El Sueño del Celta. Por Mario Vargas Llosa


El Congo

I

Cuando abrieron la puerta de la celda, con el cho­rro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se des­pertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sherijf Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.

—Visita —murmuró el sherijf, sin quitarle los ojos de encima.

Se puso de pie, frotándose los brazos. ¿Cuánto había dormido? Uno de los suplicios de Pentonville Prison era no saber la hora. En la cárcel de Brixton y en la Torre de Lon­dres escuchaba las campanadas que marcaban las medias horas y las horas; aquí, las espesas paredes no dejaban llegar al interior de la prisión el revuelo de las campanas de las iglesias de Caledonian Road ni el bullicio del mercado de Islington y los guardias apostados en la puerta cumplían estrictamente la orden de no dirigirle la palabra. El sherijf le puso las esposas y le indicó que saliera delante de él. ¿Le traería su abogado alguna buena noticia? ¿Se habría reuni­do el gabinete y tomado una decisión? Acaso la mirada del sherijf, más cargada que nunca del disgusto que le inspiraba, se debía a que le habían conmutado la pena. Iba caminan­do por el largo pasillo de ladrillos rojos ennegrecidos por la suciedad, entre las puertas metálicas de las celdas y unos muros descoloridos en los que cada veinte o veinticinco pasos había una alta ventana enrejada por la que alcanzaba a divisar un pedacito de cielo grisáceo. ¿Por qué tenía tanto frío? Era julio, el corazón del verano, no había razón para ese hielo que le erizaba la piel.

Al entrar al estrecho locutorio de las visitas, se afli­gió. Quien lo esperaba allí no era su abogado, maitre George Gavan Duffy, sino uno de sus ayudantes, un joven rubio y desencajado, de pómulos salientes, vestido como un pe­timetre, a quien había visto durante los cuatro días del juicio llevando y trayendo papeles a los abogados de la defensa. ¿Por qué maitre Gavan Duffy, en vez de venir en persona, mandaba a uno de sus pasantes?

El joven le echó una mirada fría. En sus pupilas había enojo y asco. ¿Qué le ocurría a este imbécil? «Me mira como si yo fuera una alimaña», pensó Roger.

—¿Alguna novedad?

El joven negó con la cabeza. Tomó aire antes de hablar:

—Sobre el pedido de indulto, todavía —murmu­ró, con sequedad, haciendo una mueca que lo desencajaba aún más—. Hay que esperar que se reúna el Consejo de Ministros.

A Roger le molestaba la presencia del sheriffy del otro guardia en el pequeño locutorio. Aunque permane­cían silenciosos e inmóviles, sabía que estaban pendientes de todo lo que decían. Esa idea le oprimía el pecho y di­ficultaba su respiración.

—Pero, teniendo en cuenta los últimos aconteci­mientos —añadió el joven rubio, pestañeando por prime­ra vez y abriendo y cerrando la boca con exageración—, todo se ha vuelto ahora más difícil.

—A Pentonville Prison no llegan las noticias de afuera. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y si el Almirantazgo alemán se había decidido por fin a atacar a Gran Bretaña desde las costas de Irlanda? ¿Y si la soñada invasión tenía lugar y los cañones del Kái- ser vengaban en estos mismos momentos a los patriotas irlandeses fusilados por los ingleses en el Alzamiento de Semana Santa? Si la guerra había tomado ese rumbo, sus planes se realizaban, pese a todo.

—Ahora se ha vuelto difícil, acaso imposible, tener éxito —repitió el pasante. Estaba pálido, contenía su indig­nación y Roger adivinaba bajo la piel blancuzca de su tez su calavera. Presintió que, a sus espaldas, el sherijf sonreía.

—¿De qué habla usted? El señor Gavan Duffy es­taba optimista respecto a la petición. ¿Qué ha sucedido para que cambiara de opinión?

