La Literatura y los Dioses -La Escuela Pagana- Por Roberto Calasso


Los dioses son huéspedes huidizos de la literatura. La atraviesan con la estela de sus nombres. Pero, con frecuencia, también la abandonan. Cada vez que el escritor apunta una palabra debe reconquistarlos. La mercurialidad, anuncio de los dioses, es también la señal de su carácter evanescente. Sin embargo, no siempre ha sido así. Las cosas fueron distintas mientras existió una liturgia. Aquel engarce de gestos y palabras, aquella aura de controlada destrucción, aquel uso excluyente de ciertos materiales: todo eso placía a los dioses, mientras los hombres quisieron dirigirse a ellos. Después sólo quedaron, como banderines ondeantes en un campamento abandonado, aquellas historias de los dioses que eran el sobrentendido de cada gesto. Desarraigados de su suelo y expuestos a la cruda luz de la vibración de la palabra, podían llegar a parecer impúdicos y vanos. Todo acabó en historia de la literatura.
Sería por tanto redundante y aburrido hacer la lista de las ocasiones en que los dioses griegos se dejan ver en los versos de la poesía moderna, desde los primeros románticos en adelante. Casi todos los poetas del siglo XIX, de los más mediocres a los sublimes, escribieron algún poema en el que se nombra a los dioses. Lo mismo puede decirse de buena parte de la literatura del siglo XX. ¿Cuál es el motivo? En realidad, las razones son múltiples: por la secular costumbre escolástica, o quizás para parecer nobles, exóticos, paganos, eróticos, eruditos. O bien por la razón más frecuente y tautológica: para parecer poetas. No hay gran diferencia ni resulta demasiado significativo que, en un poema, se nombre a Apolo y al mismo tiempo una encina o la espuma del mar: son todos ellos términos del léxico literario, igualmente consagrados por el uso.
Sin embargo, hubo un tiempo en que los dioses no eran tan sólo un hábito literario. Eran un acontecimiento, una aparición súbita, como el encuentro con un bandido o el perfilarse de una nave. No era necesario que la visión fuese total. Ayax Oileo reconoce, por su forma de andar, a Poseidón enmascarado de Calcante sólo con verlo caminar de espaldas: lo reconoce «por los pies, por las piernas».
Dado que, para nosotros, todo comienza con Hornero, nos preguntamos: ¿cómo se denominan, en sus versos, estos acontecimientos? Cuando estalla la guerra de Troya, los dioses ya no frecuentaban tanto la tierra como en tiempos pasados. Tan sólo una generación antes, Zeus había engendrado a Sarpedón con una mortal; y todos los dioses habían descendido a la tierra para las bodas de Peleo y Tetis. Pero, por entonces, Zeus ya no se mostraba a los hombres, sino que enviaba a otros olímpicos a la palestra: Hermes, Atenea, Apolo. Ya no era fácil ver a los dioses. Lo admite Ulises al hablar con Atenea: «Arduo, oh diosa, es reconocerte, incluso para el sabio.» Más sobria es la formulación del Himno a Deméter: «Difíciles de ver son los dioses para el hombre.» En todas las edades primordiales se dice que los dioses han casi desaparecido. Los dioses se presentan sólo ante unos pocos, elegidos al arbitrio divino: «No a cualquiera se le aparecen los dioses con plena evidencia», enargeîs, se dice en la Odisea. Enargês es el terminus technicus de la epifanía divina: adjetivo que contiene en sí el resplandor del blanco, argós, pero que acabará por designar una pura e indudable «evidencia». Esa especie de «evidencia» que, más tarde, sería heredada por la poesía. En ella reside, quizás, el rasgo que la diferencia de cualquier otra forma.
Pero ¿cómo se manifiesta el dios? Según observó el ilustre lingüista Jacob Wackernagel, en la lengua griega no existe vocativo para theós, «dios». Theós tiene ante todo un sentido predicativo: designa algo que sucede. Un magnífico ejemplo se encuentra en la Helena de Eurípides:

Ô theoí theós gar kaí tó gignôskein phílous.
Oh dioses: es dios el reconocer a los amantes.

