ENTRE LA OSCURIDAD Y LA HISTORIA. A propósito de Un Vampiro en Maracaibo. Por Valmore Muñoz Arteaga




Y éste quién es?
Norberto José Olivar ostenta una obra narrativa que empieza a ubicarse en el ámbito de la literatura nacional, antecedida por una trayectoria ya conocida en Maracaibo. Su primer libro fue una colección de cuentos llamada Los guerreros (1998), que luego reeditaría con otro nombre y un cuento adicional, El misterioso caso de Agustín Baralt (2000). Desde entonces su narrativa ha estado envuelta entre el discurso histórico, la ficción y, ¿por qué no?, la polémica. En sus escritos aparecen mezclados, con “malsana intención”, personajes históricos de la ciudad y personajes ficticios, lo cual crea en el lector un efecto de duda: ¿será cierto esto que cuenta?, ¿habrá ocurrido así?, ¿dónde comienza y termina la ficción?

Su segundo libro fue una novela.
El hombre de la Atlántida (2003) aparece avivando aún más la polémica en torno a los temas que trabaja. La novela pretende ser una especie de biografía no-autorizada de Jesús Enrique Losada, el personaje más emblemático de la cultura zuliana. Le sigue su segunda colección de relatos, La ciudad y los herejes (2004); en ellos, Olivar mantiene su perfil de historiador, además de intenso provocador. Cabe destacar que en este libro aparece uno de los mejores cuentos escritos en la región. Un cuento basado en la vida del oscuro poeta zuliano Ismael Urdaneta, y que Antonio López Ortega toma para que integre la importante antología de la nueva narrativa venezolana, Las voces secretas (Alfaguara, 2006). Así lo manifestó la crítica sobre este relato, Monsieur Ismael, calificado por algunos críticos entre los cinco mejores de la antología y que impresionó, de manera especial, a Carlos Pacheco, quien aseguró que se trataba de una elaborada ficción histórica.

En el año 2004 también aparece su segunda novela,
La conserva negra. Nuevamente la polémica hace presencia en sus narraciones esta vez el tema central será el paro petrolero de 2002. Es la primera novela escrita sobre este escabroso asunto de nuestra historia actual, algunos la han clasificado como una obra inscrita dentro del movimiento de historia inmediata y como un solvente aporte a la novela política. Su tercera novela es Morirse es una fiesta (2005), una narración más bien breve, en la cual Olivar se define como escritor y va más allá, pretende exitosamente establecer su ars narrativa. A partir de ella, si bien el tema histórico no va a desaparecer del todo, pasará a un segundo plano. Los temas comienzan a variar y, quizás su mayor logro, el mundo psicológico de los personajes se vuelve más profundo, intenso y, a veces, oscuro y depresivo. Luego presenta El fantasma de la Caballero (2006). Con esta novela vuelve a tejer y destejer la historia de la ciudad a través de su irreverente e iconoclasta manera de contar el pasado de Maracaibo, oculto bajo el manto de la historia oficial y de los intereses creados, perdón por la redundancia. Y donde da rienda suelta a su neurótico personaje, Ernesto Navarro, un curioso profesor de historia de nuestra ilustrísima Universidad del Zulia.

Luego de La Caballero, escribe una novela que, por razones completamente desconocidas y de las cuales él se niega a comentar mayor cosa, no quiso publicar. Se habría llamado
Las aventuras del musiú Papillon en Maracaibo. Sabemos que la novela fue culminada, de hecho tuve la oportunidad de leerla, pero nunca apareció y, probablemente, se encuentre perdida para siempre. Aunque, al parecer, podría estar en ciernes una segunda versión. Ya veremos qué pasa. A estas aventuras inéditas le sigue Un cuento de piratas (2007), una novela corta en la cual Olivar, utilizando el pretexto de los piratas que asolaron las costas maracaiberas, nos habla acerca de historiadores, poetas y escritores que hacen y han hecho vida en la ciudad. Es un relato rápido y bien llevado que ha conseguido cautivar, sobre todo, a los lectores más jóvenes.

