IMPOTENCIA. Por Jaime Bayly

Ningún hombre está preparado para volverse impotente a los cuarenta y tres años. Yo ciertamente no lo estaba.
Desde que hace unos meses empecé a tomar pastillas para dormir y antidepresivos, advertí que mi apetito sexual menguaba, declinaba, se extinguía.
No lo noté porque alguien intentara hacer el amor conmigo, pues vivo solo la mayor parte del tiempo y así es como deseo vivir hasta que muera, sino porque, como consecuencia de los trastornos que dichas pastillas provocaron en mi organismo, interrumpí un hábito que hasta entonces había practicado -con perdón de mi madre- religiosamente: masturbarme todas las noches, después de leer, antes de dormir, menos por lujuria o excitación que como una técnica relajante que me indujera al sueño.
Lo hacía siempre con las luces apagadas para evitar el disgusto de ver la flacidez decadente de mi cuerpo y solía pensar en Martín, un joven argentino que me ama obstinadamente a pesar de que le he dicho con crueldad que quiero vivir solo, y a veces pensaba también en un actor torturado y talentoso que fue mi primer hombre. Ultimamente pensaba en una mujer muy joven, de veinte años, Lucía, a la que veo en Lima cada cierto tiempo y que ha dejado la universidad para ser escritora y que me permite mirarla, tocarla y besarla y terminar sobre ella, pero no entrar en ella.
Empecé tomando una pastilla para dormir, Lunesta, y un antidepresivo, Prozac, hace tres meses. Después de tantas noches insomnes, agónicas, volví a dormir profundamente y sentirme bien. Pero con las semanas fui tomando más y más pastillas para dormir más profundamente y sentirme mejor. Está claro que tengo una personalidad adictiva, fue evidente cuando era joven y tomaba cocaína. Ahora todas las noches tomo 3 Lunestas, 2 Klonopin, 4 Xanax y 3 Stilnox. No los tomo todos a la vez. Los voy combinando cada vez que despierto, haciendo coctelitos que me hundan en sueños abismales. No ignoro que corro ciertos riesgos mezclando tantos barbitúricos que me han vendido sin prescripción. Pero encuentro cierta belleza mórbida en el hecho de tragar las pastillas y no saber si será la última noche. Cuando despierto a las tres de la tarde, no sólo me siento feliz porque he dormido como un bebé sino porque curiosamente estoy vivo, porque algún dios indulgente me ha regalado un día más. Cada día es entonces un suceso imprevisto y sobrecogedor, un pequeño milagro, lo que sin duda embellece y quizá hasta ennoblece mi existencia, porque sé que mi vida vale nada y que el mundo no perdería nada si me cremasen y arrojasen mis cenizas al mar de Key Biscayne, una isla en la que la felicidad no me ha sido del todo esquiva, como le he pedido a Sofía que haga a mi muerte.Por la tarde ya no tomo un Prozac sino ocho, en dos sesiones: cuatro al levantarme y cuatro antes de ir a la televisión. Y siento que levito y soy en extremo bondadoso, que mi paciencia es infinita, que encuentro compasión para perdonar las peores vilezas de mis enemigos, que Mika y Carla Bruni son mis amigos y cantan conmigo en la camioneta.
Toda esta masiva e imprudente ingestión de químicos entraña sus riesgos, desde luego, y uno de ellos, que yo ignoraba, es la inhibición del deseo sexual (siendo además que nunca he sido desinhibido en esa materia, a pesar de que algunos de mis libros puedan dar esa impresión). Ya las últimas semanas en Miami había dejado de masturbarme, no tenía nunca una erección y cuando Martín me sugería decirnos obscenidades calenturientas en el teléfono, le decía que no tenía ganas y él se molestaba conmigo.
