VENUS CON AMOR Y MUSICA. Fragmento de El Elogio de la Madrastra. Por Mario Vargas Llosa

Ella es Venus, la italiana, la hija de Jú­piter, la hermana de Afrodita la griega. El tañedor del órgano le da lecciones de mú­sica. Yo me llamo Amor. Pequeñín, blando, rosáceo y alado, tengo mil años de edad y soy casto como una libélula. El ciervo, el pavo real y el venado que se divisan por la ventana están tan vivos como la pareja de amantes enlazados que pasean a la sombra de los árboles de la alameda. En cambio, el sátiro de la fuente en cuya testa surte agua cristalina de una jofaina de alabastro, no lo está: es un pedazo de mármol toscano que un hábil artista venido del sur de Francia modeló.
También nosotros tres estamos vivos y despiertos como el arroyo que baja de la montaña cantando entre las piedras o como la algarabía de los loros que vendió a don Rigoberto, nuestro señor, un mercader del África. (Los cautivos animales se aburren ahora en una jaula del jardín.) Ha comen­zado el crepúsculo y pronto caerá la noche. Cuando ella llegue con sus andrajos plomi­zos, el órgano callará y yo y el profesor de música deberemos partir para que el dueño de todo lo que aquí se ve, entre a esta habitación a tomar posesión de su señora. Venus, para entonces, gracias a nuestra vo­luntad y buen oficio, estará pronta para recibirlo' y entretenerlo como su fortuna y rango merecen. Es decir, con fuego de vol­cán, sensualidad de ofidio y engreimientos de gata de Angora.
El joven profesor y yo no estamos aquí disfrutando sino trabajando, aunque, es ver­dad, todo trabajo hecho con eficacia y con­vicción muda en placer. Nuestra tarea con­siste en despertar la alegría corporal de la señora, avivando las cenizas de cada uno de sus cinco sentidos hasta volverlas llamarada y en poblar su rubia cabeza de sucias fan­tasías. Así le gusta a don Rigoberto que se la entreguemos: ardiente y ávida, todas sus prevenciones morales y religiosas suspendi­das y su mente y su cuerpo sobrecargados de apetitos. Es una tarea grata pero no fácil; requiere paciencia, astucia y destreza en el arte de sintonizar la furia del instinto con la sutileza del espíritu y las ternuras del co­razón.
La música reiterativa y eclesial del órgano crea la atmósfera propicia. Generalmente se piensa que el órgano, tan asociado a la misa y al cántico religioso, desensualiza y hasta desencarna al humilde mortal a quien sus ondas bañan. Craso error; en verdad, la música del órgano, con su languidez obsesionante y sus suaves maullidos no hace más que desconectar al cristiano del siglo y de la contingencia, aislando su espíritu de modo que pueda volcarse en algo exclusivo y distinto: Dios y la salvación, sí, en innumerables casos; pero, también, en muchos otros, el pecado, la perdición, la lujuria y demás truculentos sinónimos mu­nicipales de lo que expresa esta limpia pa­labra: el placer.
A la señora el tañido del órgano la aquieta y la recoge; una blanda inmovilidad parecida al éxtasis la embarga y ella enton­ces entrecierra los ojos para reconcentrarse más en la melodía que, a medida que la invade, aleja de su espíritu las preocupacio­nes y rencillas de la jornada y lo vacía de todo lo que no sea audición, sensación pura. Así es el comienzo. El profesor toca con agilidad y soltura, sin apresurarse, en un suave crescendo enervante, eligiendo ambiguas músicas que sigilosamente nos trans­portan a los austeros retiros disciplinados por san Bernardo, a las procesiones calle­jeras que se transforman de pronto en pagano carnaval, y, de allí, sin transición, al coro gregoriano de una abadía o a la misa cantada de una catedral con profusión de purpurados, y por fin al promiscuo baile de disfraces, en una mansión de las afueras. Corre el vino a raudales y hay trasiegos sospechosos en las glorietas del jardín. Una bella zagala, sentada en las rodillas de un vejete rijoso y barrigón, se quita de pronto el antifaz. ¿Y quién resulta ser? ¡Uno de los mocitos del establo! ¡O el bobo andrógino de la aldea con verga de hombre y ubres de mujer!
