LA COLUMNA QUE DIBUJASTE DENTRO DE MI. (Fragmento) Por Vivian Jiménez

Capítulo XXIII: Homo loquax o Tania VI
Su último cuento. Ella sentía que se iba acercando a lo que buscaba. Y lo dejó en mis manos antes de irse.
Me senté frente al espejo, me vi como quien mira a Tania, y la escuché como quien lee su cuento a una amiga que descubrió en esta imagen que revelo, que regalo al tiempo para que guíe mi voz, y me permita darle a su texto lo que ella dejó guardado en mi bolsillo más secreto, el que llevo a la izquierda de mi pecho.
Quieres que te cuente una historia que no es cierta. A mí me gusta poner las cosas en su sitio. Ése fue un día de trabajo, y no pasó nada. Nos sentimos bien, fue un día muy bonito, pero ya. Ellos conocían el lugar, y decían que era muy tranquilo, por eso quise ir. Me fueron a buscar temprano a la casa, un domingo. Claro, ese día se supone que uno descanse, aunque me sentí mejor yendo con ellos que pasándome el día aburrida. La idea de recogerme partió del cineasta; estoy segura que se hizo mil ideas en su cabeza. Si hubiese sido por Ariel yo no hubiera ido, él se imaginaba que el otro se la iba a pasar provocándome, y estaba muy entusiasmado con su obra arquitectónica, así que no iba a perder el tiempo. En el fondo yo nunca supe qué fue lo que ayudó para que Ariel, al final, quisiera que yo estuviera allí. Quizá también se armó una fantasía, porque él tampoco es bobo.
Ya sé que ese cuento te lo hizo Raquel. Esa gorda ante el dominó y el ron tiene una lengua implacable. Puedes estar seguro de que el cineasta se lo contó a ella porque ese día necesitaba desahogarse haciéndose el tipo duro, el machote. Tú sabes que él padece de eso, cada vez que conoce a una mujer quiere sumarla a su cuenta. Lo mismo ha querido hacer conmigo toda la vida y, al pobre, le ha salido muy mal. Yo creo que por eso no me habla.
Te decía que en la mañana tempranito me recogieron en el carro de Ariel, y nos fuimos para la hacienda. Los dueños no estaban. El lugar parecía abandonado porque, aparte de la casona y unos pequeños bohíos que había allí, el resto era monte y más monte. Imagínate tú, yo con dos hombres entre los matorrales. Deja eso, tú sabes que soy una persona decente y fiel a mi novio.
El cineasta en todo el trayecto fue tratando de sonsacarme. Llegó un momento en que Ariel, al ver que yo se las bateaba todas, mandó a que dejáramos la bobería. Y su palabra siempre ha sido sagrada. Claro, ése también me tenía ganas, y se hacía el más difícil. Entre él y yo las cosas eran más escondidas. Imagínate que él era marido de una prima mía. Yo sería incapaz.
A Ariel se le ocurrió hacer unas piezas con hierba, con unas telas y unos trozos de metales. En fin, todo un andamiaje. Tú sabes que yo de arquitectura no sé nada; mis habilidades son como ayudante. A él se le iban ocurriendo las cosas en el momento, y después decía que ésa era su obra, así de sencillo. Se ganaba la vida dando conferencias que para muchos eran la esencia del gran pensamiento. Para nosotros que lo conocíamos bien no era más que construcciones verbales, ahí se quedaba todo. El caso era que el cineasta debía filmar todo lo que el otro hacía —al arquitecto siempre le ha fascinado el "tránsito", la "metodología"— para construir la obra, y yo estaba apoyando y ambientando. Porque eso sí, se pasaron todo el tiempo vacilándome cuando yo hacía las cosas, y a veces me mandaban a propósito para aprovechar. Como era un día extremadamente caluroso y se trataba del campo, fui con una ropa sencilla, sin ajustadores porque no los soporto, y así mis tetas iban disfrutando el aire libre. Tal vez fue por mi forma de vestir que la gente comentó. ¿Y tú dices que el cineasta lo dijo a muchas personas?
Hace algunos años atrás a mí me dijeron que ese tipo quería acostarse conmigo, o sea, "hacerme el amor". ¡Dios me libre! Él nunca me gustó, es un hombre muy mentiroso e histérico. Cuando me enteré de sus maquinaciones —yo no lo conocía mucho—, me di a la tarea de observarlo.
