LA NARRATIVA PERUANA DESPUES DE MARIO VARGAS LLOSA. Por Gustavo Faverón Patriau
Las señales que colocó Vargas Llosa en la ruta de nuestra narrativa contemporánea fueron cruciales y, en cierto sentido, definitivas: difícilmente nuestros escritores más allá de pasajeros arrebatos de etnicismo, o de los achaques chauvinistas que asomen la cabeza de vez en cuando volverán a la premodernidad que signó nuestra novela antes de la publicación de La ciudad y los perros. Si algunas huellas de Vargas Llosa habrán de resultar indelebles en esta aún naciente tradición narrativa peruana, ellas serán las lecciones cosmopolitas, la abolición de los remanentes de provincianismo, el reconocimiento de la literatura universal como una marea en la que podemos integrarnos y de la cual podemos ser parte; todo ello, en fin, bajo la forma de una certeza: la creencia de que el mundo interior de un autor puede estar ligado de modo tan cerval a su tierra y a la historia de su tierra como a la imaginación y a los paisajes íntimos de otros escritores en cualquier otra latitud, en cualquier otro tiempo.
Vargas Llosa puso en ese lugar totémico, como manes de su universo individual de modo consciente en algunos casos y, en otros, de forma indeseada figuras como las de Joanot Martorell, Gustave Flaubert, Jean Paul Sartre, Ernest Hemingway, Albert Camus, William Faulkner, John Dos Passos, Miguel de Cervantes o León Tolstoi.
Que quienes vinieron después cambiaran esos nombres por otros es puramente circunstancial; lo esencial fue en ese momento, y sigue siendo ahora, la súbita libertad que significó para nuestros escritores la posibilidad de reconocer sus fantasmas, sus delirios y sus angustias en panoramas hasta entonces extraños, o marginados por ajenos. Es cierto que el aporte de Vargas Llosa estaba ya prefigurado en la generación del cincuenta (el europeísmo de Ribeyro, el aliento faulkneriano de Zavaleta, la apertura de Loayza a la influencia de Borges), e incluso en el tramo final de Arguedas (cuando éste se aproximó a Joyce y a Faulkner), pero es igualmente innegable que ninguno antes que él perfiló una obra artística capaz de fundir los aportes de la tradición occidental y las tendencias de la realidad peruana con la fuerza, la complejidad y la capacidad de adecuación que caracterizaron a La ciudad y los perros, y que se convirtieron en una intrincada, densa y solvente postulación estética con dos de sus libros siguientes, La Casa Verde y Conversación en La Catedral.
Posiblemente, entre los modelos de los que Vargas Llosa tomó los elementos básicos de su narrativa, el que con mayor facilidad y pertinencia fue asimilado por los escritores de las generaciones inmediatamente posteriores fue la obra novelística de Faulkner. Autores como Gregorio Martínez, Miguel Gutiérrez y Edgardo Rivera Martínez encontraron en los libros del norteamericano los éxitos de aplicar toda la modernidad de la técnica literaria contemporánea a una materia tan enfermiza, confusa y pasional como lo eran el sur de los Estados Unidos, al que aludía Faulkner, y el Perú en el que ellos vivían y del que ellos querían hablar. Mientras Martínez (Tierra de caléndula, 1975) y Rivera Martínez (El visitante, 1977) prefirieron no ignorar los aportes del indigenismo previo después de todo, por ejemplo, el rasgo de la multiplicidad de las voces, dejando de lado esa carga de discurso solidario que había distinguido a Arguedas, no se contradecía en nada con los modales faulknerianos, Gutiérrez se entregó más abiertamente a una explotación de los recursos técnicos tan obvia y exuberante que acabó por malograr su primer libro (El viejo saurio se retira, 1969), y que sólo ha sido corregida en su reaparición literaria durante los últimos años, con Hombres de caminos (1988) y, aun más, con La violencia del tiempo (1991), libro que lamentablemente peca en un terreno distinto, el del contrabando ideológico. (Cabe anotar que el mejor fruto del trabajo de Rivera Martínez se ha dado en los años noventas, con la excelente fábula panorámica de País de Jauja, 1993).