Mi señora va viendo estas imágenes por­que yo se las describo en el oído, con vo­cecilla aviesa, al compás de la música. Mi sabiduría le traduce en formas, colores, fi­guras y acciones incitantes las notas del órgano cómplice. Eso es lo que ahora estoy haciendo, semiencaramado en su espalda, mi cremosa carita avanzada como un espi­gón por sobre su hombro: susurrándole fá­bulas pecaminosas. Ficciones que la distraen y hacen sonreír, ficciones que la sobresal­tan y enardecen.
El profesor no puede dejar un solo ins­tante de tañer el órgano: le va en ello la cabeza. Don Rigoberto lo ha prevenido: «Si aquellos fuelles dejan aunque sea un instante de soplar entenderé que cediste a la tenta­ción de palpar. Entonces, te clavaré esta daga en el corazón y echaré tu cadáver a los sabuesos. Ahora sabremos qué es más fuerte en ti, doncel: si el deseo de mi hermosa o el apego a tu vida». Lo es el apego a su vida, por supuesto.
Pero, mientras pulsa las teclas, tiene de­recho a mirar. Es un privilegio que lo honra y exalta, que lo hace sentirse monarca o dios. Lo aprovecha con fruición deleitosa. Sus miradas, por lo demás, facilitan y com­plementan mi tarea ya que, la señora, ad­virtiendo el fervor y la pleitesía que le rinden los ojos de aquella faz imberbe y presintien­do las febriles codicias que despiertan en ese adolescente sensible sus muelles formas blancas, no puede dejar de sentirse conmo­vida y presa de humores concupiscentes.
Sobre todo cuando el tañedor del órgano la mira allí donde la está mirando. ¿Qué encuentra o qué busca en ese venusino rin­cón el joven músico? ¿Qué tratan de perforar sus vírgenes pupilas? ¿Qué lo imanta de tal modo en ese triángulo de piel transparente, circulado por venillas azules como riachue­los, al que sombrea el depilado bosquecillo del pubis? Yo no sabría decirlo y creo que él tampoco. Pero algo hay allí que atrae sus ojos cada atardecer con el imperio de una fatalidad o la magia de un sortilegio. Algo como la adivinación de que al pie del solea­do montecillo de Venus, en la tierna hendidura que protegen las torneadas columnas de los muslos de la señora, esponjosa, rojiza, húmeda con el rocío de su intimidad, dis­curre la fuente de la vida y del placer. Muy pronto, nuestro señor don Rigoberto se in­clinará a beber en ella la ambrosía. El ta­ñedor del órgano sabe que a él esa bebida le estará siempre vedada pues dentro de poco entrará al convento de los dominicos. Es un muchacho piadoso que desde la más tierna infancia sintió el llamado de Dios y al que nada ni nadie apartarán del sacerdo­cio. Aunque, según me lo ha confesado, estas veladas crepusculares lo hacen sudar hielo y pueblan sus sueños de demonios con tetas y nalgas de mujer, ellas no han debilitado su vocación religiosa. Antes bien: lo han convencido de la necesidad, a fin de salvar su alma y ayudar a otros a salvar la suya, de renunciar a las pompas y carnes de este mundo. Acaso mira con tanta obstina­ción el enrulado vergel de su ama sólo para probarse a sí mismo y mostrar a Dios que es capaz de resistir las tentaciones, incluida la más luciferina: el inmarcesible cuerpo de nuestra señora.
Ni ella ni yo tenemos esos problemas de conciencia y de moral. Yo porque soy un diosecillo pagano, y para colmo inexistente, nada más y nada menos que una imagina­ción de los humanos, y ella porque es una esposa obediente que se somete a estas ve­ladas preparatorias de la noche conyugal por respeto a su esposo, quien las programa en sus mínimos detalles. Se trata, pues, de una dama dócil a la voluntad de su dueño, como debe serlo la esposa cristiana, de modo que, si hay pecado en estos ágapes sensuales, es de suponer que ennegrecerán únicamente el alma de quien, para su deleite personal, los concibe y los manda.
