura, rechoncho, con un bigote lacio, largo y descuidado que le desbordaba la comisura de sus labios gruesos. Vestía una braga azul de mecánico no muy limpia y hablaba con un acento que Celia no pudo identificar. Traía a una mujer herida que había recogido en la madrugada cerca de un basurero de La Vega. Celia atendió la herida en la cara de la mujer con los escasos medios disponibles, le preguntó quién y por qué sin obtener información, secó sus mocos y sus lágrimas y le quitó lo mejor que pudo los restos de rimel y sombra de ojos que le verdeaban los párpados y las mejillas. Le encargó al hombre que llevara a la mujer a un hospital. Al salir del ambulatorio a despedirlos se topó con una visión de pesadilla: un camión en el que cabezas de muñecas, semejantes a despojos de ejecutadas, guindaban con cadenas de los tubos horizontales de la parte trasera del vehículo o estaban colocadas en los extremos superiores de los tubos verticales. El hombre, ante la boca abierta de Celia, indicó que su trabajo consistía en recoger, entre otros objetos, muñecas rotas en los basureros para repararlas y venderlas. Dios mío, pensó Celia, si se le regala a una niña una muñeca de esas se morirá del susto y ahogada en llanto. Sonrió mientras se levantaba del banco y decidió continuar su paseo por el parque de manera relajada y tranquila, a pesar del recuerdo inquietante. Observó al azar a los pocos transeúntes hasta detenerse en un joven con un inmenso lunar en el antebrazo derecho. Ella lo observó con atención profesional pero él le dedicó una mirada de ojos enrojecidos y despectivos que le recordó la edad que cumplía ese día de modo desagradable. Caminó hacia la salida de Los Caobos rumbo a la Plaza de los Museos y vio de lejos otra vez al muchacho, quien en un acto de esplendor viril saltó la alta verja del parque con elegante agilidad de gato y se dirigió hacia el río Guaire.
Al pasar por San Agustín del Norte, Celia se detuvo a comprar unas cosas en un abasto. Adquirió una de esas bebidas especiales para deportistas y se puso a contemplar los edificios de Parque Central: nunca han dejado de asombrarla. Demasiado imponentes, hoscos, unos inmensos barrios verticales fascinantes y ásperos. Desde su modesto apartamento ha mirado con frecuencia hacia Parque Central y hacia el Ávila, como suelen llamar los caraqueños a su cordillera. Celia ha sentido siempre admiración ante su belleza y cierto nerviosismo por su presencia. Mujer de urbe marina, manifestaba por el valle de Caracas un sentimiento de agrado y angustia. Placer y angustia: ¿qué será de la vida de aquel diputado que hace ya tanto tiempo no se cansó de asediarla hasta hacerla vacilar entre su marido, sus hijos y él? Era tan arrogante, tan peligrosamente convencido de que tenía la verdad del mundo en la mano, tan atractivo. Terminó la bebida energizante en pocos tragos. Otro de mis hombres, dijo Celia en voz baja mientras abría un contenedor de basura grande de color verde presionando con el pie la barra colocada en su parte delantera inferior. Arrojó el envase de la bebida en el contenedor y casi se desmayó cuando un indigente saltó desde dentro de éste y le dijo, ¡cuidado me mojas, carajo! Celia caminó despavorida hacia la pasarela que atraviesa la autopista Francisco Fajardo y conecta San Agustín del Norte con San Agustín del Sur. Se detuvo repentinamente y se echó reír: ¡pero qué cosas se viven en Caracas!
Quizás Celia se entristeció ante el hecho de que no había conocido otras ciudades aparte de Caracas y las de su país. Caracas, tan distinta a la ciudad natal de Celia en clima, tamaño y vida, tan parecida en su deterioro, en su gente arracimada por gozadera, por necesidad, por trabajo, por mala leche. ¿La habría visitado por razones no laborales? Sintió melancolía pues su vida hubiese podido ser otra cosa y entonces tuvo un acceso de temor ante la rotunda certeza de sus cincuenta y cinco años. ¿Se acercaba tal vez la época de su último hombre? ¿Quién sería? ¿Su esposo, Antonio, otro? Subió las escaleras de la pasarela y al comenzar a cruzarla disfrutó de las ráfagas de viento a pesar de los olores de la empobrecida y contaminada Caracas; caminó ensimismada sin percatarse de que a alguna distancia venía un muchacho corriendo hacia ella. Celia no sabía nada sobre él, aparte de que tenía un lunar en el antebrazo derecho. Se notaba desesperado e iracundo, era joven y fibroso, parecía un relámpago de testosterona embutido en una camiseta vieja y un jeans desteñido, estaba drogado hasta el alma con bazuco. Su nombre era nadie y su lugar ninguna parte. Qué lejos están mi tierra, mi casa y mi gente pensaste tal vez, Celia, cuando el último hombre de tu vida -veinte años y diez muertos en su haber- te dejó rodando por las escaleras de la pasarela después de clavarte una puñalada cuyo único motivo me lo contaron los policías que lo detuvieron: ¡Estaba arrecho, pana, estaba arrecho y drogado, la banda del Chuqui me estaba persiguiendo y la vieja se me puso en el medio! El hombre de las muñecas decapitadas te recogió ya muerta, Celia, y acompañó a la policía a llevarte a la morgue de Bello Monte una vez que algún médico certificó tu defunción. Y yo, Antonio, un par de días después, tomé tu libreta de teléfonos, llamé a tu marido Alejo, hablé con tus hijos Cintio y Raúl, lloré con ellos y, en cuanto pude, me monté en un avión y regresé a España. Desde entonces reconstruyo los últimos momentos de tu vida mezclando historias que me contaste durante aquellos meses con datos de los policías y figuraciones de mi imaginación. Desde entonces no duermo muy bien. Desde entonces trato de que mi esposa y mi hija me terminen de perdonar que las descuidase por ir a Venezuela “a ver lo que pasa con mis propios ojos.” Cómo podré olvidar tu muerte, tu cadáver, tu acento, tu resignación, tus recuerdos de los hombres que amaste, tus impresiones sobre Caracas, tus anécdotas de médica, el amor que sentí por ti y, sobre todo, cómo podré olvidar el insoportable homenaje póstumo que te hizo el gobierno y la mención especial del Presidente en su programa dominical justo antes de que regresaras convertida en cenizas a tu Habana.
Tomado de FiccionBreve.org

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