—Sus diarios —silabeó el joven, con otra mueca de disgusto. Había bajado la voz y a Roger le costaba tra­bajo escucharlo—. Los descubrió Scotland Yard, en su casa de Ebury Street.

Hizo una larga pausa, esperando que Roger dijera algo. Pero como éste había enmudecido, dio rienda suelta a su indignación y torció la boca:
—Cómo pudo ser tan insensato, hombre de Dios —hablaba con una lentitud que hacía más patente su ra­bia—-. Cómo pudo usted poner en tinta y papel semejan­tes cosas, hombre de Dios. Y, si lo hizo, cómo no tomó la precaución elemental de destruir esos diarios antes de po­nerse a conspirar contra el Imperio británico.

«Es un insulto que este imberbe me llame "hombre de Dios"», pensó Roger. Era un maleducado, porque a este mozalbete amanerado él, cuando menos, le doblaba la edad.

—Fragmentos de esos diarios circulan ahora por todas partes —añadió el pasante, más sereno, aunque siem­pre disgustado, ahora sin mirarlo—. En el Almirantazgo, el vocero del ministro, el capitán de navio Reginald Hall en persona, ha entregado copias a decenas de periodistas. Están por todo Londres. En el Parlamento, en la Cámara de los Lores, en los clubes liberales y conservadores, en las redacciones, en las iglesias. No se habla de otra cosa en la ciudad.

Roger no decía nada. No se movía. Tenía, otra vez, esa extraña sensación que se había apoderado de él muchas veces en los últimos meses, desde aquella mañana gris y lluviosa de abril de 1916 en que, aterido de frío, fue arres­tado entre las ruinas de McKenna's Fort, en el sur de Ir­landa: no se trataba de él, era otro de quien hablaban, otro a quien le ocurrían estas cosas.

—Ya sé que su vida privada no es asunto mío, ni del señor Gavan Duffy ni de nadie —añadió el joven pasante, esforzándose por rebajar la cólera que impregnaba su voz—. Se trata de un asunto estrictamente profesional. El señor Gavan Duffy ha querido ponerlo al corriente de la situación. Y prevenirlo. La petición de clemencia puede verse compro­metida. Esta mañana, en algunos periódicos ya hay protestas, infidencias, rumores sobre el contenido de sus diarios. La opinión pública favorable a la petición podría verse afectada. Una mera suposición, desde luego. El señor Gavan Duffy lo tendrá informado. ¿Desea que le transmita algún mensaje?

El prisionero negó, con un movimiento casi imper­ceptible de la cabeza. En el acto, giró sobre sí mismo, enca­rando la puerta del locutorio. El sheriff hizo una indicación con su cara mofletuda al guardia. Este corrió el pesado cerrojo y la puerta se abrió. El regreso a la celda le resultó interminable. Durante el recorrido por el largo pasillo de pétreas paredes de ladrillos rojinegros tuvo la sensación de que en cualquier momento tropezaría y caería de bru­ces sobre esas piedras húmedas y no volvería a levantarse. Al llegar a la puerta metálica de la celda, recordó: el día que lo trajeron a Pentonville Prison el sheriff le dijo que todos los reos que ocuparon esta celda, sin una excepción, habían terminado en el patíbulo.

—¿Podré tomar un baño, hoy? —preguntó, antes de entrar.

El obeso carcelero negó con la cabeza, mirándolo a los ojos con la misma repugnancia que Roger había ad­vertido en la mirada del pasante.

—No podrá bañarse hasta el día de la ejecución —dijo el sheriff, saboreando cada palabra—. Y, ese día, sólo si es su última voluntad. Otros, en vez del baño, pre­fieren una buena comida. Mal negocio para Mr. Ellis, porque entonces, cuando sienten la soga, se cagan. Y dejan el lugar hecho una mugre. Mr. Ellis es el verdugo, por si no lo sabe.

