SEGÚN PASAN LOS AÑOS. Por Israel Centeno

No se habla de amor sin arriesgar una tontería, decía Jorge. A comienzos de los setenta me la pasaba enamorado: Aída, Josefina y Luisa, las tres desgracias. No tenía sentido continuar en el barrio. Se dividió el partido, la insurrección se posponía o todo se iba para el carajo. Abel montó su negocio y movía la cocaína en la plaza de Los Elefantes. ¿Quién iba a pensarlo? me dijo Alberto. Abel, el íntegro, ejemplo de toda la militancia de Catia. Un hombre de mística, repetía, movía la cabeza de un lado a otro y se miraba las uñas. El Indio Becerra se inscribió en la escuela de aviación. Seguía la línea del partido o buscaba tener futuro. Le hicimos una fiesta de despedida. Nos reunimos todos los de la calle e invitamos a las diablas del Liceo Andrés Eloy.

Compramos anís y ron y cerveza.

El hermano del Indio granuló más de una botella con mandrax.

Las paredes sudaron esa tarde.

Enrique prestó su casa y se la sudamos.

Cuando sonaba un bolero de Roberto Roena, me le acerqué a Jorge y le dije que estaba enamorado de Josefina. Entonces me soltó aquello del riesgo y de la tontería.

Josefina bailaba con uno de los hermanos Macario, el tipo la apretaba contra su cadera, le mordía el pabellón de la oreja, le lamía el cuello, se frotaba como un perro. Podía escuchar los gemidos del mono Macario a pesar de los timbales y la risa de la gente de Lomas de Urdaneta. Yo bebía anís y me abría camino en la sala, daba manotazos y miraba con cara de pocos amigos. Josefina se iba para el rincón y él apriétala y Josefina se reía. Yo quería decirle reputa y no le decía nada. Alberto presintió que se iba a prender una coñaza.

Siempre he sido hombre de poca paciencia. Pasé a un lado del mono Macario y le toqué el culo.

Él revira, me lanza un golpe con el puño cerrado. Lo esquivo. Me lanza otro golpe, esta vez me soba la oreja. Escucho grillos y estanques repletos de agua, batidos por bogarremeros. Me le encimo, lo abrazo, le suelto dos golpes sobre los riñones y lo levanto con una patada en medio de las piernas. El cae. Viene el otro Macario, su hermano, me hace sonar la espalda como un tambor, pierdo aire, Jorge se le acerca, el mismo Indio Becerra deja a la novia en mitad de la sala, todos saben que la fiesta llega a su final, que yo, Rubén Cabilla, me lanzo de cabeza sobre los Macario, los embisto y me los llevo medio salón hasta la puerta.

La casa de Enrique está construida sobre una terraza de cemento y desde allí los arrojo y por encima de mí comienzan a pasar uno y otro. Jorge, Enrique y el Indio Becerra dan puños, patadas y bofetadas, como dice la canción.

Así terminó la fiesta. Josefina se fue a su casa. Traté de decirle algo decente, pero lo que me salió fue puta, reputa, recontramilputas.

Esas son mis tonterías, Jorge. Mis amigos me tomaron de los brazos y me arrastraron a la escalera que da a San Benito. Me sentía mal.

Había arruinado la fiesta del Indio Becerra. Él se iba a hacer carrera entre militares. ¿Y qué? No es el fin del mundo: una buena fiesta se termina a coñazos, me dijo Jorge a manera de consuelo y nos quedamos tomando sol y sombra toda la noche. Al día siguiente bañamos al Indio, lo vestimos con su uniforme azul de cadete de la aviación y nos montamos en un autobús hacia Maracay. Lo dejamos en la base de Palo Negro, tenía la lengua blanca y el aliento pesado. Lloramos juntos. No quedaba nada de nada: Abel movía la bolsa en la plaza de Los Elefantes y ahora dejamos al Indio en una base aérea para que lo formara el enemigo. ¿Podría el Indio, borracho y enratonado, infiltrar al enemigo?

Años después se alzó en un golpe militar, voló su F16 sobre Caracas y luego se fue al Perú.

Toda esa tarde la pasé en la casa de Josefina, en las escaleras.

Ella asomaba medio cuerpo desde la platabanda, miraba hacia las otras calles, perdía su mirada en el barrio. ¿Qué buscaba? La figura deforme del mono Macario.