Allí veía Kerényi la «especificidad griega»: en el «designar un acontecimiento: "Es theós”». Ese acontecimiento que se designa con la palabra theós puede fácilmente convertirse en Zeus, que es el dios más vasto, que lo comprende todo, el dios que es el rumor de fondo de lo divino. Por eso Arato, al disponerse a escribir acerca de los fenómenos del cosmos, introducía su poema con estas palabras:

De Zeus sea nuestro comienzo, de él, a quien los hombres nunca dejan sin nombrar. Todos los caminos están llenos de Zeus, todas las plazas de los hombres, igual que los mares y los puertos. Todos nosotros tenemos necesidad de Zeus de todas las maneras. Somos parte de su estirpe.

«Iovis omnia plena», escribirá, a su vez, Virgilio. Resuena en estas palabras la certeza de una presencia que llena el mundo, en la multiplicidad de sus acontecimientos y en el entrecruzamiento de sus formas. Habla al mismo tiempo de una profunda familiaridad, casi de un cierto desdén en la alusión a lo divino. Es una presencia latente en cada rincón, siempre dispuesta a expandirse. Mientras tanto, la palabra átheos designaba, con mucha mayor frecuencia que a aquellos seres que no creían en dios, a aquellos que eran abandonados por los propios dioses, quienes se sustraían a todo comercio con los mortales. Arato escribió en el siglo III a. C, pero ¿qué sucedió desde entonces con esa experiencia que era para él tan obvia, tan omnipresente? ¿Qué hizo el tiempo con ella? ¿La disolvió, hirió, desfiguró o volvió vana? ¿O se trata de algo que aún hoy viene a nuestro encuentro, indemne? ¿Dónde?
Cuenta Baudelaire que, una mañana de 1851, París se despertó con la sensación de que había acontecido «un hecho importante»: algo nuevo, «sintomático», que sin embargo se presentaba bajo la forma de un fait divers cualquiera. Una palabra zumbaba con intensidad: revolución. Pero se daba el caso de que, en un banquete conmemorativo de la revolución de febrero de 1848, un joven intelectual propuso un brindis al dios Pan. « ¿Qué tiene que ver el dios Pan con la revolución?», había preguntado Baudelaire al joven intelectual. « ¿Cómo?», fue la respuesta. «Es el dios Pan el que hace la revolución. Él es la revolución.» Baudelaire insistió: « ¿Entonces no es verdad que ha muerto hace tanto tiempo? Creía que una fuerte voz había planeado sobre el Mediterráneo, y que esa voz misteriosa, que se oía desde las columnas de Hércules hasta las playas de Asia, había dicho al viejo mundo: EL DIOS PAN HA MUERTO.» Pero el joven intelectual no pareció turbarse. Replicó: «No es más que un rumor; habladurías infundadas. ¡No, el dios Pan no ha muerto! El dios Pan vive todavía», continuó, alzando los ojos hacia el cielo con extraña ternura... «Volverá.» Baudelaire apostilla: «Hablaba del dios Pan como si fuera el prisionero de Santa Helena.» Pero el diálogo no había acabado. Baudelaire no se daba por satisfecho: « ¿No será, entonces, que eres un pagano?» El joven intelectual respondió, arrogante: «Por supuesto; ¿o ignoráis acaso que sólo el paganismo, obviamente bien entendido, puede salvar al mundo? Hay que volver a las doctrinas verdaderas, por un instante oscurecidas por el infame Galileo. Además, Juno me ha lanzado una mirada favorable, una mirada que me ha penetrado el alma. Estaba yo triste y melancólico en medio de la multitud, mientras miraba el cortejo e imploraba con ojos amorosos a aquella hermosa divinidad, cuando una de sus miradas, benévola y profunda, vino a aliviarme y a darme valor.» A lo que agrega Baudelaire: «Juno nos ha lanzado una de sus regard de vache, Bôôpis Eré. Este desgraciado debe de estar loco.» El último pasaje está dedicado a un tercero anónimo, que participaba silenciosamente en el coloquio y que en aquel momento sentencia: « ¿Pero no veis que se trata de la ceremonia del ternero gordo? Este miraba a aquellas mujeres con ojos paganos, y Ernestine, que trabaja en el Hippodrome y que hacía el papel de Juno, le hizo un guiño lleno de recuerdos, una verdadera mirada de vaca.» El diálogo, que al principio resulta solemne y visionario, parece a estas alturas como una pieza de Offenbach, un fragmento de espíritu boulevardier apenas un poco anterior a la existencia de los propios boulevards. El joven intelectual cierra la conversación mezclando una vez más los tonos. «"Será Ernestine, si usted lo dice", afirmó el pagano, disgustado. "Usted intenta disuadirme. En cualquier caso, el efecto moral se ha producido, y considero esa mirada un buen presagio."»