Cuando sintió cerrarse la puerta a sus espaldas, fue a tumbarse boca arriba en el pequeño camastro. Cerró los ojos. Hubiera sido bueno sentir el agua fría de ese caño enervándole la piel y azulándola de frío. En Pentonville Prison, los reos, con excepción de los condenados a muer­te, podían bañarse con jabón una vez por semana en ese chorro de agua fría. Y las condiciones de las celdas eran pasables. En cambio, recordó con un escalofrío la suciedad de la cárcel de Brixton, donde se había llenado de piojos y pulgas que pululaban en el colchón de su camastro y le habían cubierto de picaduras la espalda, las piernas y los brazos. Procuraba pensar en eso, pero una y otra vez vol­vían a su memoria la cara disgustada y la voz odiosa del rubio pasante ataviado como un figurín que le había en­viado maitre Gavan Duffy en vez de venir él en persona a darle las malas noticias.


De su nacimiento, el 1 de septiembre de 1864, en Doyle's Cottage, Lawson Terrace, en el suburbio Sandy- cove de Dublín, no recordaba nada, claro está. Aunque siempre supo que había visto la luz en la capital de Irlan­da, buena parte de su vida dio por hecho lo que su padre, el capitán Roger Casement, que había servido ocho años con distinción en el Tercer Regimiento de dragones lige­ros, en la India, le inculcó: que su verdadera cuna era el condado de Antrim, en el corazón del Ulster, la Irlanda protestante y probritánica, donde el linaje de los Casement estaba establecido desde el siglo xviii.

Roger fue criado y educado como anglicano de la Church of Ireland, al igual que sus hermanos Agnes (Nina), Charles y Tom —los tres mayores que él—, pero, desde antes de tener uso de razón, intuyó que en materia de religión no todo en su familia era tan armonioso como en lo demás. Incluso para un niño de pocos años era im­posible no advertir que su madre, cuando estaba con sus hermanas y primos de Escocia, actuaba de manera que parecía esconder algo. Descubriría qué, ya adolescente: aunque en apariencia, para casarse con su padre, Anne Jephson se había convertido al protestantismo, a ocultas de su marido seguía siendo católica («papista» habría dicho el capitán Casement), confesándose, oyendo misa y co­mulgando, y, en el más celoso de los secretos, él mismo había sido bautizado como católico al cumplir cuatro años, durante un viaje de vacaciones que él y sus hermanos hi­cieron con su madre a Rhyl, en el norte de Gales, donde las tías y tíos maternos que vivían allá.

En esos años, en Dublín, o en los períodos que pasaron en Londres y en Jersey, a Roger no le interesaba pa­ra nada la religión, aunque, para no disgustar a su padre, durante el oficio dominical rezara, cantara y siguiera el servicio con respeto. Su madre le había dado clases de piano y tenía una voz clara y templada que solía ganarle aplausos en las reuniones familiares en las que entonaba viejas ba­ladas irlandesas. Lo que de veras le interesaba en ese tiem­po eran las historias que, cuando estaba de buen ánimo, les contaba el capitán Casement a él y a sus hermanos. Historias de la India y Afganistán, sobre todo sus batallas contra los afganos y los sijs. Aquellos nombres y paisajes exóticos, aquellos viajes cruzando selvas y montañas que escondían tesoros, fieras, alimañas, pueblos antiquísimos de extrañas costumbres, dioses bárbaros, disparaban su ima­ginación. A sus hermanos, a veces, aquellos relatos los abu­rrían, pero el pequeño Roger hubiera podido pasarse horas y días escuchando las aventuras de su padre en las remotas fronteras del Imperio.