A la vez que esto ocurría, otros autores proponían un camino alternativo, el de la simplicidad estilística y la concreción del lenguaje. Alfredo Bryce había sido el primero en delegar el fardo de lo patético a los demás para involucrarse más bien con los negocios de la sensibilidad; y su modelo de lenguaje (difícil reconocerlo ahora, bajo la montaña de palabras de sus últimas obras) era Hemingway. Pero también Bryce había sido el primero en mostrar que la modernidad recién importada podía asumirse como un hallazgo sin necesidad de imitar a Vargas Llosa, que podía emprenderse la vía de la adecuación buscando rutas propias, y ésa es la importancia de libros como Huerto cerrado (1968) y Un mundo para Julius (1970), donde la idea del relato de aprendizaje, revisada ya por Vargas Llosa en La ciudad y los perros y Los cachorros, mereció un tratamiento propio y original. La influencia de Hemingway tal vez vista a través del filtro de glamour de Bryce sería luego observable en las primeras publicaciones de Fernando Ampuero (Mamotreto, 1974; Deliremos juntos, 1975) y habría de permanecer como un rasgo lingüístico duradero en los libros de éste incluso cuando cesaran su influjo las lecturas de Burroughs, Ginsberg y Kerouac. Ampuero es el puente tendido entre los sesentas y los ochentas: la apertura hacia el desnudo lenguaje neutral de Hemingway, que emprendió en su obra inicial y profundizó con la subsecuente, fue el escalón que hizo natural la llegada de escritores como Alonso Cueto, Guillermo Niño de Guzmán e Isaac Goldemberg.
Esa proximidad a Hemingway, por otra parte, funcionó a la larga como un boomerang que propició el regreso de nuestros escritores a la fuente de Vargas Llosa: Cueto lo mostró en El tigre blanco (1984), y luego en sus cuentos de estirpe urbana (La batalla del pasado, 1983; Los vestidos de una dama, 1987), con reelaboraciones formales y temáticas que incluyeron incursiones en el lenguaje clásico de Maupassant, James y Chejov. Niño de Guzmán lo tuvo más presente aun, haciendo de Vargas Llosa y Hemingway los dos referentes obligados de Caballos de medianoche (1984), un conjunto de relatos levantados sobre la base de una sorprendente economía del lenguaje. En los noventas, como ha apuntado acertadamente Miguel Gutiérrez, la novela peruana ha abierto dos sendas: por un lado, hay un cierto número de escritores que conservan el aliento épico colocado por Vargas Llosa en el centro de sus primeros libros: allí se inscriben Peter Elmore (Enigma de los cuerpos, 1995), Laura Riesco (Ximena de dos caminos, 1994), César Hildebrandt (Memoria del abismo, 1994) y Carlos Herrera (Blanco y negro, 1995). Sin duda, todos ellos comparten una misma preocupación por rescatar el afán cuestionador, la anchura intelectual y la pretensión totalizante de las novelas que Vargas Llosa escribió en los años sesentas, pero Elmore y Hildebrandt no temen tampoco la posibilidad de apropiarse del lenguaje, los mecanismos de construcción e incluso los temas de aquél, y cada uno ejercita un añadido personal con resultados apreciables.
Por otra parte, un grupo de narradores ha optado por el intimismo como asunto y por la prolijidad como estilo. Abelardo Sánchez León (La soledad del nadador, 1996), Teresa Ruiz Rosas (El copista, 1994), Goran Tocilovac (Trilogía parisina, 1996) son los más notables en este rubro, en el que coinciden no sólo con todo un giro de la novela europea y norteamericana que abandonó ya hace algún tiempo la aspiración monumental, en un movimiento que la conduce hacia la reducción y la introspección, sino también con los últimos trabajos de escritores anteriores: Malos modales (1994) y Bicho raro (1996), de Ampuero; Deseo de noche (1993) y Cinco para las nueve (1996), de Cueto. (Curiosamente, un sector de la crítica que ha denostado a Vargas Llosa por la renuncia a la novela total en sus obras posteriores a La guerra del fin del mundo, aplaude la aparición de los libros mencionados). Existe además un aún incipiente conjunto de autores que viene definiendo su propia labor dentro de los márgenes mencionados: Iván Thays, Javier Arévalo y Mario Bellatín ostentan muchas más aspiraciones que resultados; Óscar Malca, afanado en transmitir a nuestra narrativa los aires nuevos de Bret Easton Ellis o Ray Loriga, demuestra, ciertamente, más talento y oficio que otros jóvenes latinoamericanos que han despertado mayor atención entre el público y la crítica; Enrique Prochazka muestra una originalidad que rebasa largamente a cualquier coetáneo suyo. (Jaime Bayly, como sabemos, está entregado a la mercadotecnia y al escándalo, de ningún modo a la literatura).