Norberto, novela negra y la metaficción
En sus últimos trabajos narrativos, digamos, desde la aparición de Morirse es una Fiesta, Norberto ha penetrado el terreno de lo que se denomina la autoficción, que se caracteriza por tener una apariencia autobiográfica, ratificada por la identidad nominal, narrador y personaje. O como el propio autor plantea: “Esto significa una operación un tanto inversa a la que tradicionalmente se hace en la literatura de ficción, quiero decir, un relato común intenta convertir en verdad la mentira, la autoficción convierte en mentira la verdad y la hace parecer auténtica, verdadera; además, el autor se involucra en la obra de una manera más directa, se transforma en personaje”. Por supuesto, en el caso que nos reúne, esto puede ser inevitable. En primer lugar porque sus influencias literarias apuntan hacia esa autoficción. Me refiero a Paul Auster, Enrique Vila Matas y Roberto Bolaño. En segundo lugar, ¿cómo no involucrarse cuando el caldo de cultivo de sus temas es la propia ciudad donde el autor deambula entre el amor, el tedio y el odio?

Una ciudad que resurge desde la ficción mostrando el rostro que, insistentemente, el mundo oficial ha buscado ocultar por diversas razones. Norberto se vale de las posibilidades que le brinda la ficción para poder ser, como lo explica Rosa Montero: “Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos”. ¿Por qué podría buscar esto Norberto?, pues se dice que escribir ficción es establecer un mundo construido desde el ensueño para ordenar el caos de la realidad. Nos contamos para ordenar el caos que somos y que vamos siendo. Yo no creo que este sea su caso. Norberto escribe «novelas con cuernos» en las cuales siente placer haciendo más caótico el caos. No busca explicar nada, busca —más bien— generar preguntas que terminan por destruirlo todo.

Al menos es lo que creo que ha pretendido hacer con esta, su más reciente novela:
Un vampiro en Maracaibo. Una novela en donde se debate acerca de los conceptos fundamentales y tradicionales de la fe. Una novela sobre vampiros y demonios, en la que muchos valores considerados centrales en la vida cotidiana de las familias de la ciudad quedan destruidos, avasallados por la reflexión descarnada de un hombre que busca desarticular los hilos de una supuesta concepción —para él— equivocada de la vida. Es, también, una historia del mal en la ciudad. Norberto nos ha recordado el lado maligno, nos lo ha mostrado y nos ha dicho dónde está. Y eso da miedo, causa terror, porque una cosa es que lo sospechemos y otra, muy diferente, que nos lo escupan en cara.

Y si, por un lado, sus narraciones apuntan hacia la autoficción, también es importante destacar, por otro lado, que muchas de sus novelas, incluyendo Un Vampiro en Maracaibo, se adentran en los territorios de la narrativa policial, llamada también novela negra. Algunos de los cuentos de El misterioso caso de Agustín Baralt y La ciudad y los herejes, así como las novelas La conserva negra, El fantasma de la Caballero y Un cuento de piratas se adscriben dentro de este género narrativo que vuelve a cobrar vida en la nueva narrativa venezolana e hispanoamericana. En las narraciones antes mencionadas, los personajes de Norberto, siendo Ernesto Navarro el más importante de todos, se transforman —a juicio de Antonio Isea— en una suerte de justiciero de lo histórico cultural. Un escritor cuya máxima preocupación es, en cierta forma, establecer “orden y sentido en la escena de la sinrazón histórico cultural que aflige a Maracaibo”. En un momento se busca desentrañar la oscura desaparición física del periodista conservador Agustín Baralt; en otro, mostrar el rostro del asesino de Josefa Caballero y a todos los que lo encubrieron. O develar los turbios motivos que llevan a los gerentes de una compañía petrolera a establecer una conspiración contra un gobierno; luego, parte tras la búsqueda de los tesoros piratas perdidos en Maracaibo durante el siglo XVII. Pero, ¿qué busca desentrañar ahora Ernesto Navarro?¿ Acaso descubrir qué se esconde detrás de una serie de asesinatos atribuidos a un ser fantástico, a un ser inasible que se escurre entre los velos del tiempo como el agua entre las manos? Ernesto va tras las huellas de un vampiro.