Cuando aprendió a leer, le gustaba enfrascarse en las historias de los grandes navegantes, los vikingos, por­tugueses, ingleses y españoles que habían surcado los ma­res del planeta volatilizando los mitos según los cuales, llegadas a cierto punto, las aguas marinas comenzaban a hervir, se abrían abismos y aparecían monstruos cuyas fau­ces podían tragarse un barco entero. Aunque, entre oídas y leídas, Roger prefirió siempre escuchar aquellas aventu­ras de boca de su padre. El capitán Casement tenía una voz cálida, describía con rico vocabulario y animación las selvas de la India o los roquedales de Khyber Pass, en Afganistán, donde su compañía de dragones ligeros fue emboscada una vez por una masa de enturbantados faná­ticos a los que los bravos soldados ingleses se enfrentaron a balazos primero, luego a la bayoneta, y por fin con pu­ñales y manos desnudas, hasta obligarlos a retirarse derro­tados. Pero no eran los hechos de armas lo que más en­candilaba la imaginación del pequeño Roger, sino los viajes, abrir caminos por paisajes nunca hollados por el hombre blanco, las proezas físicas de resistencia, vencer los obstácu­los de la naturaleza. Su padre era entretenido pero severísi- mo y no vacilaba en azotar a sus hijos cuando se portaban mal, incluso a Nina, la mujercita, pues así se castigaban las faltas en el Ejército y él había comprobado que sólo esa forma de castigo era eficaz.

Aunque admiraba a su padre, a quien Roger quería de verdad era a su madre, esa mujer esbelta que parecía flotar en vez de andar, de ojos y cabellos claros y cuyas manos, tan suaves, cuando se enredaban en sus rizos o acariciaban su cuerpo a la hora del baño lo colmaban de felicidad. Una de las primeras cosas que aprendería fue —¿tenía cinco, seis años?— que sólo podía correr a echar­se en brazos de su madre cuando el capitán no estaba cerca. Este, fiel a la tradición puritana de su familia, no era partidario de que los niños crecieran entre mimos, pues eso los volvía blandos para la lucha por la vida. Delante de su padre, Roger se mantenía a distancia de la pálida y delicada Anne Jephson. Pero cuando aquél partía a reunirse con sus amigos en su club o a dar un paseo, corría hacia ella, que lo cubría de besos y caricias. A veces, Charles, Nina y Tom protestaban: «A Roger lo quieres más que a nosotros». Su madre les aseguraba que no, quería a todos igual, sólo que Roger era muy pequeño y necesitaba más atención y cariño que los mayores.

Cuando su madre murió, en 1873, Roger tenía nue­ve años. Había aprendido a nadar y ganaba todas las carre­ras con niños de su edad e incluso mayores. A diferencia de Nina, Charles y Tom, que derramaron muchas lágrimas durante el velorio y el entierro de Anne Jephson, Roger no lloró ni una sola vez. En aquellos días tétricos el hogar de los Casement se convirtió en una capilla funeraria, llena de gente vestida de luto, que hablaba en voz baja y abraza­ba al capitán Casement y a los cuatro niños con caras con­tritas, pronunciando palabras de pésame. Durante muchos días no pudo decir una frase, como si se hubiera quedado mudo. Respondía con movimientos de cabeza o ademanes a las preguntas y permanecía serio, cabizbajo y con la mira­da perdida, incluso de noche en el cuarto a oscuras, sin poder dormir. Desde entonces y por el resto de su vida, de tanto en tanto, en sus sueños la figura de Anne Jephson vendría a visitarlo con aquella sonrisa invitadora, abriéndo­le los brazos, en los que él iba a encogerse, sintiéndose pro­tegido y feliz con aquellos dedos afilados en su cabeza, en su espalda, en sus mejillas, una sensación que parecía defen­derlo contra las maldades del mundo.

Sus hermanos se consolaron pronto. Y Roger tam­bién, en apariencia. Porque, aunque había recuperado el habla, era un tema que no mencionaba jamás. Cuando al­gún familiar le recordaba a su madre, enmudecía y perma­necía encerrado en su mutismo hasta que aquella persona cambiaba de tema. En sus desvelos, presentía en la oscuri­dad, mirándolo con tristeza, el semblante de la infortunada Anne Jephson.