Es importante señalar que, incluso en los casos donde la creación literaria no alcanza un nivel especialmente lúcido, los narradores peruanos posteriores a Vargas Llosa saben un cierto número de verdades acerca de su labor: que es permisible y loable romper con las tradiciones cada vez que se pueda encontrar en una ajena lo que no se halla en la propia; que no tiene lugar ya ningún supuesto rescate étnico o folklórico si éste soslaya el carácter ecuménico y global del arte; y que, definitivamente, los intentos de resurrección de cualquier ansiedad proselitista, didáctica o magisterial que se malquiste en la obra literaria y la haga tambalear en su organicidad no caben en la literatura, pues jamás el arte puede reducirse al rol ancilar del instrumento.
Vargas Llosa puso en ese lugar totémico, como manes de su universo individual de modo consciente en algunos casos y, en otros, de forma indeseada figuras como las de Joanot Martorell, Gustave Flaubert, Jean Paul Sartre, Ernest Hemingway, Albert Camus, William Faulkner, John Dos Passos, Miguel de Cervantes o León Tolstoi.
Que quienes vinieron después cambiaran esos nombres por otros es puramente circunstancial; lo esencial fue en ese momento, y sigue siendo ahora, la súbita libertad que significó para nuestros escritores la posibilidad de reconocer sus fantasmas, sus delirios y sus angustias en panoramas hasta entonces extraños, o marginados por ajenos. Es cierto que el aporte de Vargas Llosa estaba ya prefigurado en la generación del cincuenta (el europeísmo de Ribeyro, el aliento faulkneriano de Zavaleta, la apertura de Loayza a la influencia de Borges), e incluso en el tramo final de Arguedas (cuando éste se aproximó a Joyce y a Faulkner), pero es igualmente innegable que ninguno antes que él perfiló una obra artística capaz de fundir los aportes de la tradición occidental y las tendencias de la realidad peruana con la fuerza, la complejidad y la capacidad de adecuación que caracterizaron a La ciudad y los perros, y que se convirtieron en una intrincada, densa y solvente postulación estética con dos de sus libros siguientes, La Casa Verde y Conversación en La Catedral.
Posiblemente, entre los modelos de los que Vargas Llosa tomó los elementos básicos de su narrativa, el que con mayor facilidad y pertinencia fue asimilado por los escritores de las generaciones inmediatamente posteriores fue la obra novelística de Faulkner. Autores como Gregorio Martínez, Miguel Gutiérrez y Edgardo Rivera Martínez encontraron en los libros del norteamericano los éxitos de aplicar toda la modernidad de la técnica literaria contemporánea a una materia tan enfermiza, confusa y pasional como lo eran el sur de los Estados Unidos, al que aludía Faulkner, y el Perú en el que ellos vivían y del que ellos querían hablar. Mientras Martínez (Tierra de caléndula, 1975) y Rivera Martínez (El visitante, 1977) prefirieron no ignorar los aportes del indigenismo previo después de todo, por ejemplo, el rasgo de la multiplicidad de las voces, dejando de lado esa carga de discurso solidario que había distinguido a Arguedas, no se contradecía en nada con los modales faulknerianos, Gutiérrez se entregó más abiertamente a una explotación de los recursos técnicos tan obvia y exuberante que acabó por malograr su primer libro (El viejo saurio se retira, 1969), y que sólo ha sido corregida en su reaparición literaria durante los últimos años, con Hombres de caminos (1988) y, aun más, con La violencia del tiempo (1991), libro que lamentablemente peca en un terreno distinto, el del contrabando ideológico. (Cabe anotar que el mejor fruto del trabajo de Rivera Martínez se ha dado en los años noventas, con la excelente fábula panorámica de País de Jauja, 1993).
A la vez que esto ocurría, otros autores proponían un camino alternativo, el de la simplicidad estilística y la concreción del lenguaje. Alfredo Bryce había sido el primero en delegar el fardo de lo patético a los demás para involucrarse más bien con los negocios de la sensibilidad; y su modelo de lenguaje (difícil reconocerlo ahora, bajo la montaña de palabras de sus últimas obras) era Hemingway. Pero también Bryce había sido el primero en mostrar que la modernidad recién importada podía asumirse como un hallazgo sin necesidad de imitar a Vargas Llosa, que podía emprenderse la vía de la adecuación buscando rutas propias, y ésa es la importancia de libros como Huerto cerrado (1968) y Un mundo para Julius (1970), donde la idea del relato de aprendizaje, revisada ya por Vargas Llosa en La ciudad y los perros y Los cachorros, mereció un tratamiento propio y original. La influencia de Hemingway tal vez vista a través del filtro de glamour de Bryce sería luego observable en las primeras publicaciones de Fernando Ampuero (Mamotreto, 1974; Deliremos juntos, 1975) y habría de permanecer como un rasgo lingüístico duradero en los libros de éste incluso cuando cesaran su influjo las lecturas de Burroughs, Ginsberg y Kerouac. Ampuero es el puente tendido entre los sesentas y los ochentas: la apertura hacia el desnudo lenguaje neutral de Hemingway, que emprendió en su obra inicial y profundizó con la subsecuente, fue el escalón que hizo natural la llegada de escritores como Alonso Cueto, Guillermo Niño de Guzmán e Isaac Goldemberg.