De nada sirvió que le pidiera perdón.

Me sentía tonto. Rubén Cabilla, un hombre duro. Un tipo de confianza en el partido. ¿Qué era ahora, si no un cabrón? Me lancé de cabeza escaleras abajo. Tú estás loco, me grita Jorge. Lo veo entre nieblas como a un santo, es la voz, me toma por los brazos y me lleva a rastras, atravesamos la calle San Pastor, mis suspiros rompían la tarde, rompían la noche, también suspiraba por Aída y por Luisa, carajo —las tres desgracias—. Vamos a tomar cerveza en la calle Bolívar para que te saques los despechos, me dijo, a escuchar rocola. De amor no se habla sino para hacer tonterías, repite. Pedimos dos y dos más.

Sube y echa un polvo, invita. Me levanto de la mesa, camino por el pasillo angosto que conduce a la escalera del burdel, me paro en el umbral, soy el vaquero Rubén Cabilla, apoyo una de mis manos en el descuadrado marco de la puerta, me imagino sombra cubierta de carne, porque tres mujeres me ven, me quiebro en los brazos de sus exhalaciones, soy humo, qué coño. Pasean sus miradas por la sombra, siguen las estelas de humo de sus cigarrillos, invitan con pequeños movimientos a la sombra, se incorporan, parecen los perritos de Pavlov, pasean sobre tacones altos, sus carnes tiemblan, se derraman.
Tomo a una pequeña, ella me toma a mí, abre la puerta de su cuarto, me desnuda, me lava, aprieta desde el tallo hasta el glande, se percata, no sale pus ni otra excrescencia y puede entonces llevárselo a la boca y ponérselo en el culo o entre las piernas, es un estudiante sano, debe pensar, y yo, Rubén Cabilla, pujo para irme, se me apagan las luces, no acabo.

Despierto en un hospital con las venas pinchadas.

No se habla de amor sin arriesgar una tontería. Eso dije al coronel Becerra mientras tomaba mi segunda cerveza. Me lo repetía Jorge, le dije, cuando andaba emperrado con Josefina y aún me sacaban llagas los recuerdos de Aída y Luisa. Becerra apenas sonrió. Había engordado, le había clareado el pelo y mantenía el ceño fruncido de los hombres ocupados.

Jorge sigue diciendo esas palabras que parecen verdades, en estos días me soltó que nadie pasa impune por la vida. ¿Y qué me quiso decir con ello? Desde que regresé de España me he convertido en un hombre apocado, me inquieren. Nada queda de aquel Rubén Cabilla, Alberto se ríe de mí. Sostiene que es una enfermedad de clase media. La clase media es marginal, otra sentencia de Jorge, alocada, no lo sé, yo me mantenía al margen de las cosas que pasaban. Nunca me reintegré.

Me mantuve ajeno de las conspiraciones. Fui contundente, o no, pero le dije a Alberto: No voy a participar en el traslado de esas armas. Él me lanzaba insultos, se condolía por mi estado de ánimo, me dijo que daba asco, vas por la vida autocondolido y doloroso como una virgen, qué carajo, no voy a participar en la toma de la emisora, lacrimoso como una vela, un día de éstos te pego un tiro, es un acto de piedad. Alberto no me mató porque a un revolucionario no lo mueve la piedad.

Luego de haber abandonado a Victoria en Algeciras y de haber arriesgado mi última tontería, decidí no insistir con la vida y sus esperanzas, siempre vanas. Me faltó coraje para darme un tiro entonces. Un guardia civil me desarmó sin trabajo, a mí, Rubén Cabilla. Me embalaron hacia Venezuela y desde entonces he pululado por los bares chinos, allí me solazo frente a los incensarios, entre el olor a orine y a soya.

Mi vida tuvo otro capítulo. Un capítulo que se ha extendido de manera engorrosa y que busca diluir el final.

Los amigos me han ido dejando, soy tratado por asco o por lástima.

No hay diferencia. Eres deplorable, me repite Alberto, casi tanto como Abel.

Abel ha prosperado en el negocio.