Quien no se consoló ni volvió a ser el mismo fue el capitán Roger Casement. Como no era efusivo y ni Roger ni sus hermanos lo habían visto nunca prodigar gentilezas a su madre, los cuatro niños se quedaron sorprendidos con el cataclismo que significó para su padre la desaparición de su esposa. El, tan atildado, andaba ahora vestido de cual­quier manera, la barba crecida, el ceño fruncido y una mi­rada de resentimiento como si sus hijos tuvieran la culpa de su viudez. Al poco tiempo de la muerte de Anne, decidió dejar Dublín y despachó a los cuatro niños al Ulster, a Magherintemple House, la casa familiar, donde, a partir de entonces, el tío abuelo paterno John Casement y su esposa Charlotte se encargarían de la educación de los hermanos. Su padre, como queriendo desentenderse de ellos, se fue a vivir a cuarenta kilómetros de allí, en el Adair Arms Hotel de Ballymena, donde, según se le escapaba a veces al tío abuelo John, el capitán Casement, «medio loco de dolor y soledad», dedicaba sus días y sus noches al espiritismo, tratando de comunicarse con la muerta mediante médiums, naipes y bolas de cristal.

Desde entonces, Roger vio a su padre rara vez y nunca más le oyó volver a contar aquellas historias de la India y Afganistán. El capitán Roger Casement murió de tuberculosis en 1876, tres años después que su esposa. Roger acababa de cumplir doce años. En Ballymena Dio- cesan School, donde estuvo tres años, fue un estudiante distraído, que sacaba notas regulares, salvo en latín, fran­cés e historia antigua, cursos en los que destacó. Escribía poesía, parecía siempre ensimismado y devoraba libros de viajes por el Africa y el Extremo Oriente. Practicaba de­portes, sobre todo natación. Iba los fines de semana al castillo de Galgorm, de los Young, adonde lo invitaba un compañero de clases. Pero Roger pasaba más tiempo que con éste con Rose Maud Young, bella, culta y escritora, que recorría las aldeas de pescadores y campesinos de An- trim recopilando poemas, leyendas y canciones en gaélico. De su boca oyó por primera vez las épicas contiendas de la mitología irlandesa. El castillo, de piedras negras, to­rreones, escudos, chimeneas y una fachada catedralicia había sido construido en el siglo xvii por Alexander Col- ville, un teólogo de cara malencontrada —según el retra­to suyo del vestíbulo— que, se decía en Ballymena, había hecho pacto con el diablo y su fantasma deambulaba por el lugar. Temblando, algunas noches de luna Roger se atrevió a buscarlo por los pasadizos y estancias vacías, pero nunca lo encontró.

Sólo muchos años más tarde aprendería a sentirse cómodo en Magherintemple House, la casa solar de los Casement, que se había llamado antes Churchfield y había sido una rectoría de la parroquia anglicana de Culfeightrin. Porque los seis años que vivió allí, entre sus nueve y quin­ce años, con el tío abuelo John y la tía abuela Charlotte y demás parientes paternos, siempre se sintió algo extran­jero en esa imponente mansión de piedras grises, de tres pisos, altos cielorrasos, muros cubiertos de hiedra, techos de falso gótico y cortinajes que parecían ocultar fantasmas. Las vastas habitaciones, los largos pasillos y las escaleras con gastados pasamanos de madera y escalones que gru­ñían aumentaban su soledad. En cambio, gozaba al aire libre, entre los recios olmos, sicomoros y durazneros que resistían el viento huracanado y las suaves colinas con va­cas y ovejas desde las cuales se divisaba el pueblo de Bally- castle, el mar, las rompientes que embestían contra la isla de Rathlin y, en los días despejados, la borrosa silueta de Escocia. Iba con frecuencia a las aldeas vecinas de Cushen- dun y Cushendall, que parecían el escenario de antiguas leyendas irlandesas, y a los nueve glens de Irlanda del Nor­te, esos delgados valles cercados de colinas y laderas roco­sas en cuyas cumbres trazaban círculos las águilas, espec­táculo que lo hacía sentirse valiente y exaltado. Su diversión preferida eran las excursiones por aquella tierra áspera, de campesinos tan añosos como el paisaje, algunos de los cuales hablaban entre ellos el antiguo irlandés, sobre el que su tío abuelo John y sus amigos hacían a veces crueles bro­mas. Ni Charles ni Tom compartían su entusiasmo por la vida al aire libre ni gozaban con las caminatas a campo traviesa o escalando las lomas escarpadas de Antrim; Nina, en cambio, sí, y por eso, pese a ser ocho años mayor que él, fue su preferida y con la que siempre se llevaría mejor. Con ella hizo varias excursiones hasta la bahía de Murlough, erizada de rocas negras y su playita pedregosa, al pie del Glenshesk, cuyo recuerdo lo acompañaría toda la vida y a la que siempre se referiría, en sus cartas a la familia, como «ese rincón del Paraíso».