De esta forma, con un regard de vache de una Juno del Hippodrome, que no era otra cosa que un circo cercano al Arco del Triunfo que se había incendiado pocos meses antes, los dioses del Olimpo anunciaban su retorno a las calles de París. Según las costumbres del lugar, se anunciaba como una novedad, o al menos como algo que existe solamente si acontece bajo aquel cielo. Se trataba de un acontecimiento que ya se había manifestado en otros sitios y épocas; por ejemplo, en la Alemania de Hölderlin y de Novalis, cincuenta años antes: el despertar y el retorno de los dioses. Los parisinos habían tenido el privilegio de conocer aquella Alemania a través de las descripciones de una exótica exploradora. Cuando Madame de Staël había comenzado a recorrer los caminos alemanes como un cronista que tiembla por la impaciencia de revelar la noticia neurálgica del momento, Alemania era el bosque encantado de la Europa central. Bastaba una brisa para hacer que las ramas desprendieran los acordes del piano romántico, aunque Madame de Staël, sólo sensible a las ideas (a las que sabía utilizar como armas propias), fuera incapaz de escucharlas. Viajando bajo el vasto cielo de un país en el que reconocía con estupor «las señales de una naturaleza no habitada», la primera impresión que sintió fue una ligera aflicción: «Un no se qué de silencioso en la naturaleza y en los hombres oprime al principio el corazón.» Entre la feroz y ansiosa pretenciosidad de la vida parisina y aquella mudez meditabunda se extendía una distancia no espacial, sino especulativa. La primera singularidad que la cronista observaba era que en tierra alemana «el imperio del gusto y el arma del ridículo no tienen la menor influencia». Cuando los dioses volvieran a manifestarse en aquel lugar, no serían corrompidos de inmediato por la ironía y el sarcasmo, como sucedió en París. El peligro era más bien el opuesto: que la epifanía resultara arrasadora. Eso le sucedió a Hölderlin, fulminado por Apolo en su viaje de vuelta de Burdeos: «Igual que se cuenta de los héroes, puedo decir que Apolo me ha golpeado», escribe a Böhlendorff. Pero para que Apolo, «el que golpea desde lejos», se impusiera con tal violencia a un poeta alemán de viaje por el occidente francés, «constantemente conmovido por el fuego del cielo y por el silencio de los hombres», y para que «el fuego del cielo» volviera a adquirir un sentido terrorífico y hechizante, y no ya una parrafada laudatoria en una pomposa tragédie classique, era necesario el advenimiento de una auténtica «revolución», o quizás un poderoso sacudimiento del cielo y de la tierra.
Debemos volver entonces al joven intelectual parisino del que Baudelaire se burlaba abiertamente y que ofrecía su brindis al dios Pan, porque el dios Pan «es la revolución». Observemos que Baudelaire escribe L'École paiënne en 1852, mientras que la carta de Hölderlin a Böhlendorff es de noviembre de 1802, exactamente cincuenta años anterior. Baudelaire compone por tanto un caso de parodia involuntaria de una experiencia extrema, la que vivió Hölderlin en el período inmediatamente anterior a la locura; experiencia que, por otra parte, no sólo era ignorada por entonces en Francia, sino que ni siquiera en Alemania se había difundido aún, debido sobre todo al sagrado terror que infundía. Pero los acontecimientos subsisten, significan y operan por sí mismos, incluso cuando no son inmediatamente percibidos. Para comprender cómo se había llegado a aquel grotesco brindis parisino al dios Pan habrá que volver a Hölderlin camino de Burdeos. Pero no sin etapas intermedias. La primera nos la ofrece el único emisario que la Alemania de la Romantik envió a París: Heinrich Heine. El propio Baudelaire glosa su diálogo con el joven intelectual devoto del dios Pan referido a Heine: «Me parece que este exceso de paganismo es típico de un hombre que ha leído demasiado y ha leído mal la literatura podrida de sentimentalismo materialista de Henri Heine.» Esta aspereza de tono podría hacer pensar que Baudelaire detestaba a Heine. Nada más lejos de la verdad. Poco después lo definía como «este ingenio encantador, que sería un genio si se volviera con mayor frecuencia hacia lo divino». Es más: cuando en 1865 Jules Janin publicó un feuilleton insultante contra Heine, Baudelaire fue presa de «una gran furia», como si aquel artículo le hubiera tocado un nervio expuesto. Se lanzó entonces a escribir una vehemente defensa de Heine, poeta – afirmaba - al que «en Francia no hay ninguno que lo iguale». Pero todo había quedado en aquel estado furibundo y febril; por eso escribe a Michel Lévy: «Después, una vez escrita la página, y contento de haberla escrito, la guardé, sin mandarla a ningún diario.» Por fortuna, aquel documento se conservó. En él destaca una frase que es el insoslayable epitafio de todo fastidioso culto de la bonheur: «Je vous plains, monsieur, d'être si facilment heureux.»