La búsqueda es emprendida entre entrevistas, reportajes de prensa, documentos antiquísimos, libros, episodios oscuros y caseríos perdidos. En todas partes parecen haber pistas que lo llevan tras la criatura capaz de asesinar sin compasión a hombres, mujeres y niños, en medio de lúgubres y sangrientos ritos. Sin embargo, al adentrarnos en la novela nos damos cuenta de que no sólo se persigue a un ser sobrenatural, no sólo se va en busca del vampiro Zacarías Ortega. Mientras Ernesto avanza en su investigación, al mismo tiempo va andando uno de los caminos más oscuros y misteriosos: el camino que nos lleva hacia nosotros mismos, hacia nuestros miedos más terribles tallados en nuestra mente desde la más tierna infancia. El camino que nos lleva hacia el inconsciente y que suele ser el tránsito más aterrador para el hombre.

Los vampiros
Norberto parte de un personaje muy manoseado en la historia de la literatura, el vampiro. Sabemos que esta criatura tiene una larga tradición literaria y cinematográfica. Desde 1819, cuando aparece El vampiro de John Polidori, ¿o Lord Byron?, pasando por el más grande de todos los vampiros, Drácula de Bram Stoker, hasta llegar a los decadentes personajes de Anne Rice, la figura del vampiro, de ese fatídico habitante de la noche, aparece como la encarnación más visceral de lo demoníaco y lo inmortal, o como afirma Víctor Bravo: “la inmortalidad como demonismo”. La personalidad de este demonio de la oscuridad nos enfrenta descarnadamente con dos ideas entre las cuales se ha debatido la humanidad desde que es humanidad, las ideas de la vida y de la muerte. Al hacer una revisión del vampirismo en la literatura, el personaje es presentado como la metáfora de un puente que se erige sobre el abismo que palpita entre la vida y la muerte.

Venezuela también tiene su tradición vampírica, no tan espectacular y rimbombante como la que pueden mostrar otras literaturas, pero que, efectivamente, cumple con los cánones establecidos para edificar el perfil del demonio. Carlos Pacheco hizo un recorrido por la literatura fantástica del siglo XIX, en donde nuestro personaje aparece directa o indirectamente en muchos textos de Luis López Méndez, Fermín Toro, Cecilio Acosta, Julio Calcaño, Nicanor Bolet Peraza, entre otros. Así en autores clásicos del siglo XX como Rodolfo Santana (Nuestro Padre, Drácula, de 1969) y Salvador Garmendia (Claves, de 1979). En el caso del Zulia, la literatura vampírica es más bien, pobre. Los primeros textos que hay sobre este personaje son El espectro vampiro, de Marcial Hernández, en 1907; y El Lechuza, de Elías Sánchez Rubio, publicado en 1921. Andrés Mariño Palacio publica en su libro de 1946 El Límite del Hastío, el cuento Abigail Pulgar, en el cual se retrata la presencia de otro ser infernal que necesitaba, para vivir, la sangre de los niños. Desde entonces, en la narrativa zuliana no había vuelto a aparecer nuestro personaje. Parecía que la estaca del tiempo había hecho mella en el corazón sin vida del monstruo. Pero el mal nunca muere, tampoco muere la sed de sangre y, desde lo más oscuro de la mente humana, vuelve a batir sus alas pútridas para instalarse en pleno siglo XXI. El vampiro renace en la narrativa de Norberto José Olivar, pero no con las características clásicas del monstruo tradicional.

El siniestro personaje no es nuevo en la escritura de Norberto. Está presente desde El misterioso caso de Agustín Baralt. Allí aparece encarnado en un criminal excéntrico radicado en Maracaibo durante la década de los años 30, y que responde al nombre de Ramón Pérez Brenes. Nuevamente aparece en Morirse es una Fiesta, pero esta vez encarnado en una deliciosa mujer de 20 años llamada Sylvia, que apareció en la vida del profesor Ernesto Navarro para torcerle el camino y los pensamientos. El vampiro reaparece en la narrativa de Norberto José Olivar, no sólo en su forma más decadente y enigmática, sino de la mano de un escritor ya más maduro y consciente de la oscuridad que puede desprenderse de la literatura.

El vampiro de Norberto
El vampiro de esta nueva novela de Norberto rompe con muchas de las características que describían a los vampiros clásicos. Entre las características más sobresalientes en los personajes vampíricos está el de la sexualidad. Una sexualidad desbordada que busca en la más abyecta de las perversiones asegurar la sobrevivencia, ya que el vampiro, al igual que el hombre, está hecho de tiempo. Para garantizar su permanencia necesita poseer a sus víctimas a través de la sangre.