También el delicado y laborioso peinado de la señora, con sus bucles, ondulaciones, coquetas mechas sueltas, elevaciones y caí­das, y sus adornos de perlas exóticas, es espectáculo orquestado por don Rigoberto. Él dio instrucciones precisas a los peluque­ros y él pasa revista cada día, como un jefe a su mesnada, al ejército de alhajas del ajuar de la señora para elegir las que lucirán esa noche sobre sus cabellos, rodearán su gar­ganta, penderán de sus translúcidas orejas y aprisionarán sus dedos y muñecas. «Tú no eres tú sino mi fantasía», dice ella que le susurra cuando la ama. «Hoy no serás Lu­crecia sino Venus y hoy pasarás de perua­na a italiana y de terrestre a diosa y sím­bolo».
Tal vez sea así, en las alambicadas qui­meras de don Rigoberto. Pero ella sigue siendo real, concreta, viva como una rosa sin arrancar de la rama o una avecilla que canta. ¿No es una mujer hermosa? Sí, her­mosísima. Sobre todo, en este instante, cuando sus instintos han empezado a des­pertar, recordados por la sabia alquimia de las notas alargadas del órgano, las trémulas miradas del músico y las ardientes corrup­ciones que le destilo en el oído. Mi mano izquierda siente, allí sobre su pecho, cómo su piel se ha ido tensando y calentando. Su sangré empieza a hervir. Este es el momento en que ella alcanza la plenitud, o (para decirlo cultamente) aquello que los filósofos llaman absoluto y los alquimistas transubs­tancia.
La palabra que cifra mejor su cuerpo es: turgente. Azuzada por mis salaces ficciones, todo en ella se vuelve curva y prominencia, sinuosa elevación, blandura al temple. Esa es la consistencia que el buen gastador de­bería preferir para su compañera a la hora del amor: tierna abundancia que parece a punto de derramarse pero que se mantiene firme, suelta, elástica como la fruta madura y la pasta recién amasada, esa tierna textu­ra que los italianos llaman morbidezza, palabra que hasta aplicada al pan suena lasciva.
Ahora que ya está incendiada por dentro, su cabecita fosforeciendo de lúbricas imágenes, yo escalaré su espalda y me revolcaré sobre la satinada geografía de su cuer­po, haciéndole cosquillas con mis alas en las zonas propicias, y retozaré como un cacho­rrillo feliz en la tibia almohada de su vientre.
Esos disfuerzos míos la hacen reír y encan­dilan su cuerpo hasta volverlo brasa. Ya mi memoria está oyendo su risa que vendrá, una risa que apaga los gemidos del órgano y cubre de líquida saliva los labios del joven profesor. Cuando ella ríe sus pezones se endurecen y empinan como si una invisible boca mamara de ellos, y los músculos de su estómago vibran bajo la tersa piel olorosa a vainilla sugiriendo el rico tesoro de tibiezas y sudores de su intimidad. En ese momento mi respingarla nariz puede oler el aroma a quesillo rancio de sus jugos secretos. El per­fume de esa supuración de amor enloquece a don Rigoberto, quien –ella me lo ha contado–, de hinojos, como el que ora, lo absorbe y se impregna de él hasta embria­garse de dicha. Es, asegura, mejor afrodisía­co que todos los elixires de inmundas mez­clas que andan vendiendo a los amantes los brujos y las celestinas de esta ciudad. «Mien­tras huelas así, seré tu esclavo», dice ella que él le dice, con la lengua floja de los ebrios de amor.
Pronto se abrirá la puerta y escuchare­mos el quedo susurro de las pisadas en la alfombra de don Rigoberto. Pronto lo ve­remos asomarse a la vera de este lecho a comprobar si hemos sido capaces, yo y el profesor, de acercar la rastrera realidad a los oropeles de su fantasía. Oyendo la risa de la señora, viéndola, respirándola, compren­derá que algo de eso ha ocurrido. Hará en­tonces un casi imperceptible ademán de aprobación, que será para nosotros la orden de partida.
El órgano enmudecerá; con una profun­da venia, el profesor hará mutis por el patio de los naranjos y yo saltaré por la ventana y me alejaré volatineando rumbo a la noche fragante del campo.En la alcoba quedarán ellos dos y el rumor de su tierna contienda.

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