Ya controla todo el oeste de la ciudad y su gente ha comenzado a ser vista en bares del sur y del este. El hermano de Abel, Franpipí, se mantuvo cerca de Alberto y de Jorge y cuando los militares se alzaron, él se alzó con ellos. Luego de la derrota tuvieron que mover las armas, mantener contacto con la guerrilla en la frontera y procurar la fuga de los prisioneros. En todo andaba Franpipí. Era lo que en su momento fue Abel. Un militante valioso. Mientras, el hermano se fue convirtiendo en un colaborador de la policía, filtraba información y se peleaba la zona con los compañeros del partido.

Alberto decidió sacar a Abel del juego. Lo denunció en las juntas comunales, en la fiscalía y movilizó a la gente del barrio contra sus vendedores. Incluso trató de emboscarlos. Al principio no hubo consecuencias. Sólo escaramuzas.

Los jíbaros que movían la bolsa en la plaza de Los Elefantes comenzaron a ser desplazados. El negocio iba mal. Abel decidió delatar. Sabía dónde Franpipí guardaba las armas y dónde escondía a un oficial que se mantenía prófugo. Una madrugada allanaron la casa de Jorge y se llevaron a Alberto. Ambos estuvieron incomunicados cinco días, les metieron la cabeza en pocetas repletas de excrementos, les quemaron los pendejos con electricidad, les dieron golpes hasta en las axilas, los sofocaron con bolsas de plástico. Ambos creyeron que los iban a matar. Niegan haber soltado la lengua. Haberse ido de boca.

Días después medio barrio cayó.

No fue la policía quien se hizo cargo de las armas escondidas, ni del oficial del Ejército. Franpipí había decidido moverse pero el hermano tenía un mapa claro de sus movimientos. Colaba café en la pequeña cocina de la casa que le servía de concha. Entonces un jíbaro de la banda de Abel brinca de su moto por un terraplén, rueda y cae parado con una escopeta de dos cañones entre sus manos. Con el hombro derriba la puerta de zinc y deja que su arma escupa. Riega de plomo la pequeña sala, la única habitación, tira el carro y carga el arma una y otra vez, va a la cocina y la hace tronar, a Franpipí le queda el pecho abierto, mana sangre negra, trata de hablar y de su boca salen gorgoteos:

Yo soy Caín y la historia se cuenta al revés, de ese pensamiento no está seguro nadie, pienso.

Llegaron otros sicarios y buscaron entre los muertos, buscaron bajo las camas, derribaron las paredes de adobe, encontraron las armas, encontraron dos pasaportes, encontraron unas revistas de mujeres desnudas y un tomo de El Capital. Metieron todo en bolsas negras y se lo llevaron. Más tarde llegó la policía. Reseñaron las muertes como un ajuste de cuentas entre bandas.

Hay vainas que no se perdonan, me decía Becerra. Abel ha podido eludir su destino. Antes era más fácil, Rubén Cabilla, cuando no éramos Gobierno, se armaba una operación militar y se le pegaba un tiro. Abel está condenado a muerte. Lo sabía. Era lo justo. Lo que no cuadraba era por qué yo debía ser el ángel de la muerte.

Ellos tenían hombres y aparato.

¿Por qué un solitario? Matar a un malandro es cosa fácil y sobre todo si eres el jefe de la policía.

Todos mis amigos pasaron de ser combatientes revolucionarios a ser policías de la revolución.

Actuaban organizando brigadas populares, aprendieron los oficios del espionaje y asumieron sin contradicciones esa nueva faceta de sus vidas comprometidas. El Indio Becerra, hirsuto y ceñudo, era quien coordinaba todas sus actividades. Las vueltas que da la vida. La mía no daba vueltas sino ridículas volteretas. Me hizo vulnerable hablar de amor. Hablar de las tetas de Josefina, de las piernas de Aída, de los ojos de Luisa.

Siempre te la pasaste en esa paja, perdiste el temple, Rubén Cabilla, me dijo Becerra, ahora qué te queda. Deberíamos pegarte un tiro por piedad, repitió la frase de Alberto. ¿Por qué carajo no me lo pegan? Porque tú debes dar un tiro de justicia. ¿Por qué yo? La vida se te fue cerrando, chiquito, me dijo el Indio, igual andas muerto desde hace tiempo y antes de morirte como se debe, tus amigos te pedimos un acto de justicia. Me exigió: reivindícate, carajo, se te fueron 20 años frente a los incensarios en los bares chinos y entre los brazos de cualquier puta mientras nosotros hacíamos una revolución: coño, se me fueron los años. ¿Y para dónde se van los años?