Quién no recuerda las escenas del Drácula de la Hammer, cuando éste —sediento de sangre— acude a atragantarse con los cuellos de mujeres voluptuosas, cuyos senos apenas estaban protegidos por la suavidad de un vestido más que insinuante. Ellas caían en un vertiginoso viaje orgásmico cuando eran penetradas por los afilados colmillos de un vampiro insaciable y, no está demás decir, con un gusto excepcional. El vampiro de Norberto no cae en estas urgencias. A este vampiro lo que le interesa es morir, quiere morir, pero no puede. Ha hecho un pacto que no puede romper por más trampas que intenta contra su destino. No es un vampiro erótico ni remotamente sexual; es un vampiro truculento en el cual la inmortalidad es una maldición. George Bataille afirma que el erotismo y la muerte son afines, en vista de que se busca la destrucción del otro. Sin embargo, si el erotismo busca la destrucción del otro, ese otro desea sucumbir ante las fauces de lo erótico, o, en el caso que nos toca, ante la muerte. Hay algo de lo que plantea Bataille en los vampiros de la literatura, pero no en el de esta novela. Las víctimas no desean morir, no quieren participar en el rito sangriento. Son engañados las más de las veces, muchos ni se dan cuenta cuando entran a los dominios de la muerte.

Otra característica que rompe el vampiro de Norberto es que, a diferencia de los otros, éste se hace inmortal a través de una especie de “reencarnación” literaria, metafísica, en fin, la concreción de esta idea se deja a la imaginación del lector. Mientras los vampiros tradicionales deambulan por el tiempo en su misma condición física, este otro —efectivamente— muere, pero su alma repara en otro cadáver que le permita salir de la tumba con un notable cambio de identidad. Podríamos decir, un vampiro que utiliza algunas de las triquiñuelas de los jefes de la mafia que, para salvar su pellejo, hacen uso de cirugías plásticas que le sirven de salvoconducto. El vampiro de la novela va de cuerpo en cuerpo rompiendo la cadena de lo temporal. En este punto, Norberto plantea un juego en el que ya había participado con mucho éxito. Entrelazar la ficción con la realidad. En La conserva negra, nuestro autor toma personajes y situaciones de Oficina número 1 para mezclarlo con su historia y hacer “de la mentira una verdad o de la verdad una mentira”, el lector termina decidiendo una vez más. En Un vampiro en Maracaibo, hace uso de los cuentos de El Lechuza y de El espectro vampiro no sólo para condimentar la historia, sino para darle verosimilitud al personaje de los poetas Elías Sánchez Rubio y Marcial Hernández, y lograr también la continuidad de esos universos y conectarlos al de su novela, como si esos relatos y la novela fueron un solo texto. Así, al leer Un vampiro en Maracaibo regresa la duda, qué es cierto y qué es falso. Vemos a este vampiro mezclado entre la ficción y los hechos que realmente sucedieron en la ciudad y que, de alguna manera, nos deja a las claras que Maracaibo podría ser una ciudad al mejor estilo gótico, pero matizada por los fragores de la modernidad.


Entonces es o no es de vampiros?
Lo interesante de Un vampiro en Maracaibo no es que sea una novela de vampiros, sino que el vampiro termina siendo un mero pretexto. Escribe Norberto: “Las novelas dejan marcas en la cara que se ven de lejos. Son una especie de granadas fragmentarias que te sajan por todas partes. Y los novelistas, dice el Duque de Rivas, somos seres malvados, que atacamos a la célula básica de la sociedad, enaltecemos el adulterio, la fornicación, agredimos a la religión, la política, azuzamos a los menesterosos contra los ricos y nos ponemos lujuriosos ante la muerte y la sangre”. Detrás del vampiro de la novela se esconden las reflexiones del autor que giran en torno al peor de los miedos, al que más cercena el alma del hombre, miedo que no es otro que verse a sí mismo a través del derrumbe de todo lo que somos, o creemos ser. Detrás de la imaginería del vampiro, detrás de las palabras que edifican la novela, Norberto agrieta la pared de los principios con los cuales hemos crecido y que nos han alejado de la verdadera esencia del hombre. La novela, la ficción, es el arma más efectiva para ello. En las páginas de Un Vampiro en Maracaibo, a la que vuelvo a llamar «novela con cuernos», queda evidenciado que el escritor intenta llegar hasta el fondo de si mismo, aunque eso implique la autodestrucción, y esto es inevitable. Escribe Norberto: “Podemos construir iglesias, crear fundaciones humanitarias, predicar el amor, la solidaridad, la paz, pero lo que de verdad nos sale de adentro, de las tripas, es la muerte; es lo que nos interesa. Y nuestra mayor felicidad es la muerte del otro, lo cual es una novedad, la nuestra en cambio, es una desgracia”. El novelista —y en este caso Norberto— escudriña debajo de la fachada que es la que se encarga de modelar la cara de buen cristiano, ejemplar padre de familia, esposa devota, hijos amantísimos, hombre honestos, para mostrar el verdadero rostro, la podredumbre que guarda cobijo debajo de esa mentira que cabalga con el nombre de alma, conciencia o como quieran llamarlo.