Pero estaba seguro de que casi tres meses después de no vernos, cuando llegase al departamento de Buenos Aires y tuviese a Martín desnudo a mi lado, no tendría ninguna dificultad en conseguir una erección y amarlo como él, mi chico lindo, merecía que lo amasen: desmesuradamente. Obviamente, mis cálculos estaban errados. A pesar del deslumbramiento que me provocó verlo desnudo en la luz tenue de su habitación, y del empeño que puso en complacerme y obsequiarme toda clase de posturas y tocamientos a fin de despertar mi alicaído órgano sexual, y de la ferocidad con que froté ese colgajo pusilánime que se resistía a obedecerme y entrar en batalla, el fracaso fue absoluto, humillante, y una hora después, simplemente nos rendimos, Martín entendió con sabiduría que eran las pastillas y no la falta de amor lo que me impedía complacerlo y yo hice lo que tenía que hacer para que él pudiese terminar con una penosa sensación de derrota.
Por eso cuando me fui a dormir me sentía un pedazo de mierda, un inútil, un comatoso sexual, un impotente a los cuarenta y tres años. Tuve que tomar más pastillas que las acostumbradas para evadir la realidad.
Las noches siguientes no fueron muy distintas. Martín y yo probamos con paciencia toda clase de técnicas, juegos, exploraciones, impudicias y acoplamientos para que yo lograse una erección, pero nada sirvió, nada me calentó, nada me la puso dura. Martín comprensiblemente perdió la paciencia y procedió a complacerse en solitario, resignado a mi impotencia. Sentí, en esos momentos de tristeza, que me amaba aun siendo impotente, y por eso lo amé más.
Antes de irme de Buenos Aires, llamé a una amiga con la que había jugado sexualmente cada cierto tiempo. Se llama Penélope, está casada con un actor, tiene un hijo apropiadamente llamado Diego Armando y hace entrevistas para un programa frívolo de televisión. Así me conoció, entrevistándome, preguntándome tonterías, y así nos hicimos amantes ocasionales. Penélope accedió a venir a mi departamento la noche que le propuse, la última que pasaría en esa ciudad. Le sugerí a Martín que se uniese a la aventura como protagonista o mero espectador, pero él dijo que le daba asco esa chica, esa negra villera de Caballito, y que prefería irse a bailar y dejarnos solos. Penélope llegó diez minutos tarde y me besó con ese aire travieso que me sedujo cuando la conocí. No estaba tan linda como hacía diez años: el tiempo, la maternidad y los amores furtivos (tiene marido y tres amantes) la habían desmejorado un poco. Pero seguía siendo guapa, atrevida y muy graciosa en la cama.Le advertí que me había vuelto impotente y que por eso la había llamado, para que, haciendo alarde de su maestría erótica, me devolviese una erección, aunque fuese la última. Ella hizo todo lo que pudo (se desvistió bailando, me contó sus peores desmanes eróticos, sus más encendidas fantasías, besó y succionó durante horas mi finado pene, que en paz descanse) y yo puse también algo de mi parte, tratando de jugar como habíamos jugado tantas veces, pero, a las dos de la mañana, y considerando que Martín podía llegar en cualquier momento, nos rendimos o nos aburrimos o nos reímos de esa situación tan cómica y absurda. Luego se fue y me dijo que me quería igual y que le parecía lindo tener un amante escritor impotente.
Cuando llegó Martín, le confesé mi fracaso. No me contés nada, que me da asco, dijo él, adorable. Ya sabés que me encantan las mujeres, pero odio las vaginas.
Así estamos. He descubierto en Buenos Aires que me he vuelto impotente. He llegado a Lima abrumado por la certeza de que esta impotencia no tendrá cura, a menos que deje los somníferos y antidepresivos. Pero está claro que si tengo que elegir entre dormir bien y sentirme leve y risueño o tener esporádicas erecciones, elijo la impotencia crónica.
Sólo me da pena porque estaba ilusionado con tener un hijo con Sofía. Ella es mi última esperanza. Ella o alguna pastilla que me despierte del coma sexual. Ruego auxilio a los médicos amigos.

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