Un día, por casualidades de la vida, me prestaron un corto que él había filmado de cuando fue al extranjero por primera vez. Me sorprendí al ver que era un plano general con él quietecito, como un angelito, con su camisa de mangas cortas, y con todo lo demás como Dios lo trajo al mundo. ¡Óigame!, aquello era impresionante, qué clase de tronco tenía. Yo que no estaba acostumbrada a ver esas cosas, casi me da un infarto por el calibre. Los pelos se me pararon de punta, y el tipo estaba encañonao, como apuntando para mí que lo estaba viendo, con ese tamañazo; y francamente yo me asusté, nada más de imaginarme... Esa imagen se me quedó en la cabeza y, cada vez que le veo, los ojos se me van para allá abajo. Pero para qué contarte algo que no tiene importancia.
Creo que me tengo que callar, ya va a empezar la película y a la gente no le gusta que hablen en los cines. Bueno, trata que la película sea de terror porque, si no, me voy antes de que se acabe. No te preocupes, yo no soy miedosa. Si tú quieres pegarte para que yo no me sienta tensa con el suspenso está bien. Yo soy una mujer valiente. Es más, acerca tu oído que si la película es mala, te sigo mi historia sin que le moleste a nadie. Tengo que demostrarte que la gente habla por hablar.
Ahora me estoy acordando de un detalle. Ese día en la hacienda —ven, pégate que la película no es de misterio— cuando el calor era insoportable, después que llevábamos un rato cargando troncos y tarecos, para la cantidad de trabajo que nos faltaba, como éramos personas maduras, decidimos quitarnos las camisas. Ellos me prometieron que no se iban a poner en ninguna bobería. Y así fue, me la quité, por suerte necesitaba un poco de sol, parecía acabadita de sacar de un cubo de leche, blanquita. Por supuesto que me miraron las tetas, a quién no le gusta eso, hasta mis pezones se pusieron como balas. Ahí quedó todo. Yo no sé cómo el cineasta es capaz de decir que cuando me las vio yo dejé que las chupara, que las mordiera un poquito, y que mamara y mamara hasta que de la paja que se estaba haciendo le saliera el líquido ése que le gusta a todas las mujeres, y que tiene un sabor calentico y sabroso. Pero eso hubiese querido él.
¿Qué te pasa, no te gusta la película tampoco? ¿O no te gusta mi aclaración de la verdad? Te preocupa cómo sudan mis muslos, yo soy así. Cuando me entusiasmo con un cuento, me entran calorones. Oye, parece que a mucha gente no le gusta la película porque no hay casi nadie. Al de atrás sí le gusta, no se pierde nada.
Tú sabes que cuando a Ariel se le ocurre una obra y las cosas le salen bien, se pone de un carácter maravilloso. Ese día era más amable que nunca conmigo. Me secaba el sudor de la frente, me quitaba las pelusitas de hierba que se me pegaban en el pecho, y a veces estábamos tan contentos que nos dábamos unos abrazos con beso y todo. Pero no como el que te dijeron: un beso de tres horas, con movimiento de cintura y apretadera de vientre, con agarradera de tetas, jalones de pelo, lengua y mucha lengua. No, mi amigo, en ésa no caigo yo. Ahí todo el mundo respetó a su pareja. Porque no es lo mismo que yo te dé un beso —vira la boca para acá mulato—, así, que como el cineasta dice. Tú y yo somos amigos, y sé que no te vas a poner en la bobería de aprovechar conmigo, ni hacer como el cineasta que es todo bla, bla, bla. Hoy quise llamarte por eso. Y me gustaría pagarte para que escuches todo lo que digo. No me quites el sudor de los muslos, no importa, acuérdate que yo soy fogosa.