¿Y entre qué cosas se debate el hombre? Entre la vida y la muerte, entre la “luz” y la “oscuridad”, entre la “verdad” y la “mentira”, entre lo “positivo” y lo “negativo”, entre la “bondad” y la “maldad”, entre dios y el diablo; es decir, entre palabras, palabras y más palabras. Palabras a las que el hombre se encarga de darle cierto sentido, pero que, en el fondo, no son más que eso, palabras. Escribe Norberto: “las palabras ordenan el mundo, le dan forma, lo hacen eterno, y eso es tan elemental que pasa desapercibido. La palabra designa la existencia, aunque no lo creamos, aunque nos parezca exagerado”. Desde allí, desde la palabra, se ha construido el mundo tal y cómo lo conocemos. Desde la antigüedad hasta hoy, venimos acarreando con palabras que nos indican hacia dónde hay o no que caminar, qué debemos o no pensar, qué debemos o no hacer. De allí el peligro del escritor: él puede manejar la palabra y no es como muchos orgásmicamente van pregonando que son dominados por la palabra. El escritor es dueño de su palabra y la utiliza para construir mundos paralelos; esos paraísos artificiales de los que habló Baudelaire y que, en los más de los casos, son preferibles al real, al menos hay menos mentiras. La palabra es información y desinformación, y quien la maneja, maneja también la voluntad, los sentimientos, las creencias del hombre.

La literatura despierta y aturde, ayuda a abrir los ojos, nos muestra otras posibilidades, otras realidades, otras verdades. La literatura desenmascara al hombre, o lo que nos han dicho que es el hombre, la humanidad, porque al final, ese hombre, esa humanidad, no son más que palabras que alguien pronuncia o, muy en práctica últimamente, que alguien borra.

Cuando a Enrique Vila Matas le solicitaron que escribiera un artículo acerca de por qué hay que leer, terminó escribiendo un artículo en donde, ¿inconcientemente?, recomendaba no hacerlo: “Expliqué que la compañía de un buen libro es muy peligrosa, pues precisamente porque la literatura nos permite nada menos que comprender la vida… Dije que hay días en que no recomendaría leer ni a mis peores enemigos”. Norberto nos recuerda lo peligrosa que puede ser la literatura, pero, sin lugar a dudas, que ese peligro seduce tal y como sedujo la manzana una vez, hace ya algo de tiempo. Por eso, Un vampiro en Maracaibo es una novela peligrosa, seductora, que, como el cuervo maldito de Poe, picotea en el alma hasta hacerla sangrar.

El vampiro entre el bien y el mal
No es un descubrimiento saber que el hombre, desde que es bicho rastrero, está luchando, batiéndose, hasta alucinar con ángeles y demonios, por inclinar su vida hacia el bien o hacia el mal. Curiosamente, después de tanto rodar por este valle de lágrimas, aún no tenemos claro qué es el bien y qué es el mal. De hecho, la pregunta correcta sería —a mi juicio, y a juicio de muchos— ¿existen el bien y el mal? Me pregunto, además, si no serán dos varas invisibles con las cuales nos han venido amaestrando desde que el mismo hombre aprendió a engañar con la palabra.