Abel estaba en el hipódromo, se iba a correr la sexta carrera del viernes. Gordo y rosado, vestía un saco azul con un ancla bordada en el bolsillo y una gorra de capitán de barcos cubría sus canas. Andaba confiado, fumaba un grueso cigarro, sus hombres lo cuidaban de cerca, eran cuatro, nadie arriesgaría una matanza en la sexta carrera del viernes. Yo, Rubén Cabilla, luego de tomarme dos tragos largos de ron, me abrí camino entre la multitud en el momento en que los caballos pasaban la marca de la última curva, Abel se acercó a la baranda, hacía sonar sus dedos, sus hombres aplaudían o intercambiaban palmadas. Dejé que mi brazo se extendiera y apunté, era Apolo. A medida que señalaba, hería de lejos entre el griterío. Primero Abel, dos agujeros, uno en el pecho y otro en la garganta. Luego dos de sus guardaespaldas y un vendedor de tostones. Dejé de señalar y me perdí, me tragó la confusión. Creo haber leído que es difícil matar a un hombre. Depende, me repetía, a Rubén Cabilla siempre le ha sido fácil la faena.

Salí del hipódromo, boté los casquillos del arma y detuve un taxi.

Comenzaba a llover, pedí al conductor que me dejara frente al restaurante de los chinos en Boleíta.

Necesitaba calmar mi sed, me había ganado el tiro de justicia, estaba seguro. Quién sabe.

No se habla de amor sin arriesgar una tontería. Cuando se acaba todo, se acaba y punto, me dijo Jorge. Decidí entonces que no acabara porque nunca había empezado.

Huí hacia delante desde la nada. El Indio Becerra estaba infiltrando a la Aviación. Josefina entregada a la parrilla de la moto de uno de los Macario, Abel prosperaba en su negocio, los demás revisaban sus vidas y pensaban qué hacer con un partido dividido.

Me fui.

Llegué a Londres una mañana de primavera. Victoria Station me recibió entre vapores, iluminada y roja. Llevaba poco equipaje, estaba flaco, asombrado y dispuesto a no volver a Venezuela.

Me haría director de cine o poeta.

Llegué a la casa de un amigo de Alberto. No era una casa, o sí, era una casa invadida, un squoter.

Era común ir a Londres y llegar a un squoter por aquella época.

Toqué las puertas de una vieja mansión cerca de Camdem Town, me abrió Gabrielle la monja, su cara roja, su nariz larga y fina, de aguja, aguja de iglesia que me olfateaba, aguja de pino rojo y hermoso. Pasé a la cocina y me presenté al resto de una comuna que pretendía adaptarse.

Venían de los sesenta: marroquíes, argelinos, irlandeses, españoles, escoceses, suizos, italianos:

el mundo, todo en seis casas. La aldea global del maldito McLuhan.

Bebían café, tomaban vino, organizaban fiestas en el lote de tierra al fondo, fumaban hachís, aquella primavera del 79, de vuelta, se quejaba Tom, ¿hacia dónde?

El retorno tiene un reacomodo indeseable. Viví entre ellos por un tiempo. Gabrielle, la monja, fue mi amante. Así de fácil, le gustaba meterse a la cama conmigo hasta altas horas del día, nos frotábamos como leños y salíamos a comer lo que hubiese, tomábamos café y fumábamos marihuana jamaiquina. Íbamos a los pubs del sur, nos gustaba estar entre mucha gente, bailábamos o salíamos a comer castañas. Vino el cielo de verano y los carnavales de Portobelo, las mascaradas en casa de los amigos de Trinidad. A Gabrielle, la monja, le bajó la gracia, su vida cambió sin melodramas, conoció a Laura y se hizo miembro activo del movimiento gay, no hubo ruptura ni despedida, no me sentí triste ni me lancé por las escaleras de Embarquement.

Seguí adelante y me hice más amigo de Muhamed y de Tom, ellos no creían en lo que estaba pasando, decían que la gente se volvía cínica cuando retornaba, que todos se habían vuelto cínicos y había que hacer algo antes de que nos alcanzara la gangrena. No quería hacer nada.

Quería ser poeta, leer y descubrir a mis autores en las bibliotecas de los barrios negros. Quería hacer cine o no hacer, pensar la poesía, leerla, imaginar secuencias o dejarme poner viejo. Ellos insistían en que debíamos ir a Belfast a matar ingleses o al Líbano a entrenarnos. Hablaron de la lucha armada y me invitaron a conocer los secretos de los explosivos plásticos. En un principio me entusiasmé con sus ideas.