Al atacar a Heine, Janin cargaba contra todos los poetas «melancólicos y burlescos» de los que Baudelaire se sabía parte. De ahí el tono vibrante, exacerbado de la respuesta, como si se tratara de una extremada defensa de sí mismo. Si, por tanto, Baudelaire admiraba a Heine hasta el punto de identificarse con él, las irrespetuosas líneas que le dedica en L'Ecole païenne no son menos demostrativas de su pensamiento. Este contraste nos confirma una sospecha decisiva: Baudelaire escribió todo aquel artículo poniéndose en la piel de sus adversarios. De principio a fin, el escrito está compuesto como una astuta puesta en escena. No sólo Baudelaire asume las posiciones de sus adversarios, sino que parece sugerirles argumentos mucho más eficaces y contundentes de los que ellos hubieran podido jamás acuñar por sí mismos en su contra. Esto se pone de manifiesto sobre todo en la sección final del artículo, después del a parte sobre Heine. Aquí se recae en Offenbach: «Volvamos al Olimpo. Desde hace algún tiempo tengo todo el Olimpo en los talones, y me fastidia mucho; me caen dioses sobre la cabeza como si fueran gotas. Me parece estar en medio de una pesadilla, como si me precipitase en el vacío y una multitud de ídolos de madera, de hierro, de oro y de plata cayeran conmigo, me siguieran en la caída, me embistieran y me hicieran pedazos la cabeza y los riñones.» Esta visión jocosa y siniestra podría leerse como el galop final de la primera mitad del siglo XIX, que había visto no sólo cómo los dioses griegos invadían nuevamente la psique, sino que detrás de ellos se dejaba ver un cortejo variopinto de ídolos, de nombres impronunciable a veces: la renaissance orientale, introducida por los estudios de los filólogos que traducían por primera vez textos capitales, y que proliferó en forma de estatuas, relieves y amuletos en las grandes criptas de los museos. Los ídolos volvían al fin para asediar Europa, al mismo tiempo que veía la luz el rico sottisier del Progreso y de la Razón esclarecedora.
Parece un calculado golpe de efecto, como en una puesta en escena, el hecho de que, pocos meses después de la École païenne baudelaireana, la Revue des deux mondes publicase Les Dieux en exil de Heine, casi su contrapunto. En este texto, Heine cuenta la forma en que, antes de volver a copar la escena, los dioses paganos se habían visto obligados a llevar una larga existencia tormentosa y clandestina en el exilio, «entre las lechuzas y los sapos, entre las oscuras ruinas de su pasado esplendor». Una gran parte de lo que hoy se denomina «satánico» - agregaba - era en su origen beatamente pagano. Pero ¿qué sucede cuando los dioses vuelven a mostrarse con todo el poder de su hechicería, cuando Venus vuelve a seducir a un mortal, Tannhäuser en este caso? No podremos decir entonces incessu patuit dea ni siquiera reconocer en ella una «noble sencillez y tranquila grandeza», según el dictamen de Winckelmann. Venus, por el contrario, viene a nuestro encuentro como una «mujer demonio, aquella diablesa de mujer que, a pesar de toda la olímpica vanidad y la magnificencia de su pasión, no deja de parecerse a una dama galante; es una cortesana celeste y perfumada de ambrosia, y, por así decir, una déesse entretenue». La verdadera noticia del momento es por tanto la siguiente: las divinidades del Olimpo todavía existen y están en plena actividad, sólo que ahora habitan en el demi-monde. Cómplices como dos prestidigitadores, Baudelaire y Heine hacen que el despertar de los dioses converja con la parodia, en una fusión irreversible. Prefiguran con ello el estado de cosas en que aún hoy habitamos.
Pero, precedidos de un espacio en blanco que anuncia un brusco cambio de registro, aún nos espera otra sorpresa en los últimos párrafos de la École païenne. De pronto el tono se vuelve grave y austero, como si Baudelaire asumiese los modos de un predicador barroco, un Abraham de Santa Clara que arremetiera contra las trampas del mundo:

Despedirse de la pasión y de la razón significa matar la literatura. Renegar de los esfuerzos de la sociedad precedente, cristiana y filosófica, es suicidarse, es rechazar la fuerza y los medios de perfeccionamiento. Rodearse exclusivamente de las seducciones del arte físico es crear grandes probabilidades de perdición. Durante largo, larguísimo tiempo, no seréis capaces de ver, amar, sentir otra cosa que la belleza, nada más que la belleza. Tomo la palabra en su sentido estricto. El mundo no se os presentará sino bajo su forma material. Los resortes que lo mueven permanecerán escondidos por largo tiempo.
¡Que la religión y la filosofía vengan un día, como llamadas por un grito de desesperación! Ése será siempre el destino de los insensatos que no ven en la naturaleza otra cosa que ritmos y formas. Sin embargo, la filosofía les parecerá al principio nada más que un juego interesante, una agradable gimnasia, una esgrima en el vacío. Pero ¡cómo serán castigados! Todo niño cuyo espíritu poético sea sobreexcitado, que no fije inmediatamente la mirada en el espectáculo excitante de las costumbres activas y laboriosas, que oiga hablar continuamente de la gloria y los deleites, cuyos sentidos serán diariamente acariciados, irritados, asustados, encendidos y satisfechos por los objetos de arte, se convertirá en el más infeliz de los hombres y volverá infelices a los demás. A los doce años levantará las faldas de su nodriza y, si la potencia en el crimen o en el arte no lo eleva por encima de sus fortunas vulgares, a los treinta años reventará en un hospital. Su alma, siempre irritada e insatisfecha, se va por el mundo, el mundo ocupado y laborioso; se va, quiero decir, como una prostituta, gritando: ¡Plasticidad!, ¡plasticidad! La plasticidad, esa horrible palabra me pone la piel de gallina, la plasticidad lo ha envenenado, y sin embargo vive gracias a ese veneno. El ha desterrado a la razón de su corazón y, en justo castigo, la razón se niega a volver a entrar en él. Lo más feliz que puede ocurrirle es que la naturaleza lo golpee con una terrorífica llamada al orden. En efecto, tal es la ley de la vida, que, a quien rechaza los placeres puros de la actividad honesta, sólo concede los placeres terribles del vicio. El pecado contiene su infierno, y la naturaleza dice cada tanto al dolor y a la miseria: ¡Id a derrotar a aquellos rebeldes!
Lo útil, lo verdadero, lo bueno, lo verdaderamente amable, todas esas cosas le serán desconocidas. Infatuado de su sueño extenuante, querrá infatuar y extenuar a los demás. No pensará en su madre ni en su nodriza; desgarrará a sus amigos, o no los querrá más que por su forma; a su mujer, si la tiene, la despreciará y envilecerá.
El gusto desmesurado por la forma arrastra hacia desórdenes monstruosos y desconocidos. Absorbidos por la pasión feroz por la belleza, la rareza, lo gracioso, lo pintoresco - puesto que existen grados diversos- , las nociones de lo justo y lo verdadero se esfuman. La pasión frenética por el arte es un cáncer que devora al resto: y, como la ausencia completa de justicia y verdad en el arte equivalen a la ausencia de arte, el hombre completo desaparece; la especialización excesiva de una facultad aboca a la nada. (...)
Es preciso que la literatura vaya a reponer sus fuerzas a una atmósfera mejor. Se acerca el momento en que se comprenderá que toda literatura que se niegue a caminar fraternalmente entre la ciencia y la filosofía es una literatura homicida y suicida.