Esa proximidad a Hemingway, por otra parte, funcionó a la larga como un boomerang que propició el regreso de nuestros escritores a la fuente de Vargas Llosa: Cueto lo mostró en El tigre blanco (1984), y luego en sus cuentos de estirpe urbana (La batalla del pasado, 1983; Los vestidos de una dama, 1987), con reelaboraciones formales y temáticas que incluyeron incursiones en el lenguaje clásico de Maupassant, James y Chejov. Niño de Guzmán lo tuvo más presente aun, haciendo de Vargas Llosa y Hemingway los dos referentes obligados de Caballos de medianoche (1984), un conjunto de relatos levantados sobre la base de una sorprendente economía del lenguaje. En los noventas, como ha apuntado acertadamente Miguel Gutiérrez, la novela peruana ha abierto dos sendas: por un lado, hay un cierto número de escritores que conservan el aliento épico colocado por Vargas Llosa en el centro de sus primeros libros: allí se inscriben Peter Elmore (Enigma de los cuerpos, 1995), Laura Riesco (Ximena de dos caminos, 1994), César Hildebrandt (Memoria del abismo, 1994) y Carlos Herrera (Blanco y negro, 1995). Sin duda, todos ellos comparten una misma preocupación por rescatar el afán cuestionador, la anchura intelectual y la pretensión totalizante de las novelas que Vargas Llosa escribió en los años sesentas, pero Elmore y Hildebrandt no temen tampoco la posibilidad de apropiarse del lenguaje, los mecanismos de construcción e incluso los temas de aquél, y cada uno ejercita un añadido personal con resultados apreciables.
Por otra parte, un grupo de narradores ha optado por el intimismo como asunto y por la prolijidad como estilo. Abelardo Sánchez León (La soledad del nadador, 1996), Teresa Ruiz Rosas (El copista, 1994), Goran Tocilovac (Trilogía parisina, 1996) son los más notables en este rubro, en el que coinciden no sólo con todo un giro de la novela europea y norteamericana que abandonó ya hace algún tiempo la aspiración monumental, en un movimiento que la conduce hacia la reducción y la introspección, sino también con los últimos trabajos de escritores anteriores: Malos modales (1994) y Bicho raro (1996), de Ampuero; Deseo de noche (1993) y Cinco para las nueve (1996), de Cueto. (Curiosamente, un sector de la crítica que ha denostado a Vargas Llosa por la renuncia a la novela total en sus obras posteriores a La guerra del fin del mundo, aplaude la aparición de los libros mencionados). Existe además un aún incipiente conjunto de autores que viene definiendo su propia labor dentro de los márgenes mencionados: Iván Thays, Javier Arévalo y Mario Bellatín ostentan muchas más aspiraciones que resultados; Óscar Malca, afanado en transmitir a nuestra narrativa los aires nuevos de Bret Easton Ellis o Ray Loriga, demuestra, ciertamente, más talento y oficio que otros jóvenes latinoamericanos que han despertado mayor atención entre el público y la crítica; Enrique Prochazka muestra una originalidad que rebasa largamente a cualquier coetáneo suyo. (Jaime Bayly, como sabemos, está entregado a la mercadotecnia y al escándalo, de ningún modo a la literatura).
Es importante señalar que, incluso en los casos donde la creación literaria no alcanza un nivel especialmente lúcido, los narradores peruanos posteriores a Vargas Llosa saben un cierto número de verdades acerca de su labor: que es permisible y loable romper con las tradiciones cada vez que se pueda encontrar en una ajena lo que no se halla en la propia; que no tiene lugar ya ningún supuesto rescate étnico o folklórico si éste soslaya el carácter ecuménico y global del arte; y que, definitivamente, los intentos de resurrección de cualquier ansiedad proselitista, didáctica o magisterial que se malquiste en la obra literaria y la haga tambalear en su organicidad no caben en la literatura, pues jamás el arte puede reducirse al rol ancilar del instrumento.
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