LA LUZ NEGRA DE ISRAEL CENTENO. Por Roberto Echeto

Para quienes no lo conozcan, Israel Centeno es uno de nuestros artistas más inquietos. Si no lo creen, busquen su prontuario y vean que sus contemporáneos le debemos (con D mayúscula) el que sea fundador y editor del sello Memorias de Altagracia, una pequeña editorial que se ha dedicado a publicar las nuevas voces (malagradecidas o no) de nuestra literatura. Observen además que Israel ha sido, y es, guía de otros escritores más jóvenes a través de los talleres que da aquí y allá, donde lo dejan y él quiere. Fíjense también que Israel es un autor bien prolífico que ha escrito obras poderosas que no tienen nada que ver con esa literatura al uso en este país de locos en el que para ser un escritor exitoso, hay que ser cubano, colombiano, español, argentino, chileno... Todo menos venezolano.
Cada artista tiene su propio proyecto, y, en el caso de Israel, su proyecto es de una riqueza asombrosa. Su obra reúne cuentos eróticos, novelas que hablan de la vida en el barrio, cuentos de terror, novelas pornos, relatos inspirados en la quemada belleza del cómic, historias aderezadas con trazos políticos, poemas, artículos... Todo eso sin contar con que es el amo y señor de http://www.elmeollo.net/, un lugar en el que volarían sillas y habría muertos, si no se tratara de un espacio en internet.
Curiosamente, la obra de nuestro amigo no ha sido lo suficientemente estudiada por nuestros cómodos y miopes críticos. No la entienden; tiene elementos y plantea situaciones que los sobrepasan, que los desbordan. Para comprender y disfrutar los relatos de Israel hay que ser joven, hay que estar lleno de odio por el entorno que tenemos, hay que abrirse al hecho de que la literatura contemporánea se alimenta de artes que no existían hace 100 años, hay que tener puesto el oído en la calle, hay que saber que la vida es diversa y que en este mundo hay más malandros que gente. Para disfrutar los libros de Israel Centeno hay que prenderles candela a los manuales de literatura donde sólo se habla de realismo, de costumbrismo, de positivismo y de más «ismos» que la madre que los parió. Para ponerse a tono con esas historias hay que entender que quien las escribe es un autor que, antes que nada, es un filoso lector desprejuiciado, que lee libros, que lee comics, que lee revistas, que lee la realidad y luego transforma todo ese material en unos relatos violentos y alucinados en los que aparecen enfrentamientos a tiros entre vendedores de piedra y ex comunistas, lobas amarillas que son la perdición de quienes suben al Ávila, mujeres dobles que aparecen sobre el túnel de La Planicie, sujetos que deciden darle la espalda a la más terrible realidad nacional encerrándose en un restaurant chino a hacer las delicias de Bocaccio, del Marqués de Sade, de Pier Paolo Pasolini y de Rocco Sifredi, todos juntos, a coro, cogiendo culo.
Las historias de Israel nos dicen que todo intento de clasificación de la literatura es un ejercicio necio. Sus relatos huelen a semáforo, a calle, a plomo, a Caracas, nuestra hedionda Caracas, pero también están llenos de sexo duro, de pepas, de perico, de marihuana, de indigentes espirituales, de personajes que, a duras penas, sacan fuerzas para realizar alguna acción heroica, de bares fríos y oscuros que son como úteros protectores contra la realidad, de transformistas que se parecen a Cher, de piedreros karatekas que escriben comics, de gente que no puede vivir en la luz porque desaparecería como los vampiros, de sujetos que se parecen al vecino peluquero, a la masajista, al conserje guajiro o al mafioso colombiano dueño de una línea de taxis que también vive en nuestro edificio.
Tal vez, después de leer este rosario de maravillas, no se hayan dado cuenta, pero cuando vemos todo este conjunto, podríamos acordar que Israel es un autor que se mueve como un Muhammad Ali en el reino de la novela negra, pero, atención: no en el paraíso de la literatura policial con sus detectives Sherlock Holmes, Phillipe Marlowe, Mandrake o Sam Spade. No. Hace tiempo que la negra y la policial son dos literaturas distintas que pueden o no mezclarse. En ambas hay mortadela, pero lo que las diferencia es el afán de un personaje por descubrir quién mató al difunto. En estas cotas raras se enmarca Bengala, la novela más reciente y quizás más poderosa de nuestro querido y admirado Israel.
Entre los mil y un personajes y las mil y un historias que conforman el panal de abejas que es Bengala, hay un cadáver que cruza toda la novela: el de Laura, una chica a quien la piedra se la fumaba a ella y no al revés, y que termina sus días de la manera más horrible que podamos imaginarnos. Ese cuerpo abierto y vaciado, esa memoria de lo que fue Laurita, flota en la memoria de los personajes entre trago y trago, entre raya y raya, entre idas y venidas a la noche artificial de un bar que tiene nombre de tigre y de luz. Sin embargo, el que haya un cadáver en esta novela, el que Daniel, Cato, Jiménez, Requena, Fufa, La Caribe, Gregory, Nigeria, Eddie y los demás miembros de esta peña periquera, busquen al Jack el Destripador caraqueño que asesinó a Laura, la «felatriz estrella», no convierten a Bengala en una novela policial, y esto porque no hay investigación, porque el arroyo inmundo de la vida galante siempre arrastra a estos personajes hacia la trivialidad, hacia la conversación fugaz que diluye toda acción, hacia la nada, hacia la satisfacción reiterativa de las adicciones básicas, entre las que se cuenta, por supuesto, la propia vida.
Bengala es una novela negra que representa un paso muy importante en la brillante carrera de nuestro querido amigo el Sr. Centeno. Allá los críticos, los estudiosos y los necios de oficio que no entienden nada de nada porque mientras ellos creen que la literatura debe ser así o asao, Israel sigue escribiendo las maravillas que lo han llevado a desarrollar cada vez con mayor precisión sus ideas, sus obsesiones, sus manías y sus historias.
Desde aquí no podemos hacer otra cosa que celebrar felices que un libro como Bengala esparza su luz negra, su luz de veneno por todas partes.

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