Esa palabra la aprendí del cineasta. No tengo peste a ron, es mi aliento que sale así. Si supieras, ese día antes que se fuera el sol, le dio por convencerme para que dejara filmarme encuera. Mira qué artístico: yo abrazando el tronco de un árbol que estaba tendido en el suelo, con las dos piernas abiertas, como si montara un caballo. Esos árboles tenían unas espinitas que se me encajaban por todos lados. Me filmaría de espaldas, no se iba a ver mi cara porque me la cubriría con mi pelo que de lo largo que está parece una cortina. ¿Te imaginas aquellas dos nalgas abiertas, enseñando aquello? Bueno, según te contaron ahí se armó tremenda manoseadera. Eso es mentira, Ariel no lo hubiese permitido. Cada vez que me acuerdo me entra una cosquilla en el pecho que no puedo quitármela. ¿A ti nunca te ha pasado? No es en la teta, es en el mismo medio del pecho. El ombligo no, que me haces reír, y me da pena con el señor de atrás; nos van a regañar por el cuchicheo. Ahora tengo hipo.
Lo único que me está gustando de la película es la música. Yo soy amante de la música instrumental. Cuando a Ariel se le ocurrió que lo filmaran sin ropa, porque, según él, eso iba a impactar en la obra, del radio del carro se oía un instrumental que me encanta, era de los años 60. Me entró una alegría tremenda, a esa hora tenía deseos de bailar y cantar. Ariel, que me conoce bien, se dio cuenta y nos dijo que descansáramos un rato. Del tiro, agarré una botella de refresco y me la vacié encima. A mí me dan esos arrebatos. Me entró refresco hasta por donde tú sabes. Lo peor vino después porque se me empegostó todo, y con la hierba me dio una picazón tremenda. La cosa llegó a tal punto que entre ellos dos tuvieron que quitarme hasta el blumer, y echarme dos cubos de agua. Por suerte había una cisterna casi llena.
En ese momento me preocupé porque me vi como entre dos fieras hambrientas. Pero nada de nada, se portaron como unos caballeros. Aunque aquí esté oscuro, te veo la cara, ¿no me crees lo que cuento? ¿No sabes cuál es la verdad? ¿Tú puedes pensar que cuando me echaron los cubos de agua se quitaron sus pantalones para secarme? Si la gorda te contó eso es porque ella es muy amiga del cineasta, y trata de creérselo todo. Me imagino que ella se la dio de que se sabía un chisme escandalosísimo, y a todo el mundo le iba a interesar. El problema es que, con sus amigos en su casa, ella no tenía de qué hablar, y se aprovechaba de todo. Creerlo y contarlo la hacía feliz.
No es posible que yo me haya excitado por verlos encueros y con sus miembros en posición. Ni que fuera la primera vez. Ella te dijo que Ariel me agarró por las caderas para secarme el refresco, y que el cineasta me tenía aguantada por debajo de los brazos. Yo cerré los ojos, y cuando me vieron se afilaron los dientes. Ariel puso las camisas en la tierra, y me acostaron encima. Los dos me chuparon como a una fresita: cuando uno estaba por arriba, el otro se entretenía por abajo. Ellos se intercambiaban mis partes, tenían tremendo acople, porque no se quejaban y lo hacían todo sin chistar. Yo me sentía en la gloria; imagínate, por falta de uno, dos.
¿Tengo el blumer mojado? Claro, repitiéndote esta invención que tú llamas cuento se me está saliendo lo que tú sabes. Si le pasas el dedo se moja más. No me enseñes esa lengua, ni pensarlo. Te imaginas que pase el acomodador y te vea agachado frente a mí en plena función de cine. A cualquiera le gustaría una historia así, por eso es que las inventan. Así es todo, alguien te impone las cosas, y tú la aceptas y ya. Bueno, si te agachas rápido está bien, yo sé que tú quieres probar lo que ellos hicieron en la hacienda. Estoy cansada de decirte que eso es mentira. De todos modos, sigo contándotelo bajito. Ariel y el cineasta nunca se sobrepasaron, todo el tiempo estuvimos trabajando. No estoy borracha. No es que cuando me tenían sobre la tierra, mientras me chupaban, yo por otra parte les saboreaba sus descomunales protuberancias.