Pero todavía más que los paseos por el campo, a Roger le gustaban las vacaciones de verano. Las pasaba en Liverpool, donde su tía Grace, hermana de su madre, en cuya casa se sentía querido y acogido: por aunt Grace, des­de luego, pero también por su esposo, el tío Edward Ban- nister, que había corrido mucho mundo y hacía viajes de negocios al África. Trabajaba para la naviera mercante Ei­der Dempster Line, que transportaba carga y pasajeros entre Gran Bretaña y el África Occidental. Los hijos de tía Grace y tío Edward, sus primos, fueron mejores compañe­ros de juegos de Roger que sus propios hermanos, sobre todo su prima Gertrude Bannister, Gee, con la que, desde muy niño, tuvo una cercanía que nunca empañó un solo disgusto. Eran tan unidos que alguna vez Nina les bromeó: «Ustedes terminarán casándose». Gee se rió pero Roger en­rojeció hasta la punta de los cabellos. No se atrevía a levan­tar la vista y balbuceaba: «No, no, por qué dices esa tontería».

Cuando estaba en Liverpool, donde sus primos, Roger vencía a veces su timidez e interrogaba al tío Ed­ward sobre el África, un continente cuya sola mención le llenaba la cabeza de bosques, fieras, aventuras y hombres intrépidos. Gracias al tío Edward Bannister oyó hablar por primera vez del doctor David Livingstone, el médico y evangelista escocés que desde hacía años exploraba el con­tinente africano, recorriendo ríos como el Zambezi y el Shire, bautizando montañas, parajes desconocidos y lle­vando el cristianismo a las tribus de salvajes. Había sido el primer europeo en cruzar el África de costa a costa, el primero en recorrer el desierto de Kalahari y se había con­vertido en el héroe más popular del Imperio británico. Roger soñaba con él, leía los folletos que describían sus proezas y ansiaba formar parte de sus expediciones, en­frentar a su lado los peligros, ayudarlo en llevar la religión cristiana a esos paganos que no habían salido de la Edad de Piedra. Cuando el doctor Livingstone, buscando las fuentes del Nilo, desapareció tragado por las selvas africa­nas, Roger tenía dos años. Cuando, en 1872, otro aven­turero y explorador legendario, Henry Morton Stanley, periodista de origen gales empleado por un periódico de New York, emergió de la jungla anunciando al mundo que había encontrado vivo al doctor Livingstone, estaba por cumplir ocho. El niño vivió la novelesca historia con asombro y envidia. Y cuando, un año más tarde, se supo que el doctor Livingstone, que nunca quiso abandonar el suelo africano ni volver a Inglaterra, falleció, Roger sintió que había perdido a un familiar muy querido. De grande, él también sería explorador, como esos titanes, Livingsto­ne y Stanley, que estaban extendiendo las fronteras de Occidente y viviendo unas vidas tan extraordinarias.