La ambigüedad de esta página nos deja impresionados. Parece que Baudelaire quisiera eslabonar, en una larga cadena, sus convicciones más profundas con los argumentos de sus enemigos más enconados. A medida que se lee, la duda lo va ensombreciendo todo. La impresión dominante es que escuchamos a un adversario teológico de Baudelaire que dispusiera de su elocuencia penetrante y de su pathos. También, de su irreprimible inclinación a lo grotesco, que se reconoce por ejemplo en el pasaje en que el niño estético y satánico, «a sus doce años», levanta «la falda de su nodriza». O cuando, como un Monsieur Prudhomme ante litteram, Baudelaire apela a las «costumbres activas y laboriosas», así como a la «pura felicidad del trabajo honesto». Son detalles que parecen diseminados con toda intención, como señales del perverso juego de papeles intercambiados que está llevando a cabo. Pero es preciso decir también que allí donde el texto deja de ser burlesco y adquiere un tono austero y seco, la argumentación no carece de una torva eficacia. Da la impresión de que Baudelaire hubiera evocado aquí la figura de un Gran Inquisidor, anticipándose al lamentable Ministerio Público que invitará a condenar Les Fleurs du mal y a transformarlo en un Joseph de Maistre literario.
¿Por qué recurrir a inflexiones tan graves? El motivo era evidente: algo altamente engañoso empezaba a suceder; mejor dicho, había sucedido ya: la evasión de los dioses paganos de los nichos de la retórica, a los que muchos pretendían haberlos confinado para siempre. Un día esos ataúdes habían aparecido vacíos, y ahora aquellos nobles tanto tiempo escondidos se mezclaban burlonamente con las multitudes de la metrópolis. Verlaine fue quien dio forma literaria a aquel extraño caso, con su irresistible temperamento, en un soneto de juventud titulado Les Dieux:

Vaincus, mais non domptés, exilés, mais vivants,
Et malgré les édits de l'Homme et ses menaces,
Ils n 'ont point abdiqué, crispant leurs mains tenaces
Sur des troncons de sceptre, et rödent dans les vents.

Vencidos pero no domados, exiliados pero vivos,
A pesar de los edictos del Hombre y de las amenazas,
No han abdicado, y cerrando sus tenaces manos
Sobre muñones de cetro, ruedan en el viento.

La visión es lúgubre. Los dioses hechiceros se mueven como «espectros rapaces» en la desolación. Su momento ha llegado, y llaman a la «revuelta contra el Hombre», en el que reconocemos al eterno boticario Homais todavía «estupefacto» de haber conseguido ahuyentarlos y ya dispuesto a afligir a la Humanidad con la grosera pesantez de una mayúscula. Seguía un último aviso:

Du Coran, des Vedas et du Deutéronome,
De tous les dogmes, pleins de rage, tous les dieux
Sont sortis en campagne: Alerte! et veillons mieux.

Del Corán, de los Vedas y del Deutoronomio,
De todos los dogmas, furiosos, todos los dioses
Han salido al descubierto: ¡Cuidado! Hay que estar alerta.

Se diría que el retorno de los dioses paganos oscila con preocupante facilidad entre el vaudeville y la novela negra. Pero detrás de esa apariencia, el innominado Inquisidor vislumbraba un peligro más sutil: la emancipación de la estética. Es como si previera ya esa justificación estética del mundo que sólo Nietzsche, años después, tendrá el coraje de anunciar. La trampa reside en desvincular a la categoría de lo Bello de sus obediencias canónicas: la Verdad y lo Bueno. Si esto sucede - y en este punto el Inquisidor es muy claro -, se desarrolla un «gusto desmesurado por la forma» y «la pasión frenética del arte... devora al resto». Al final, no queda nada, ni siquiera el arte mismo. Queda sólo un fondo estético en el que, sin embargo, «se vislumbra la nada» (según las palabras de Valéry). Sin embargo, ¿no era éste el argumento principal que, desde entonces y hasta el presente, sería blandido contra la nueva literatura o, en todo caso, contra la gran literatura, a partir del mismo Baudelaire? Las fórmulas más significativas del texto - «el gusto desmesurado por la forma», «la pasión feroz por la belleza», la «pasión frenética por el arte» - se convertirán poco después en la «magia de lo extremo» de Nietzsche y el fanatismo de la forma de Benn; son éstos quienes constituyen, por tanto, la verdadera descendencia de Baudelaire. Nos damos cuenta entonces de que la arenga del Gran Inquisidor tiene una larga sombra. Edgar Wind había desvelado el presagio en su magistral Art and Anarchy.
La divagación de Baudelaire acerca de la École païenne tiene algo de irrepetible, puesto que consigue articular en pocas páginas, y con un estilo lleno de colorido, tres elementos que nunca antes se habían considerado inextricablemente vinculados: el despertar de los dioses, la parodia y la literatura absoluta (si entendemos por absoluta la literatura en su forma más acabada y refractaria a cualquier condicionamiento social). Desplacémonos ahora hasta la situación presente, tal como aparece diariamente ante nuestros ojos: en primer lugar, los dioses aún están aquí. Pero ya no forman una sola gran familia que habita en vastas residencias dispersas en la ladera de una montaña. Ahora son una multitud que pulula en una inmensa ciudad. No importa si sus nombres nos suenan con frecuencia exóticos e impronunciables, como aquellos que se leen junto al timbre de una casa habitada por inmigrantes. El poder de sus historias sigue activo. Pero la situación tiene esta peculiaridad: que la compleja tribu de los dioses sólo subsiste ahora en sus historias y en sus ídolos dispersos. La vía del culto está cerrada, porque ya no existe un pueblo de devotos que cumpla con los actos rituales o bien porque, en todo caso, esos actos no llegan a completarse: las estatuas de Siva y Visnu siguen estando húmedas de ofrendas pero, para un hindú de nuestros días, Varuna es una entidad remota, sin perfil definido. En cuanto a Prajapati, sólo se encuentra en los libros. Se diría que ésta, la de aparecer sólo en los libros, se ha vuelto la condición natural de los dioses. Con frecuencia, además, esa aparición tiene lugar en libros no muy consultados. ¿Se trata acaso de un preludio de su extinción? Sólo en apariencia. Porque en el ínterin todas las potencias del culto han emigrado a un solo acto, inmóvil y solitario: el de leer. El mundo, en virtud de una especie de enorme alucinación, intoxicado por la telemática, se hace preguntas más bien vacuas acerca de la supervivencia del libro. Mientras el fenómeno grandioso que está frente a nosotros y que nadie menciona es de índole bien distinta: la alta, inédita concentración de potencias que se ha condensado, y se sigue condensando, en el acto de leer. Que frente a los ojos haya una pantalla o una página, que por ella discurran números, fórmulas o palabras, no modifica sustancialmente el hecho: se trata en todos los casos de lectura. El teatro de la mente parece haberse dilatado, para acoger prolíficas hileras de signos en espera, incorporados en esa prótesis que es el ordenador. Sin embargo, con supersticiosa seguridad, todos los sortilegios y todos los poderes son atribuidos a aquello que aparece sobre la pantalla, no a la mente que lo elabora y que, ante todo, lo lee. Pero ¿podría existir algo más avanzado tecnológicamente que una transformación que se produce de modo completamente invisible, como en el interior mismo de la mente? El proceso es grávido de consecuencias escondidas: a pesar de que la mente es todavía rudimentaria, al confluir con la pantalla para formar un flamante Centauro, se acostumbra a verse como un teatro ilimitado. Para empezar, con eso basta. Esta gran escena a nada se parece tanto como a la vibrante extensión oceánica en la que los videntes védicos reconocían a la mente misma, manas. En los intersticios de aquel teatro comienzan a abrirse, frente a los ojos de todo el mundo, las vastas cavernas en las que resuenan, como siempre lo han hecho, el nombre de los dioses.
El mundo - ya es el momento de decirlo, aunque la noticia sea del desagrado de mucha gente - no tiene la menor intención de desencantarse del todo, aunque sólo sea porque, si lo hiciera, caería en un extremo aburrimiento. Mientras tanto, la parodia se ha vuelto una sutil película que lo cubre todo. Aquello que era en Baudelaire y en Heine un atisbo envenenado de Offenbach se ha revelado hoy como la cifra de una época. Hoy en día, cualquier cosa que se manifieste aparece antes que nada como parodia. La naturaleza misma se ha vuelto parodia. Sólo más tarde, fatigosamente y con toda clase de sutilezas, puede suceder que algo se revele como capaz de ir más allá de la parodia. Pero siempre hará falta confrontarla con su original versión paródica. Se trata, en fin, de la literatura absoluta. Aquello que, según el Gran Inquisidor de Baudelaire, se manifiesta todavía como peligro acechante, una trampa que serpentea o una eventual degeneración, se ha revelado como la literatura misma. Al menos, esa particular especie de literatura de la que me propongo hablar en estas páginas.

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