Pero estaba cansado. Ya no era más un hombre duro. No era más Rubén Cabilla. La revolución no era asunto mío. Por suerte, conocí a unos españoles que escapaban de la mili y vivían en Brixton Hill, en un squoter, por supuesto.

En otoño me alejé del círculo de Candem. En otoño conocí la abundante cabellera y el rojo amor de Victoria.

Roja era y pecosa su piel. Como el centeno y la avena era. Sus ojos grandes de almendras, dulces y brillantes, higos del otoño, verdes y grises, ojos que buscan mi cara.

No soy más ni lo seré de nuevo.

Presumo en Victoria mi derrota.

Ella había ido a Londres a practicarse un aborto, estaba frágil, debí suponerlo, siempre estuvo frágil como las hojas de otoño. Incluso, cuando me amó con exceso y su pasión era una pasión real, corrosiva, debí entenderlo. Desde la primera noche nos agarramos de manos. Conversamos un poco sobre la transición en España.

Ella estaba agobiada, nunca supe por qué. No lamentaba haberse hecho un aborto, ni extrañaba a nadie, pero estaba agobiada. Paseábamos por Marbel Arch, siempre nos tomamos de la mano. Nunca he sentido la ternura como entonces.

Nos comimos la boca por primera vez cerca de Hyde Park, caían como paladas las hojas sobre nosotros, moría y era enterrado, rojo en ella. No puedo decir que fue placentera mi relación con Victoria. Una pasión intensa no se dice ni se explica. No me enteraba de nada. Entraba y punto. Me dejaba ir hacia atrás con los brazos en cruz, iba hacia el fondo, había doblado la esquina o un pliegue de la vida. Un doblez, dos, tres y cuatro. Un pañuelo o una mortaja. Me reduje a ella y no cuestioné nada.

Nos hicimos frecuentes en los bares punk de Richmond. Victoria me compró en un jumbel sale una gruesa gabardina de soldado alemán.

Yo no le daba importancia a que Victoria se pinchara. Yo bebía y ella se pinchaba, atenuaba su agobio y avivaba el mío. No se es feliz nunca, pensé, ya no tenía a nadie a quien decir, ni alguien que me dijera. Supe de Mohamed y de Tom. Apoyaban una huelga de hambre de los presos del Ejército Republicano Irlandés. Me trataban con cautela. A Gabrielle, la monja, la vi en Oxford Street la noche de navidad, nos dimos besos y abrazos, intercambiamos buenos deseos. Ella insistió en preguntarme si estaba bien, si me faltaba algo. Mierda, que no me faltaba nada, lo tenía todo, absolutamente.

Miraba la nieve caer y los coros cantar y me sentía en el cielo. Era navidad. Estaba en Londres y amaba a Victoria. Y Victoria ¿era capaz de amar a alguien? No me hice la pregunta, sentía la pregunta, la comencé a sentir cuando sus ojos se hicieron más grises que verdes y sus manos quedaban muertas en mis espaldas, su boca languidecía y sin embargo, estaba consumido por ella. No se es feliz nunca, me repetía al verle las venas tatuadas por las ampollas negras de los pinchazos. No se es feliz nunca, me dije, cuando dejó de obsequiarme sus orgasmos. No me dejes, me dijo la primera vez que se quedó muerta en mis brazos.

No me dejes, me dijo cuando lloré con la cabeza apretada sobre su vientre. No me dejes, me dijo y yo le dije que no la dejaría nunca, que dejarla era traición y que la traición se paga con muerte dolorosa.

No me dejes, me dijo. El invierno fue duro, me rapé la cabeza, me atrincheré en el ático donde vivíamos, compré carboncillos y comencé a dibujar con trazos horribles un mural de mi ciudad, allá lejos, flanqueada por un cerro, en el cuenco de un valle.

Nunca pasaron los días y fuimos quedando sin fuerzas, estaba impávido y se me ocurrió que un viaje al finalizar el invierno nos devolvería el rojo de los primeros tiempos, buena comida y vino grueso, le dije. Vamos a España.

¿Qué me hizo ir hasta el final?