Al cumplir quince años, el tío abuelo John Case­ment aconsejó que Roger abandonara los estudios y se bus­cara un trabajo, ya que ni él ni sus hermanos tenían rentas de que vivir. Aceptó de buena gana. De común acuerdo decidieron que Roger se fuera a Liverpool, donde había más posibilidades de trabajo que en Irlanda del Norte. En efecto, a poco de llegar donde los Bannister, el tío Edward le consiguió un puesto en la misma compañía en la que él había trabajado tantos años. Empezó sus labores de apren­diz en la naviera poco después de cumplir quince. Parecía mayor. Era muy alto, de profundos ojos grises, delgado, de cabellos negros ensortijados, piel muy clara y dientes parejos, parco, discreto, atildado, amable y servicial. Ha­blaba un inglés marcado por un deje irlandés, motivo de bromas entre sus primos.

Era un muchacho serio, empeñoso, lacónico, no muy preparado intelectualmente pero esforzado. Se tomó sus obligaciones en la compañía muy en serio, decidido a aprender. Lo pusieron en el departamento de administra­ción y contabilidad. Al principio, sus tareas eran las de un mensajero. Llevaba y traía documentos de una oficina a otra e iba al puerto a hacer trámites entre barcos, aduanas y de­pósitos. Sus jefes lo consideraban. En los cuatro años que trabajó en la Eider Dempster Line no llegó a intimar con nadie, debido a su manera de ser retraída y sus costumbres austeras: enemigo de francachelas, casi no bebía y jamás se le vio frecuentar los bares y lupanares del puerto. Desde entonces fue un fumador empedernido. Su pasión por Áfri­ca y su empeño en hacer méritos en la compañía lo llevaban a leerse con cuidado, llenándolos de anotaciones, los folletos y las publicaciones que circulaban por las oficinas relacio­nadas con el comercio marítimo entre el Imperio británico y el África Occidental. Luego, repetía convencido las ideas que impregnaban esos textos. Llevar al África los productos europeos e importar las materias primas que el suelo africa­no producía, era, más que una operación mercantil, una empresa a favor del progreso de pueblos detenidos en la prehistoria, sumidos en el canibalismo y la trata de esclavos. El comercio llevaba allá la religión, la moral, la ley, los va­lores de la Europa moderna, culta, libre y democrática, un progreso que acabaría por transformar a los desdichados de las tribus en hombres y mujeres de nuestro tiempo. En esta empresa, el Imperio británico estaba a la vanguardia de Eu­ropa y había que sentirse orgullosos de ser parte de él y del trabajo que cumplían en la Eider Dempster Line. Sus com­pañeros de oficina cambiaban miradas burlonas, pregun­tándose si el joven Roger Casement era un tonto o un vivo, si creía en esas tonterías o las proclamaba para hacer méritos ante sus jefes.

En los cuatro años que trabajó en Liverpool Roger continuó viviendo donde sus tíos Grace y Edward, a los que entregaba parte de su salario y quienes lo trataban como a un hijo. Se llevaba bien con sus primos, sobre to­do con Gertrude, con la que domingos y días feriados iba a remar y a pescar si había buen tiempo, o se quedaba en casa leyendo en voz alta junto a la chimenea si llovía. Su relación era fraterna, sin pizca de malicia ni coquetería. Gertrude fue la primera persona a la que mostró los poe­mas que escribía en secreto. Roger llegó a conocer al de­dillo el movimiento de la compañía y, sin haber puesto nunca los pies en los puertos africanos, hablaba de ellos como si se hubiera pasado la vida entre sus oficinas, co­mercios, trámites, costumbres y gentes que los poblaban.

Hizo tres viajes al África Occidental en el SSBounny y la experiencia lo entusiasmó tanto que, luego del tercero, renunció a su empleo y anunció a sus hermanos, tíos y primos que había decidido irse al Africa. Lo hizo de una manera exaltada y, según le dijo su tío Edward, «como esos cruzados que en la Edad Media partían al Oriente a libe­rar Jerusalén». La familia fue a despedirlo al puerto y Gee y Nina echaron unos lagrimones. Roger acababa de cum­plir veinte años.

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