Fue peor el remedio que la enfermedad. Me quisieron quitar el refresco que tenía en el cuerpo, y resulta que me llenaron la cara y el pelo de ese líquido baboso. Ahí no se sabía cuál era de quién. Óyeme, me estás excitando, mira que después van a pensar y a hablar de ti y de mí. Tú estás loco, ¿por qué te empeñas en demostrarme el cuento que te hicieron como si fuera verdad? Si me echo hacia abajo, el señor de atrás se va a dar cuenta. Yo te tolero cada cosa. Eso nadie se lo cree, nada más se le ocurren a él que en vez de masa encefálica tiene una gran masa fálica en su cabeza. Mira, mejor vuelve a sentarte porque tu dedo ya está entre mis nalgas, y yo me pongo como loca. Sé lo que te digo, además, el hipo no se me quita.
Lo que te contaron fue con tanta imaginación que merece un premio, parece literatura. Seguimos trabajando unas horas más, y nos fuimos para un bohío que tenían los dueños de la hacienda. El cineasta no debió decir esas cosas de Ariel. Él sería incapaz de, a la prima de su mujer, sentarla arriba de él para meterle su cosa por delante; de forma que quedara con las nalgas al aire para que el cineasta pudiera abrirlas y atravesarle con su enorme contribución. ¿No entiendes cómo los dos me pudieron entrompar a la vez? Bueno, así son los chismes, exagerados. Pero yo lo vi en un libro que hay por ahí, te explican cómo se hace. Yo sé quién tiene ese libro, se lo voy a pedir para prestártelo, aunque tú tienes tremendas ocurrencias. Nunca había estado en un cine en esta posición y que nadie se diera cuenta que hay alguien entre mis piernas. Ya no puedo saber cuál es tu dedo y cuál es tu lengua, tienes tanta facilidad. Te aprovechas de mi mareo.
Estás viendo que yo no soy tan gritona como te dijeron, otra cosa que te demuestra que eso fue una gran mentira. Sigue por ahí. Si te agarro los pelos es que no quiero que quites tu cabeza de donde la tienes. Esa parte a mí me encanta y me alborota. Me da por gritar; yo aguanto con tal de que sigas. Si fuera verdad lo de la hacienda, allá sí se podía gritar porque lo único que había eran matas y animales. Seguro que la idea del cineasta era que Ariel estaba acostado boca arriba sobre uno de los bancos que había en el bohío, y yo encima, clavadita, para que él pudiera entrar con su falo por el hueco de atrás, como un cañón entre dos paredes. Yo nunca había visto a un flaco moverse tanto, ése era el cineasta. Aquello se movía dentro de mí barriéndolo todo; me empujaba tan fuerte que a Ariel no le hacía falta moverse. De rebote yo le amasaba su cosa con mi sexo, y le taponaba la boca con una teta.
¿Y tú? Sé que estás entretenido por allá abajo. No has hablado en todo este tiempo, no sé qué piensas. No sé quién eres, y te he escuchado toda la vida. Los gritos eran tan estridentes que todo el bohío comenzó a vibrar. Se oyeron ladridos de perros. Del techo comenzaron a caer pajas secas sobre nosotros, y nos cubrieron completamente, asumiendo nuestra orgánica forma. Velados, con la grasa de nuestros cuerpos y el olor a hembra con macho, nos convertimos en un solo cuerpo, en el cuerpo de un animal indómito. Un animal hembra, deseoso, brutal, que gemía por todos los lados abiertos de su cuerpo. De repente, ese cuadrúpedo sintió la respuesta a su llamado. Otro animal lo embestía con su poderosa arma genésica. Llegaba con paso de hombre, con una palabra, con una idea, con la historia de la humanidad. Esa bestia reclamada se acoplaba para imprimirle su instinto, lo envolvía de una piel desencajada y áspera. Volteaba a la hembra, y la gozaba como desquitándosela; le arañaba la cara de hoja con polvo, y le trituraba los labios con su morro de macho.
Dos animales gritando, olvidados de la existencia, imprimiendo en cada gesto el próximo cuento. Todo hasta que un azaroso grupo los rodeó. La música dejó de sonar, sólo se escuchaba el murmullo, un lúcido con su lápiz y bata blanca marcaba las comas. Las luces se habían encendido, y el altoparlante de una ambulancia ensordecía el ambiente. A los tres meses me sacaron del hospital, me despidieron. Ya él se había ido del país.
Si Tania estuviera aquí hubiese roto el espejo en el que me miro, por alegría o insatisfacción, y yo le hubiese animado a que se chupara los cascos de guayaba que siempre tengo listos para darle.

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