Es difícil no dejarse arrastrar hacia esa discusión bizantina, en especial si tenemos a un vampiro como protagonista de una novela. El vampiro rompe, de raíz, con todos los conceptos con los cuales se le ha dado forma al mundo que conocemos. Así, era inevitable que Norberto cayera en la tentación de debatir acerca del bien y del mal. Lucha constante evidenciada en los personajes. Por un lado, los “buenos” (que pueden percibirse como una sola voz): Carmelo Guanipa y Jeremías Morales; por el otro lado, las personificaciones del “mal” (unísonos, también, en el hilo narrativo): El Lechuza, Pérez Brenes y Zacarías Ortega, y, en medio de esta línea de fuego, Ernesto Navarro. Su conciencia también entra en conflicto: los principios familiares, su educación religiosa y todas esas cosas que se supone conforman el alma del hombre bueno, se ven transgredidos por lo que significan estas personificaciones del mal. No es tan importante lo que significan o lo que condenan, sino lo que, a través de ellos, Ernesto puede develar de su propia vida. Los demonios de la novela, que son sus mismos demonios, desatan sus miedos y lo confrontan, lo dejan desnudo ante sí mismo. Destejen, con sus manos mugrientas y ensangrentadas, los hilos que lo mantenían unido a un mundo que terminó por no ser. Un mundo que terminó siendo otro, la creación de otro escritor, tan desesperado y neurótico como él. Por ello, apunta Víctor Bravo: “El vampiro es la manifestación del horror íntimo y abismal que vive en el frágil equilibrio de la vida”. El vampiro nos recuerda la debilidad de nuestra condición humana. Norberto desnudó, en estas páginas, sus debilidades. Al leer esta novela, quedamos desnudos también frente a nuestras propias inconsistencias, y verlas esparcidas en una mesa de disección genera el más pasmoso de los miedos.

Un vampiro en Maracaibo es una novela maldita. No por lo que ella cuenta, sino por lo que de nosotros hay en sus páginas. No sólo porque trae, de nuevo, viejos demonios agazapados en los rincones de esta ciudad fétida, sino porque devela, descarnadamente, nuestros propios demonios, nuestros vampiros. Porque nos indica que, dentro de cada uno de nosotros, escondido en esa cara oscura del alma, se encuentra El Lechuza, Pérez Brenes o Zacarías Ortega, mostrando sus dientes rojos, su lengua viscosa y sus ojos hinchados de inmortalidad; asustando al pobre ángel de la guarda, recordándonos que el vampiro espera por nosotros: que siempre va a esperar con la paciencia del que sabe que el tiempo es un mero formalismo.

Vamos concluyendo
En la novela Satanás, del escritor colombiano Mario Mendoza, un sacerdote reflexiona de la siguiente manera: “¿No le ha sucedido que una idea empieza a existir sólo cuando la comentamos? Sólo si le decimos a alguien lo que pensamos, salimos de la nada, rompemos los monólogos que nos impiden llegar a la acción”. La novela Un vampiro en Maracaibo resulta un compendio de ideas que ahora han sido liberadas con una intención perversa: la idea de la muerte. La muerte como única alternativa para ser verdaderamente libres, sin ataduras de ningún tipo, sin responsabilidades, sin compromisos. Hacernos nada en el corazón de la oscuridad y mientras lo pienso, tras de mí algo revolotea. El revoloteo expectora a discreción palabras impropias y el vampiro ofrece, en su risa, esos malditos dientes manchados con la sangre del tiempo. La muerte siempre, siempre la muerte.

La idea persiste y se vuelve novela. La idea no se agota en Un vampiro en Maracaibo. La idea se extiende a través de caminos que conducen a otras ideas, y ellas vuelven, otra vez, a ser novela. Hay otra novela, otra novela que vuelve a explorar el lado oscuro del pensamiento. ¿Será Norberto un explorador del abismo? Otra novela que busca incomodar a los hipócritas. Otra novela que surge, desde el mortuorio silencio de un cuadro, para liberarse de ideas y someter al lector a ellas. Una novela que está ahí y espera.

Y mientras ella espera su hora, su tiempo, nuestro tiempo es el del vampiro que hoy nace, o debo decir renace, para atormentarnos, para punzarnos las vísceras más humanas, para compartir el caos de vivir, de sobrevivir y compartir, en este festín de la sangre, nuestras más monstruosas debilidades. Sírvase usted mismo.

Maracaibo, octubre 3 de 2008

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