LA BIBLIOTECA SEPULTADA. Por Federico Andahazi

A causa de su condición intrínseca el Poder necesita, en términos generales, establecer distintas formas de control social. Las disciplinas artísticas, por su misma constitución, se resisten a la domesticación y se construyen en la ruptura con el dogma. La literatura en particular, cuya materia es la palabra, nada en el océano del lenguaje. Y el Poder nunca ha tolerado la multiplicidad de sentidos propia de la palabra. Siempre ha preferido las nomenclaturas.
Ahora bien, con qué herramientas cuenta el Poder para neutralizar el carácter disuasivo que ejerce la literatura sobre los dogmas por él establecidos. Quizá sean muchos más pero enumeraré sólo tres: la censura, la sacralización y, finalmente, la inedición. La primera es la más conocida y, por cierto, la más burda; los ejemplos al respecto superarían largamente el espacio estipulado para estas líneas. La segunda será, quizá, el objeto de la próxima entrega. Por ahora me detendré en la última: la inedición. Parece una verdad de Perogrullo, pero sólo contamos con la posibilidad de leer lo que está publicado. Siempre he sostenido que un escritor no tiene derecho a ser soberbio ni a olvidar que alguna vez fue inédito; por otra parte, la distancia que separa la edición de la inedición está regida por una multiplicidad de factores que, en más de una ocasión, se reducen al más puro azar. Creo que, ante la sospecha de la injusticia consumada, el autor inédito merece, cuanto menos, una pequeña apología.
Imaginemos una proporción más o menos arbitraria: supongamos que de cada mil obras que se han escrito en un determinado período, solamente se publique una. ¿Por qué habríamos de creer que aquella obra publicada reuniría mayores méritos que las restantes novecientas noventa y nueve? Permítaseme por un momento dudar del siempre sabio criterio de los editores. Y, avanzando un poco más en la duda, permítaseme preguntarme cuál es el criterio que rige las decisiones acerca de qué se publica y qué no. Se sabe que las excepciones suelen confirmar las reglas. Quizá el ejemplo más transparente, y por cierto el más trágico, sea el de la Conspiración de los necios; la historia es conocida: víctima de la indiferencia de los editores, John Kennedy Tool, desesperanzado, se quitó la vida. Al tesón de su madre, quien movió Cielo y Tierra hasta ver publicada la obra de su hijo, debemos el hecho de que una de las novelas más lúcidas del siglo viera la luz pública. Del mismo modo, de no haber sido por la insistencia de su amigo, Max Brod, gran parte de la obra de Franz Kafka se hubiese perdido en la bruma de la inedición.
Albergo la sospecha de que, quizá, entre las obras desechadas por las editoriales, habría al menos unas pocas con iguales, mayores o distintos méritos que aquellas que se publicaron. Si proyectamos esta proporción a la historia de la literatura, nos encontramos con el escalofriante dato de que tal vez muchas de las mejores obras de la literatura universal jamás se hayan publicado y estén hoy irremediablemente perdidas. Suelo imaginar una gigantesca y fantasmagórica biblioteca subterránea poblada de miles de volúmenes que jamás vieron la luz de la publicación, innumerables manuscritos devorados por el tiempo, la indiferencia y el hambre voraz de las ratas, únicas testigos, tal vez, de la Historia Universal de la Literatura que jamás conoceremos.

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