La luz. Pensé en Marruecos. En los días perennes. En el sol calcáreo.

Lindo lugar para morir. Victoria estuvo de acuerdo, se entusiasmó con la idea. Puedo decir que me la eché al hombro como un talego. Nos despidieron en Victoria Station Gabrielle, la monja, y Laura. Londres quedó atrás y no sentí dolor ni pena. Sólo sentía a Victoria. Cruzamos el Canal de la Mancha por Dover y así de nuevo al continente. Entramos a España por Port Bou. Victoria tuvo la primera crisis de abstinencia antes de llegar a París. La dejé envuelta en un sleepingbag en la Gare Oest y fui a un barrio argelino a controlar heroína. Vagué casi todo el día, entre señas y desconfianza conseguí algo y en una farmacia pedí dos frascos de jarabe para la tos. Regresé y besé los brazos, el pecho, la nuca de Victoria. Busqué beso a beso una vena y la inyecté.

La mantuve con codeína hasta Barcelona y allí todo comenzó a fluir, como es natural, hacia Marruecos. Ella se perdió en la Barceloneta, se perdió entre marineros.

Cerré los ojos y no quise pensar sino en el sol, en el maldito sol óseo del norte de África, ella estaba allá y no entre putas en Las Ramblas, ella estaba allá y no entre las escorias del puerto, ella estaba allá y me la mamaba a mí y no a un marinero hijo de puta de Costa de Marfil. Se me perdió y la encontré, era un reino, una heredad, en el quicio de una escalera cerca de la catedral. Suciarojaestropajo.

Me hice de dinero con un golpe de fuerza. Compré ropa, alquilé un hostal, la bañé. La froté con agua de azahares y ungí su cabello con aceites, continuaba hermosa, apenas dibujaba esa sonrisa de los muertos. La había pinchado con heroína buena, me arriesgué y lancé los dados. Al día siguiente nos largamos a Valencia, a Málaga, a Algeciras. Ya no tenía dinero, ni chocolate, ni maricas perras para calmar mi sed con unas cervezas. Victoria convulsionó.

Rubén Cabilla, el duro, fue de nuevo a las calles, navaja en mano y a carajazos le quitó el dinero a un tipo que salía de un banco y corrió por los callejones de Algeciras e hizo a un lado a la gente, ya tenía el dinero para comprar una dosis y cruzar el Mediterráneo.

Estaba feliz en el momento en que sentí que un puño me cegaba. No me dejes, me dijo. Fui deportado a mi país y no supe de Victoria, no pude darle el sol de los huesos ni el aroma del Sahara, la dejé y me dejé, no tuve fuerzas para hacerme matar por la guardia civil.

Marruecos quedó intangible mientras me venía en vómitos.

No se habla de amor sin arriesgar una tontería. Matar a un hombre no es nada agradable, mucho menos matar a sus guardaespaldas y a un vendedor ambulante.

La vida me nació estopa. Y tengo que continuar. Abel está muerto, el Indio Becerra ya no me citará a tomar unos whiskyes en el Tamanaco.

Jorge y Alberto, uno en la alcaldía, el otro en Fuerte Tiuna, como un mar de maricas, justo en el carrusel de la historia, me dicen adiós. La noche está cálida. Tiemblo, me quema la fiebre. Mis armas no tienen proyectiles.

Tengo dinero y pasaporte. Alquilo un cuarto en un hotel. Me desvisto, bebo un vodka puro y frío, me quedo desnudo, sentado frente al televisor. El país está revuelto, no me interesa el país. Confirmo mi reservación, me iré a Marruecos.

Tiemblo. Voy a la ducha. Me doy un baño largo, gasto una pastilla de jabón. Recuerdo las piernas de Aída, las generosas tetas de Josefina, los ojos de Luisa. Victoria no se recuerda. Victoria es derrota y traición. Me seco y me envuelvo en toallas. En dos días estaré en Casablanca. Nadie sabe. Será un remake. Aparecerá Victoria bajo las aspas de un ventilador en un bar. Viva, roja y voluptuosa como aquella primera vez en el squoter de Brixton Hill. Alguien tocará Según pasan los años. Suena el timbre. Me dirijo a la puerta, es mi vodka. No sé por qué sonrío al verle la cara al botones, escucho dos consejos, dos disparos, play it again, Sam. El sol es calcáreo en Marruecos. Lo juro.

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